31 de julio de 2010

“El poder intercesor de la oración ante el Padre”


Los textos bíblicos de la liturgia de este domingo ponen el acento en el poder intercesor de la oración.
En el Antiguo Testamento (Génesis 18,20-32) con ocasión del castigo inminente de las dos ciudades pecadoras Sodoma y Gomorra, Abraham asume el papel de intercesor delante de Dios, tratando de disminuir sus exigencias colocándose como defensor de los pecadores y usando como argumento que en virtud de la existencia de justos, de personas que hacen el bien, no hay porque castigarlos a todos, pagando justos por pecadores. O sea, que en virtud de la presencia de algunos justos sean perdonados todos.
Dios se conforma con la presencia de al menos cincuenta justos en un principio para perdonar a las dos ciudades, pero ante la insistencia de Abraham, se acuerda que con diez personas justas podrán todos merecer la misericordia divina. La desilusión no puede ser más cruel ya que ni siquiera se llega a ese número exiguo quedando Abraham sin argumento y, Sodoma y Gomorra marcadas por el vicio son aniquiladas por el fuego.
En el Antiguo Testamento si bien Dios sancionaba al pueblo elegido por su infidelidad, siempre en virtud de la probidad del “resto” de Israel, es decir de la bondad de un pequeño grupo de fieles, se culminaba con la misericordia del Dios de la Alianza sobre todo el pueblo. En este hecho encontramos un anticipo de lo que se daría luego en el Nuevo Testamento.
En efecto, en la Nueva Alianza nos encontramos con la presencia de Jesús. Ya no son necesarias diez personas justas para librar a una multitud de sus pecados, sino sólo el Hijo de Dios hecho hombre, el justo con mayúscula, Cristo nuestro Señor, Aquél que es enviado por el Padre para salvarnos, reconciliarnos entre nosotros y con Él y comenzar una nueva vida.
Por eso el apóstol san Pablo (Col. 2, 12-14) nos dice que en la cruz fue clavada el acta de condenación de toda la humanidad, porque por la muerte del Señor fue realizada nuestra salvación. Queda patente por ello que la misericordia de Dios sigue mirando con afecto la justicia de unos pocos.
De allí que en virtud de que el justo por excelencia murió por todos, a lo largo de la historia humana se va repitiendo ese regateo entre los “nuevos” Abraham - los buenos de cada tiempo histórico- y Dios.
El Padre Eterno detiene la mano de la justicia gracias a tanta gente buena que a lo largo de la historia humana ha pasado por este mundo haciendo el bien tratando de agradar a Dios como buenos hijos suyos.
Nosotros mismos lo percibimos a nuestro alrededor. ¡Cuántas veces hemos pensado o hemos dicho, que en lugar de morir tanta gente buena por qué Dios no se lleva a los que hacen el mal! Es que gracias a la muerte del justo, del que hace el bien, se han salvado los que ofenden a Dios o están separados de Él.
En efecto, ¡cuánta gente ofrece su vida, su dolor, su sacrificio cada día, por la conversión de su familia, de sus parientes y amigos, de aquellos que se ama de corazón, e incluso de aquellos que no conoce!
En este sentido, tenemos por ejemplo, la figura de santa Mónica que derramando lágrimas durante mucho tiempo y, ofreciendo sacrificios por su hijo Agustín obtuvo la gracia de la conversión para él.
Como ella, a lo largo de la historia humana, son muchos los que se han ofrecido y se ofrecen por la salvación del mundo y por la conversión de los pecadores. Y este ofrecimiento siempre tuvo su efecto en virtud de que el Santo por excelencia, Cristo, clavó en la cruz el acta de condenación de la humanidad toda.
Esta transformación en la vida humana y la asunción de nuestra parte del papel de intercesores ante Dios, nos permite llamarlo “Padre”, por eso la oración que Jesús transmite a sus discípulos está referida precisamente al Padre suyo y de cada uno de nosotros (Lucas 11,1-13), y es por tanto modelo perfecto de súplica para dirigirse a Dios en todo momento.
Esta plegaria que quizás, por repetida tantas veces, va perdiendo peso e importancia en nuestra vida, fue sin embargo desde el principio de la historia de la Iglesia, guardada celosamente como un tesoro peculiar.
De allí que los catecúmenos en nuestros días – como antiguamente- cuando se preparan para el bautismo el día de la vigilia pascual, reciben previamente escrita la oración del Padre Nuestro.
Una vez bautizados, en la antigüedad, los neófitos reconociendo que habían sido purificados de sus pecados, levantaban las manos hacia el cielo con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa profunda en los labios, diciendo por primera vez: ¡Padre!
Al iniciarse en la vida de la Iglesia, el recién bautizado experimentaba el hecho de ser hijo dilecto del Padre por medio del sacramento del bautismo.
El Dios que aparecía muchas veces lejano, el Todopoderoso, el Creador, el totalmente Otro, y que sigue siéndolo, aparece con la figura de la paternidad más cercano al hombre. Se sentía el neófito profundamente tocado por esa verdad, sabía que ya no caminaría solo por este mundo, ya que estaba acompañado por el Padre, por aquél que lo había elegido desde toda la eternidad como hijo suyo.
Ahora bien, todo don recibido se prolonga con una tarea a realizar.
Así lo entendía el recién bautizado, y hemos de intentarlo también nosotros, velando para que el nombre del Padre sea santificado.
Y, ¿qué significa ser santificado? Santificamos el nombre del Padre trabajando para ser nosotros santos. El mismo Jesús lo dice en una oportunidad “Sean santos como el Padre Celestial es Santo” (Mateo 5,48). Descubrimos de esa manera que estamos llamados para la santidad que no es imposible de alcanzar y vivir con la ayuda del Señor.
En este camino de santidad el hombre logra su perfección, ya que no estamos llamados a la chabacanería, o a lo que nos llena de vergüenza como recuerda San Pablo, sino convocados a vivir la grandeza de hijos de Dios y poder llamarlo Padre.
Pero esto nos vincula con los demás hijos del Padre, con los hermanos, por eso en esta oración pedimos que Dios nos perdone como perdonamos a nuestros hermanos. De hecho el mismo Jesús nos enseña que para obtener el perdón del Padre hemos de perdonar a los hermanos.
¡Cuántos en este mundo se debaten en medio del odio a su familia, o a los que fueron amigos, o a otras personas! Es porque no han descubierto que su filiación es también la filiación del otro, y como yo llamo a Dios Padre, también los otros deben llamarlo de la misma manera.
Tenemos un único Padre que no hace acepción de sus hijos, porque a todos llama por igual a la plenitud y, para alcanzarla, envió a su Hijo hecho hombre a entregar su vida en la Cruz. Descubrir la paternidad divina nos lleva a descubrir la filiación de cada uno de nosotros y la realidad de que somos hermanos en el único Hijo, Jesucristo.
En su paternidad, el Padre entrega sus dones con abundancia a todos, “danos el pan de cada día”. Pan material para el sustento del cuerpo, pero también el pan de su palabra, el pan que hemos de compartir con los otros. El pan del consuelo, del consejo, del amor, de la amistad, de todo aquello de bueno que el Señor siembra en el corazón de cada uno.
De ese modo, hermanados con todos podemos caminar a la meta del encuentro definitivo con el Padre, el cual nos entrega su gracia para luchar y vencer las tentaciones de este mundo. No pedimos librarnos de la tentación, sino de no caer en las mismas. Hijos de Adán somos, tentaciones tenemos, pero podemos superarlas con la ayuda divina para llegar al reino futuro prometido viviendo aquí el Reino inaugurado por el Señor con su presencia entre nosotros.
En la oración hemos de pedir no sólo por nosotros, sino por los demás, los que están equivocados o viven en el pecado, los que tienen como modelo de vida no el seguimiento de Cristo, sino lo que los denigra como hijos del Padre.
Pedir con insistencia, golpeemos, supliquemos y encontraremos, pero siempre requiriendo aquello que implica ir creciendo en esta amistad con el Padre y la vida cristiana, no pedir lo que es inconveniente para nosotros. Como el chico se enoja cuando el padre no le da lo malo que pide, así también el Padre del cielo no nos da lo que no nos conviene, produciendo muchas veces nuestra incomprensión para con Él.
De allí que en su negativa estamos percibiendo una enseñanza muy buena: pedir sólo lo que conviene a nuestra salud espiritual, y lo que nos permite unirnos más al Señor en primer lugar, y Él se encargará de otorgarnos la “añadidura” que necesitamos en el orden temporal, en segundo lugar.
Por la experiencia de Dios que tenemos en esta liturgia, pidamos a Jesús que nos siga enseñando, solicitemos que siempre seamos fieles a lo recibido para llevarlo a la práctica cada día.

Cngo Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año, ciclo “C”. 25 de Julio de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com.-

23 de julio de 2010

De la contemplación del Señor a la fortaleza de la acción.


“Felices los que guardan la palabra de Dios con un corazón bien dispuesto, y dan fruto gracias a su constancia” (Cf. Lc. 8,15), cantamos en la antífona aleluyática previa a la proclamación del evangelio. Promesa de felicidad que el Señor hace a toda persona que se dispone interiormente para escuchar a su Dios. Ahora bien, este querer guardar la palabra de Dios que fructifica en el corazón del hombre ya comienza a vislumbrarse en el Antiguo Testamento.
Abraham ha reservado en su interior la promesa del Señor que tendría un hijo (Gén.15), esperándolo confiadamente a pesar de las dificultades. Seguirá con su misma forma de hospitalidad hacia el Señor, representado en estos tres hombres que se acercan a él, y que según los Padres de la Iglesia son un anticipo de la Trinidad, revelada plenamente en el evangelio. Abraham los recibe y se entrega totalmente a través de los dones que prepara como signo de hospitalidad ante quienes vienen a su encuentro. Por medio de uno de ellos se le asegura que el niño nacerá un año después.
Abraham escuchó la palabra, la guardó y fructificó a su tiempo. Por eso no es de extrañar la actitud de Sara que al escuchar la ratificación de la promesa para después de un año se va reír pensando en la imposibilidad de esto a causa de la vejez de ambos, como señala a continuación el relato bíblico (cf. Gén. 18,12). Ella no había guardado confiadamente en su corazón la promesa hecha por el Señor, y por eso es incapaz de creer.
Le sucedió lo mismo que a Marta, esta mujer que recibe a Jesús en su casa. Tanto una como otra, ocupadas en los quehaceres de la casa no caían en la cuenta de la necesidad de guardar la palabra de su Señor.
En sí mismo no está mal preocuparse por las tareas domésticas. Pero Jesús quiere llamar la atención sobre algo muy común en la naturaleza humana. En efecto, vivimos a las corridas, todos los días detrás de las preocupaciones, de los proyectos, de las limitaciones nuestras, de lo que va a venir, de un futuro que no sabemos si vamos a alcanzar, de un pasado que ya no existe, de un presente que nos atiborra de noticias, de situaciones y de problemas y que inquietan el corazón. Jesús por el contrario nos invita a recoger nuestro espíritu cada día para prepararle lugar en nuestro corazón.
Cuando venimos a la Iglesia el domingo, a celebrar la Eucaristía, a ofrecer el sacrificio del Señor al Padre junto con el nuestro, acudimos a encontrarnos con Él, que quiere entrar en nuestra casa, en nuestro hogar, en nuestro corazón y nuestra vida. Él quiere que lo escuchemos, que dejemos nuestras preocupaciones atrás, que no nos interesen el celular o los mensajes de texto, o lo que nos tiene sacados y olvidados de atender la única voz que vale la pena percibir siempre, la suya.
Por eso Jesús dirá a Marta que se inquieta por muchas cosas y que María ha elegido la mejor parte que no le será quitada.
Porque de hecho en esta vida nosotros perdemos todo o podemos perderlo, sin que esto dependa incluso muchas veces de nuestra voluntad.
Lo único que el ser humano no pierde a no ser que quiera, porque depende de sí mismo, es el encuentro con el Señor. Perdemos o podemos perder la salud, la fortuna, el honor, la fama, los amigos, la vida. En cambio, la amistad con el Señor, nunca la malogramos si no queremos. De allí la afirmación de que María eligió la mejor parte que no le será quitada.
Al escuchar confiadamente al Señor, María se ofrece totalmente como lo hizo en el Antiguo Testamento el mismo Abraham. Jesús nos deja la enseñanza que para la vida de todos los días es necesario escucharlo y contemplarlo a Él, para que de esa contemplación y de esa escucha demos fruto abundante, es decir, tenga sentido la vida activa.
Estas dos mujeres representan de alguna manera la vida contemplativa –María- y la activa –Marta- que no están separadas sino que deben complementarse. Porque la vida activa necesita de esa luz que proviene del encuentro con el Señor que le da sentido a las preocupaciones, a los problemas, a cómo hemos de afrontar lo que nos sucede cada día, tanto las cosas buenas como las malas.
Muchos acontecimientos con frecuencia nos desesperan, y esto porque no hemos pasado antes por ese encuentro personal con el Señor que siempre aquieta nuestro espíritu dándole sentido a todo lo que sucede.
Por eso el cristiano cuando une esa vida contemplativa con la activa, es contemplativo en la acción –como enseña san Ignacio de Loyola- y entiende cada vez más cómo en definitiva la vida humana está en manos de Dios ya que nada escapa a su Providencia.
Aún los hechos negativos que tenemos que soportar, siempre son para nuestro bien y, Dios quiere sacar incluso de lo malo buenas cosas.
De allí la necesidad de capitalizar nuestra vida, nuestra experiencia, y darle un sentido nuevo, totalmente diferente a lo que nos acontece, confiados en que la palabra del Señor nos irá dando las respuestas.
En estos días hemos vivido quienes creemos, una experiencia desagradable, pero aún allí estuvo presente el Señor que viene a enseñarnos.
En efecto, también a través de la permisión del mal, Él quiere decirnos que está por encima de todo ello, que con su providencia guía al mundo hacia la meta final, al encuentro con el Padre del Cielo.
Es cierta la probabilidad que muchos queden en el camino como fruto del pecado y de la obstinación en el mal o el rechazo de Dios, pero no por eso el plan de Dios deja de realizarse, ya que los mismos sucesos nos van enseñando muchas cosas en relación con la vida diaria.
Descubrimos, por ejemplo, que la ley aprobada pretendiendo cambiar la institución matrimonial, fue programada y preparada sistemáticamente por medio de un lavado de cerebro permanente de la población en general. Medios de difusión, no todos, cómplices de estas ideologías, sirvieron de herramienta en programas o paneles radiales y televisivos, o en escritos de opinólogos, para instalar un nuevo pensamiento cuasi “colectivo”
Poco a poco fue introduciéndose en la población desprevenida términos como igualdad de derechos para todos; la discriminación –palabra que nos aterra más que el espíritu del mal o el infierno, en los cuales ya no creen según parece hasta no pocos legisladores- como acusación cuando no se iguala a todos; la cultura democrática como superadora de lo medieval, etc. Y nosotros insensiblemente nos arriesgamos a perder el sentido de la verdad, de las cosas mismas, porque no escuchamos la palabra del Señor.
Jesús en el texto de Marcos (cap. 10, 2 y sgtes) nos dice hablando del divorcio –remitiéndose al libro del génesis-, que desde el principio no fue así ya que Dios nos hizo varón y mujer y, que el varón dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer y llegar a ser los dos una sola cosa.
De esa manera la palabra de Jesús nos ilumina, -si estamos como María de Betania dispuestos a escucharlo-, con una verdad incontrastable, de modo que aunque otras propuestas puedan ser presentadas para alcanzar fuerza de ley civil, carecen de validez para el creyente que ya fue iluminado con la única verdad, por el Maestro del cual somos discípulos.
Fundados por lo tanto nosotros en las enseñanzas de Jesús no sólo nos afirmamos en la verdad recibida como don, sino que al mismo tiempo descubrimos la tarea inherente a esa verdad, es decir, el deber de enseñarla a los demás, niños, jóvenes, hijos, amigos y familia toda.
Se nos preguntará en distintos grupos humanos, quizás bajo la influencia de otras voces, ¿de dónde sacaste esa afirmación? Es el Señor quien me lo ha enseñado, y para mí, desde la fe, es suficiente- ha de ser nuestra respuesta.
Cuando se vive de la fe, esperanza y de la caridad, como imploramos como don en la primera oración de esta misa, no necesitamos de otras voces que nos aturden, nos confunden, que nos sacan de la única verdad.
Eso es lo que Jesús le está diciendo a Marta de Betania: “no te distraigas, no escuches tanto lo que se dice en la radio, en la televisión o se lee en los medios escritos. No idolatres lo que afirma uno u otro con aires de sabelotodo, ya que al agregar a su ignorancia la soberbia, se cae fácilmente en la necedad. ¡Escúchame a mí, como lo hace María tu hermana!”.
María que está a los pies del Señor, con la actitud propia del discípulo que escucha a su Maestro, nos está diciendo que siguiendo su ejemplo recobraremos fuerzas para seguir en nuestra misión evangelizadora.
En estos días pude comprobar muchos enojos, tuve la oportunidad de hablar con no pocas personas sobre esta ley discriminadora de la verdad y entronizadora de la ficción e intuir el futuro negro que se avecina a todos.
De estas vivencias constatamos una vez más, que es la palabra de Dios la que ilumina los acontecimientos y no la de los hombres.
Dios se ríe de quienes pretenden cambiar lo que Él mismo diseñó en la naturaleza de las cosas dándoles su propia identidad. Podrán igualarse realidades distintas, pero tarde o temprano estas invenciones se derrumbarán por sí solas, ya que se sustentan sólo en la mayoría voluntarista ocasional de quienes debieran ocuparse del bien común.
Escuchábamos recién a San Pablo que se dirigía a los colosenses (cap. 1, 24-28), -y por lo tanto también a nosotros-, decir que él fue enviado a manifestar el misterio oculto desde siempre, el que Cristo “es la esperanza de la gloria”, asegurando que este Misterio de salvación es revelado a los santos. Y, ¿Quiénes son los santos en el lenguaje paulino? La gente que vive en gracia de Dios, que busca el bien y agrada a su Señor.
De allí que no debe extrañar el escuchar que legisladores, gobernantes e incluso sacerdotes dicen ser católicos pero no piensan ni obran como tales.
Son católicos de nombre, ya que habiendo recibido el mensaje de Cristo como Hijo de Dios, no lo han encarnado en sus vidas, iluminándolas con esa verdad. Recibir no es sólo creer en Jesús sino que implica adherirse de mente y corazón a esa verdad fundamental para nuestra existencia humana.
Cuando se hacen esas especies de jugarretas mentales diciendo “soy esto, pero no lo soy o pienso distinto a lo que digo que soy” es porque no hubo adhesión al misterio central del cristianismo que es Cristo Nuestro Señor.
La palabra de Dios nos enseña, nos educa, nos forma, por la contemplación del Señor. Pero al mismo tiempo nos enseña a tener memoria cuando actuemos en la acción política sin apoyar a quienes demuestran tener discursos que van de la mano con ideologías anticristianas, aunque afirmen que son católicos.
No todos los que actúan en política son ineptos o buscan su propio interés. Hay quienes se juegan incluso por los principios que están antes de la fe misma, presentes en el origen del hombre.
La memoria nos ayuda a pasar de la contemplación de la palabra del Señor a la acción. De la vida contemplativa a la activa. O sea que el bautizado debe salir del sueño en el que está inserto con frecuencia y comprometerse en acciones positivas, que transformen nuestra Patria. El cristiano ha demostrado en estos días que cuando es convocado por una causa noble es capaz de hacerse presente y reclamar lo que es justo para cambiar esta situación en la que nos vemos postrados.
¡El Señor tiene sus tiempos y manifestará con hechos concretos qué es lo que quiere de nosotros levantando a nuestra Patria que ha nacido cristiana de tanta postración! Vayamos a su encuentro, pidamos su luz y, obremos apoyados en su fuerza.

Cngo Ricardo B. Mazza. Homilía en el XVI domingo ordinario, ciclo “C”. 18 de Julio de 2010.-

17 de julio de 2010

Invitados a caminar en el verdadero amor.


En la primera lectura tomada del libro del Deuteronomio (30, 10-14) se hace mención a la necesidad de que el pueblo de Israel escuche al Dios de la revelación y ponga en práctica su palabra. Ésta no es inalcanzable para el entendimiento humano, ni imposible de encarnar en la vida de todos los días por una voluntad que se dirija siempre al bien. De esa manera cada persona pondrá de manifiesto su conversión al Creador. La fidelidad al Dios de la Alianza caracterizada por la lealtad a su ley, constituye para ellos una respuesta concreta a los abundantes dones recibidos permanentemente por Aquél que nunca se deja ganar en generosidad. Él se manifiesta de esa manera cuando el ser humano lo busca de todo corazón, lo escucha y sigue su palabra.
El pasaje bíblico proclamado (30,14) nos asegura que el mandamiento divino está escrito en el corazón del hombre desde el principio, corroborado esto por el profeta Jeremías (31,33) cuando enseña que es una ley que no proviene del exterior sino que está impresa en el corazón del hombre. Más aún, el profeta Ezequiel (36, 26-27) hablando de la ley de Dios, afirmará que Dios entrega su espíritu para renovar el corazón humano y capacitarlo para observar el mensaje recibido.
Jesús en el evangelio que acabamos de proclamar (Lucas 10,25-37), realiza plenamente esta interiorización de la palabra divina, ya que nos ayuda a entenderla y a descubrir lo que significa e implica para cada uno.
El doctor de la Ley del relato busca tentar a Jesús con una pregunta innecesaria, ya que él conoce perfectamente la ley, interrogándolo acerca de lo que se ha de hacer para alcanzar la vida eterna.
Como respuesta, el Señor le indagará a su vez sobre lo escrito en la ley de Dios, tratando de profundizar en el tema que se ha iniciado, a lo que el letrado indicará que es necesario amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Con este modo de reflexionar, demuestra el hombre que conocía qué se ha de hacer para alcanzar la meta del encuentro con el Creador.
Sin embargo, para justificar su intervención, pregunta nuevamente ¿quién es mi prójimo?
Jesús sin reprocharle cosa alguna le responderá mostrando la novedad que implica el vocablo prójimo o próximo.
En efecto, para el doctor de la ley el prójimo es quien está cercano a él, ya sea familiar o amigo. Jesús, en cambio, introduce una idea muy particular: quien se acerca al abatido es realmente prójimo o próximo.
Es decir prójimo no es el otro a quien considero como tal, sino que soy yo y cada uno quien se hace prójimo toda vez que nos acercamos al otro a causa de sus necesidades, para socorrerlo.
Jesús lo ejemplifica a través de esta hermosa parábola que acabamos de escuchar. Un hombre -que no identifica por su raza o religión- es asaltado en el camino, despojado de todo, herido y abandonado medio muerto.
Este hombre encarna a todo ser humano que en este mundo está quebrado en el orden espiritual o material, o sea, en todos los aspectos de la vida. Nosotros mismos tenemos experiencia con frecuencia de encontrarnos con tantos corazones heridos o destrozados ya sea por los males que han recibido, o porque no han sido comprendidos, o están llenos de rencor, porque han perdido el honor o la fama, se los ha privado injustamente de sus bienes, o heridos con la peor de las heridas que es el pecado.
De hecho cuando la persona vive en pecado, ha sido asaltada por el espíritu del mal despojándola de la gracia, dejándola medio muerta e incapaz de salir de ese estado por su sola voluntad.
Ante el caído de la parábola, pasan un sacerdote y un levita que no se detienen, sino que prosiguen su camino ensimismados en lo suyo. Estos personajes representan a todo ser humano que pasa junto al que sufre y no se conmueve en su corazón, omitiendo toda acción de consuelo. Es lo que se llama pecado de omisión ya que se deja de hacer alguna acción buena a la que nos apremia la caridad.
Pasa a continuación un samaritano, despreciado por los judíos, no considerado para nada, pero es ese quien se conmueve en su corazón y se acerca al casi moribundo. Cura sus heridas, las cubre con aceite y vino, el aceite del consuelo, el vino de la esperanza. Luego lo lleva en su cabalgadura hasta la posada para que sea atendido debidamente.
Éste fue el que se aproximó, se hizo cercano al herido, y a quien coloca Jesús de ejemplo diciendo “ve tú y haz lo mismo”. Jesús nos enseña así una manera perfectísima para amar al prójimo que consiste en conmovernos ante el dolor del otro llevando nuestro consuelo y ayuda. El mismo Jesús se nos adelanta en relación con esto, ya que Él ha venido para hacerse cercano y prójimo de las miserias de todo hombre.
Esto sucede así ya que como dice San Pablo en la segunda lectura (Col. 1, 15-20) Jesús es la imagen del Padre. Si el Padre se mirara en un espejo, veríamos la imagen de su Hijo hecho hombre. Como “imagen”, Jesús al entrar en la historia humana va introduciendo con gestos y palabras al mismo Padre, de manera que su misericordia se prolonga y comunica a través de su Hijo hecho hombre Jesús, el cual vino a liberar al hombre del demonio, a curar a los enfermos, a enseñarles la palabra de la verdad, a sacar al pecador de sus miserias morales, a iluminar a los que estaban confundidos.
Todo esto que Jesús hace, espera que nosotros también lo hagamos en nuestra vida cotidiana. Y esto porque el hombre por el sacramento del bautismo se ha convertido también en imagen de Jesucristo. Ha sido transformado en su interior y llamado a revivir la persona de Cristo en su existencia de cada día.
Por eso el cristiano se ha de sentir próximo de aquél que necesita de su caridad, de su afecto, de su consuelo y comprensión, y de esa manera hacerlo visible al Maestro.
Queridos hermanos nuestra tarea diaria ha de consistir en aproximarnos ante el dolor ajeno para llevar ese consuelo que viene del Padre.
Pidamos para ello humildemente que la luz de lo alto nos enseñe el camino y, que la fuerza del Espíritu de Cristo nos anime a que así podamos hacerlo.


Cngo Ricardo B. Mazza. Homilía en el domingo XV durante el año (ciclo “C”). 11 de julio de 2010.

8 de julio de 2010

Como “ovejas en medio de lobos”, siempre discipulos del Señor


Los textos bíblicos de las últimas liturgias dominicales hacían referencia al seguimiento de la persona de Cristo. El domingo pasado se hacía mención a tres tipos diferentes de encuentros con el Señor, ejemplos de búsqueda de una vida más plena.
En el texto (Lc.10, 1-12.17-20) que acabamos de proclamar se describe el envío que hace Jesús de los setenta y dos discípulos, número éste que significa su intención de que el mensaje llegue a todo el mundo, a todas las naciones. Elegidos además de los doce, que prolongarán a las doce tribus de Israel en el nuevo Pueblo de Dios.
Los envía el Señor para precederlo en los lugares a los que iría Él mismo.
El texto pone en boca de Jesús que dada la abundante cosecha, hay que rogar al dueño de la mies para que envíe trabajadores a la misma.
El pedido no hace referencia a la siembra, cosa que sería lo más natural, sino levantar lo que ha fructificado, ya que quien siembra es precisamente el Señor. Pero al mismo tiempo el levantar la cosecha implica preparar otra vez el terreno para una nueva siembra, para que así la tierra pueda fructificar nuevamente con abundancia.
En este envío que Jesús hace, da precisiones concretas a los enviados, -que lo son como corderos en medio de lobos-, “no lleven alforja, no lleven dinero, ni sandalias”, porque la verdadera exigencia es poner la confianza como misioneros, no en las cosas, a las que uno siempre busca para tener seguridad, sino en Cristo Nuestro Señor que es quien envía, la roca viva.
Les dirá que cuando entren en una casa dejen la paz que se origina en Él.
De ella habla también hoy el profeta Isaías (66,10-14) asegurando que el Dios de la paz la derramará abundantemente –signo de la era de la salvación- sobre la Jerusalén reconstruida después del exilio, que es un anticipo de la Jerusalén del Nuevo Testamento, la Iglesia, y preparación para llegar a la Celestial.
Jesús conocedor de la Escritura está, por cierto, pensando en los dichos de Isaías respecto al don de la paz cuando solicita que la dejen a quienes sean merecedores de recibirla, haciéndoles sentir que la paz no es mera tranquilidad sino pleno bienestar en todos los órdenes de la vida humana.
Y esto es así porque Dios es generoso siempre en sus dones, no escatima la participación de su grandeza y, entrega su paz a los corazones bien dispuestos.
De allí que Jesús señale que cuando en una casa no haya nadie bien dispuesto a recibir la paz, ésta volverá a los discípulos.
De la misma manera, cuando vayan de ciudad en ciudad y sean recibidos bien, han de decir “el reino de Dios está cerca de ustedes”, porque ya está preparado el camino para el encuentro con Jesús.
Pero cuando no sean recibidos junto con el mensaje, sacudan hasta el polvo de sus sandalias en señal de reprensión y digan: “de todos modos sepan que el reino de Dios está cerca”.
Ya no de “ustedes”, sino “está cerca”, para que quede claro que es la cercanía del reino en cuanto juicio a causa del rechazo del mensaje predicado, quedando sin embargo siempre a salvo la posibilidad de la conversión.
Nos dice el texto proclamado que al regresar de su misión, volvieron felices los setenta y dos discípulos, en especial por el poder sobre los demonios. Jesús les dirá “yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” refiriéndose a que las fuerzas del mal siempre van disminuyendo en la medida en que es proclamado el evangelio.
Cuando el evangelio es más y más conocido, el maligno y sus seguidores van perdiendo eficacia en su perversa intención contra el ser humano.
Al respecto san Ignacio de Loyola en los ejercicios espirituales de su autoría, destacará que cuanto más es enfrentado el maligno, éste va perdiendo poder e influencia, pero en la medida que vislumbra temor en la persona tentada cobra nuevos bríos y se afirma en su labor demoníaca.
La Palabra de Dios que hemos escuchado, pues, nos invita a ser valientes en la proclamación del mensaje de Jesús, sin miedo, aunque Él nos envíe como corderos en medio de lobos, ya que contamos con su permanente auxilio.
En referencia a esto nos sirve de reflexión lo que hemos vivido el jueves 1° de julio pasado en Santa Fe en “la fiesta de la familia”.
En efecto, a través de la marcha organizada -en particular por los jóvenes-, pudimos testimoniar nuestra convicción que toda familia fundada en el matrimonio de varón y mujer, constituye el basamento de la sociedad toda. Concurrieron adultos, jóvenes, niños, familias, sin distinción de religión o bandería política, siendo palpable la alegría de poder proclamar la verdad del matrimonio que es anterior al cristianismo mismo ya que está presente en la realidad creatural que nos distingue como varones y mujeres, llamados a la complementación y por ello a la plenitud y perfección humana.
En la actualidad, cabe reconocer, hay intentos cada vez más agresivos por acallar esta verdad, pero ella se presenta con total naturalidad desde el ser mismo de la persona.
La concurrencia de diez a doce mil personas –según cálculos de la policía-, sin contar con quienes no pudieron concurrir por razones de trabajo, nos demuestra que cuando queremos testimoniar lo que vivimos y esperamos, tenemos la fuerza y el entusiasmo para hacerlo, sin importar lo que a causa de esto sobrevenga, ya que sabemos fuimos enviados como corderos en medio de lobos, pero sin estar nunca abandonados por el Señor que nos da su paz.
Estamos seguros de que seremos atacados y ridiculizados, como sucedió desde algunos medios con ocasión de esta marcha, pero esto no es más que un signo de la impotencia propia del que no puede acallar la verdad.
Porque aunque ésta sea silenciada en nuestra Patria por no pocos que debieran darla a conocer, sin ceder a presiones ideológicas o dinerarias, igual sigue manifestándose en todo su esplendor, ya que dice Jesús “yo soy la Verdad”.
Aunque el rechazo muchas veces se multiplica contra la naturaleza de las cosas, el Señor nos dice que “veía a Satanás caer desde lo más alto del cielo”.
Es necesario por lo tanto saber escuchar y seguir la invitación que nos hace Jesús de testimoniar con nuestras vidas sus enseñanzas, sin miedo alguno. Convencidos de contar siempre con la firmeza de su apoyo, demos a conocer nuestro sentir, sobre todo teniendo en cuenta que en nuestra patria –cada día más decadente- seguirán otros intentos orientados a la destrucción de la dignidad de la persona humana, pretendiendo imponer el aborto o la eutanasia.
Hemos de manifestar que tenemos las cosas claras, que no nos dejamos manejar por las modas ideológicas, o por los poderes de turno que por conseguir dinero de organismos internaciones no dudan en pretender todo aquello que nos llena de vergüenza.
Deseemos y luchemos por vivir todos de acuerdo a la recta razón y, además conforme a la fe cristiana los que la profesamos. Como Nación hemos sido engendrados y formados en una matriz católica, llamados a continuar con la fe recibida de nuestros mayores.
La palabra de Dios nos deja esta invitación a misionar en la sociedad actual.
Para carecer de ese miedo que muchas veces paraliza al creyente es necesario llegar a vivir lo que hoy destaca el apóstol san Pablo (Gál. 6, 14-18) “yo me gloriaré en la cruz de Cristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo estoy crucificado para el mundo”.
Es decir que ese mundo o cultura, contrarios a nuestro ser cristiano, a nuestra forma de concebir la vida, debe estar crucificado para nosotros, o sea, no han de seducir nuestro ser y vida, debemos tener la fortaleza para desecharlos.
Estar crucificados nosotros para el mundo significa no dejarnos atrapar por esos espejismos de falsa felicidad y bienestar que ofrece el mundo.
Como San Pablo afirmémonos en la seguridad que nos da Cristo y su evangelio, rechazando las argucias de quien es mentiroso desde el principio y busca destruir siempre la verdad.

Cngo Prof. Ricardo B. Mazza. Director del Grupo Pro-Vida “Juan Pablo II”. En Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo XIV durante el año, ciclo “C”. 04 de Julio de 2010.

2 de julio de 2010

El seguimiento de Cristo, es vivir en el esplendor de la verdad.


1.-El seguimiento de Cristo, es vivir en su verdad
En la primera oración de esta misa se nos recordaba que por ser hijos adoptivos de Dios nos hemos transformado en hijos de la Luz y, pedíamos al Señor que brille siempre en nosotros el esplendor de la verdad.
El Señor nos responde siempre esta súplica ya que con sus enseñanzas nos va mostrando el camino para vivir en el esplendor de la verdad, que es Él mismo, y así, con esta luz interior, dirigirnos decididamente junto a su Persona a Jerusalén, anticipo del reino que no tiene fin.
La palabra de Dios nos sigue enseñando hoy, mostrándonos como punto central el tema del seguimiento que hace libre al ser humano.
El domingo pasado escuchábamos en el evangelio el anuncio de la muerte de Jesús en Jerusalén. Hoy san Lucas refiere que caminó decididamente a Jerusalén, para culminar su misión por este mundo.
En el trayecto se encuentra Jesús con distintos tipos de personas que son llamadas para seguirlo, continuando de este modo con lo que ya el domingo pasado el Señor reclamaba invitándonos a la negación personal y tomar su cruz cada día, para proseguir siguiéndolo, con la transmisión del evangelio.

2.-El seguimiento en el Antiguo Testamento.
Pero este seguimiento, con sus singularidades propias, tiene su antecedente en la descripción que hace el libro primero de los Reyes (19, 16. 19-21), con el llamado que Dios hace a Eliseo para la misión profética.
El texto bíblico nos ubica sobre quién es Eliseo. Goza de una holgada posición económica, -la posesión de doce yuntas de bueyes en ese tiempo certifica esto-, y el profeta Elías enviado por Dios, arroja sobre él su manto, -signo de la investidura profética- .
Eliseo entiende lo que significa el signo, pide ir a despedirse de los suyos y, a diferencia de Cristo en el evangelio, Elías le concede lo solicitado, posiblemente porque entendió esto como una forma de despegarse de todo su pasado, de su presente y de su futuro.
De hecho, hay signos que abonan esta interpretación, ya que sacrifica a los animales, hace fuego con los arneses y distribuye la carne asada entre sus servidores. Señales éstas propias de alguien que se desprende de todo aquello que era vital en su vida, para seguir el llamado que el Señor le hiciera a través de Elías.
Eliseo aparece así como un hombre desprendido, que ha entendido que para vivir la vocación de profeta no puede retrasarse, no puede dejar para mañana lo que se le pide hoy en un gesto de total despojo de sí.

3.-El seguimiento en el evangelio.
Esta misma tónica de interpelación y llamado al seguimiento aparece claramente en el evangelio (Lucas 9,51-62) recién proclamado, que se presenta como signo de contradicción con el rechazo que soporta el Señor.
En efecto, mientras es resistido en un pueblo de Samaría, -anticipo de lo que sufrirá en Jerusalén-, sigue llamando a diferentes personas para que continúen su obra, interpelando las conciencias, desechando la violencia sugerida por los “hijos del trueno” Juan y Santiago, como diciendo “el juicio de Dios vendrá en su momento, esta es la hora de ir a Jerusalén y aceptar lo que allí sobrevenga”, esto es, morir por la salvación del mundo.
Y se encuentra en el camino con quien le dice “te seguiré adonde vayas”. Ante esto, Jesús no anda con medias tintas, no minimiza la exigencia de la entrega para evitar que se le escape un posible seguidor si es muy exigente, sino que responde “las zorras tienen sus cuevas y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza”.
El Señor sabe que el hombre busca siempre el nido, la cueva, -signos de calor hogareño, de seguridad, de “instalarse” en un esquema concreto de vida-, mientras que el seguimiento de su persona encarna siempre el desafío de no saber que pasará mañana, dónde se ha de reclinar la cabeza. El nido, la cueva, la seguridad del que sigue a Cristo no está en las cosas de este mundo que ofrece la sociedad, sino en el mismo Señor, Él es la roca, el que otorga firmeza y seguridad a la vocación.
Y Jesús sigue caminando y al encontrarse con otro toma la iniciativa diciéndole “sígueme”, como le dijera a Mateo en su momento con la consiguiente y espontánea respuesta de seguirlo por parte de éste.
En este caso la respuesta será “deja que entierre primero a mi padre”, a lo que el Señor indicará enérgicamente y hasta con dureza para nuestros gustos, acostumbrados a una sociedad blandengue, que no exige demasiado, “deja que los muertos entierren a sus muertos”.
En efecto, la sociedad, las costumbres y cultura de nuestro tiempo nos han acostumbrado a ser tan débiles, que las exigencias del evangelio no hacen más que chocar con nosotros mismos y estructuras vivenciales.
Ante la afirmación del Señor, “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el reino de Dios”, nos preguntamos, ¿por qué estas palabras? Porque acompañar al padre en el momento de su muerte y sepultarlo, equivalía a recibir la herencia no sólo de fortuna sino de la tradición familiar, de su pueblo, a la que había que conservar y transmitir a los demás. Implicaba un “asentarse” y afirmarse en lo que se recibía, impidiendo esto por cierto una total disponibilidad para el evangelio.
Jesús, en cambio, está proponiendo “algo nuevo”, la novedad de despojarse de toda atadura para comenzar a anunciar la Buena Nueva, a Él mismo.
Invita a dejar lo que pertenece al pasado para abrirse al horizonte nuevo de predicarlo, desde el presente, continuando su obra.
En su caminar decidido a Jerusalén, se encuentra con el tercero quien le dice: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia”. La respuesta del Señor no se hace esperar señalándole, “el que pone su mano en el arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios”.
Es la condición que pone la gente que no se decide, instalada en su mundo, en sus cosas, en sus afectos, por buenos que sean y, que impiden el despojarse de todo para seguirlo a Jesús en esta misión nueva que propone a la generosidad humana.

4.-La libertad como condición del seguimiento.
No está mal amar a la familia, sino el que ese afecto impida a la persona ser totalmente libre para ponerse a disposición de la causa del anuncio del evangelio con todo lo que esto implica
El texto que hemos proclamado pone por lo tanto como condición de seguimiento el despojo de uno mismo que supone la renuncia de todo aquello que puede ser atadura. Por eso, el que es totalmente libre puede seguir al Señor con la libertad de los hijos de Dios de la que habla S. Pablo.
El verdaderamente libre vive movido por el Espíritu y no por las obras de la carne, nos dirá el Apóstol escribiendo a los gálatas (4,31-5,1.13-18).
En cambio, el esclavo, es quien vive atado a la carne, al pecado, del que fuimos liberados por Cristo.
Ser libres no es apertura para el libertinaje sino para el Señor, deshaciendo toda atadura que frene una entrega incondicional al que nos liberó.
El cristiano salvado por Cristo, -libertad que se recibe en el bautismo-, sabe que la carne lucha contra el espíritu y éste contra la carne, ya que hay antagonismo permanente.
De allí la necesidad de dejarnos guiar por el Espíritu de Cristo y no regresar a la condición de esclavos que se alcanza por el pecado.
La libertad induce esa orientación hacia Dios y a los hermanos, lejos del egoísmo, servidores unos de otros, llevando a su plenitud el “amarás al prójimo como a ti mismo”.
Ahora bien, todo esto del seguimiento y de la vocación, no sólo se ha de interpretar como refiriéndose únicamente al sacerdote o al consagrado, sino que toca el corazón de todos los bautizados.

5.-El seguimiento en el matrimonio y toda vocación cristiana.
Para poder seguir a Cristo por medio de la vocación matrimonial, a través de la profesión, del trabajo, del mundo de la cultura, es necesario primero alcanzar ese desprendimiento de corazón para libres de toda ligadura, entrar de lleno en aquello que el Señor nos reclama.
Y así, si un muchacho y una chica deciden casarse han de ser libres –sobre esto pregunta el sacerdote cuando los prepara y el día del matrimonio-, dispuestos a vivir una libertad que va más allá de la decisión personal, que supone también libertad de uno mismo y de todo aquello en lo que el ser humano se ha instalado y que puede después resultar un impedimento serio para realizar un proyecto de vida.
En mis largos años de sacerdocio he comprobado que muchos fracasos matrimoniales fueron causados por la falta de libertad o incapacidad personal de los contrayentes, o al menos de uno de ellos, por despojarse de los egoísmos, como señala San Pablo, o liberarse de aquellas visiones propias de solteros, para abrirse a la disponibilidad y decisión de un proyecto de vida matrimonial y familiar según el designio de Dios, que involucre a ambos cónyuges.
No se termina a veces de dejar las ataduras con las que se llega al matrimonio, siendo una de ellas el permitir la intromisión de otros, especialmente la de los padres de alguno o de los dos contrayentes, que llega herir de muerte la misma vida matrimonial. No se trata de no amar a la familia que se ha dejado atrás para comenzar algo nuevo, sino de poner las cosas en su lugar desde el comienzo de la nueva vida.
El proyecto matrimonial supone una renuncia que a veces se percibe ausente cuando la vida en común da paso al individualismo más profundo, en el que cada uno quiere vivir como si no estuviera casado o se revive la adolescencia que ya se ha perdido, o pretendiendo transitar por una ficticia realización personal, o proyecto individual que olvida a la otra parte.
En el mundo de la profesión, en el trabajo, en el sacerdocio, en lo que cada uno ha asumido como vocación propia, es necesaria la libertad de los hijos de Dios que permita santificarnos y evangelizar al mundo.
Pidamos la luz de lo alto para que en las opciones de cada día vivamos en el esplendor de la verdad del seguimiento desinteresado al Señor.


Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XIII durante el año, ciclo “C”. 27 de Junio de 2010.