24 de abril de 2010

Como creyentes bautizados proclamemos que Él, “Es el Señor”.


El evangelio (Juan 21, 1-19) nos presenta cómo aconteció la tercera aparición de Jesús a sus discípulos. De una manera sencilla describe que Pedro decide ir a pescar, que manifiesta su deseo a los apóstoles que están con él, y que éstos –seis en total- deciden acompañarlo. Si bien es pescador de hombres –para eso lo ha llamado el Señor- no ha dejado de lado esta labor que desempeñaba antes de la elección misma de la que fue objeto.
El texto proclamado narra que subieron a la barca. Barca que siempre fue signo de la Iglesia, en la que está timoneando Pedro, ya sea por sí mismo como en este caso, ya sea por sus sucesores los papas del futuro.
Los otros apóstoles anticipan aquí la persona de los ulteriores obispos sucesores de ellos mismos, es decir el episcopado como colegio. Toda una imagen justamente de la Iglesia.
Y entran al mar en medio de la noche. No pescan nada. Esa noche que es signo de tantas noches que en el transcurso del tiempo ha tenido la Iglesia, porque si bien como institución divina es santa, es también pecadora en sus miembros, nosotros los bautizados.
Entrar en la noche a pescar y fracasar en el intento, es un hecho que pareciera señalar que la prédica de la Iglesia cae en saco roto muchas veces. Es la noche del fracaso y, por eso están abatidos.
Pero pasada la noche viene la luz, el amanecer, ya que está Cristo en la orilla, el cual es visto en ese momento porque hay luz, pero que ya estaba presente junto a los apóstoles, guiándolos sin que ellos lo supieran, atento a lo que sucedía en la barca.
Y he aquí que el Señor sabiendo que nada han sacado del agua, les dirá “echen las redes a la derecha de la barca”. La pesca que resulta es abundante, ciento cincuenta y tres peces grandes colman las redes.
Esa plenitud de las redes está expresando la catolicidad de la Iglesia que estará presente en medio del mundo. Iglesia conformada por peces buenos y malos. Iglesia que es universal y que hasta el fin de los tiempos estará presente en medio de los pueblos.
Y nos dice el pasaje evangélico, que allí entonces Juan exclama: “Es el Señor”. Es el descubrimiento que hace el amor. Imposible descubrir a Cristo si no hay amor. Imposible encontrar a Cristo si Él no ocupa el centro del corazón humano.
Por eso los discípulos de Emaús, -como meditábamos el domingo de Pascua por la tarde- a pesar que al principio no se dan cuenta sobre la identidad de quien los acompaña, terminan por conocerlo al partir el pan, y esto porque Jesús está en el centro de sus corazones.
El amor a Jesús, -por parte de las mujeres, de Pedro y Juan-, los conduce a buscarlo en la tumba vacía. El amor siempre descubre la presencia de Jesús, incluso en situaciones en las que no se lo espera.
“Es el Señor” dice Juan, pero es Pedro, el elegido para conducir la Iglesia de Cristo, quien se adelanta para encontrarse con el resucitado.
Y allí comen juntos los discípulos con el Señor. Entran en comunión a través del signo del pan, entran a participar de la vida de Cristo y entre sí, y así fortalecidos surge este compromiso tan radical de Pedro con el Señor. Y así escuchamos que cuando le hace la triple pregunta “¿Simón me quieres?”, responderá Pedro –“Sí Señor, tú sabes que te quiero”.
Esta triple pregunta recordará la triple negación durante la Pasión, no con actitud de echarle en cara al apóstol su negativa del pasado, ya que está perdonado, sino para recordarle que para no caer en lo mismo otra vez debe afirmarse en Él.
En efecto, Pedro negó al Señor cuando se afirmó en sí mismo: “yo jamás te negaré”. Descubrimos así, que cuando el ser humano se funda en su propia persona, en la falsa seguridad de su nada, prescindiendo del Señor, inexorablemente cae.
De la nada nuestra hemos de buscar la firmeza que nos viene de Cristo.
“Apacienta mis ovejas”- le dirá Jesús a Pedro. Tú eres el cuidador de mi rebaño -pareciera decirle, “apacienta mis ovejas”, pero acuérdate que esto no es privilegio sino que vendrá la cruz, y le anuncia la forma en que ésta se hará presente al fin de sus días especialmente.
Por eso el sucesor de Pedro, el Sumo Pontífice, debe tener claro este anuncio del Señor, porque en la medida que es fiel a la palabra del resucitado que lo interpela, y a las tres veces que dice “Tú sabes que te quiero”, poniendo en práctica esto en su enseñanza y en su vida, recibirá persecución, rechazo, odio, como muchas veces acontece, especialmente en nuestros días.
Pero esto debe fortalecer más su espíritu para ir al mundo llevando el mensaje de Jesús.
El libro de los Hechos de los Apóstoles (5,27-32.40-41) en el texto que hemos proclamado hoy nos dice que Pedro y los apóstoles están ante el sumo sacerdote que los interroga acerca de la predicación que sostienen sin descanso: “¿No les habíamos prohibido enseñar en nombre de ese?”, es decir de Cristo. Y Pedro conjuntamente con los demás apóstoles contesta: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Hermosa respuesta que nos deja una enseñanza para toda nuestra vida, la de obedecer siempre las enseñanzas del Señor y no la de los hombres.
Muchas veces la tentación nuestra de cada día es la de proclamar como verdad los criterios del mundo, dejando de lado lo manifestado por Dios, haciendo caso omiso hasta de sus mandamientos, si se oponen –como con frecuencia sucede- con las aparentes razones de nuestra cultura increyente.
Bien deberían escuchar esta parte del evangelio muchos legisladores que prefieren escuchar no a Dios sino a los hombres, y coquetean con leyes como la del matrimonio homosexual o el aborto, presionados por estos llamados colectivos ideológicos que pululan en nuestra Patria. Para estos que se consideran representantes del pueblo y, que jamás lo escuchan, puede más la voz de un grupúsculo que la voz de Dios.
Los católicos- y los que se dicen católicos- hemos de recordar siempre esto que dijo Pedro: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, aunque eso signifique como le pasará a Pedro el ser azotado, despreciado, y que le sigan prohibiendo que hable de Cristo.
Dice el libro de los Hechos al respecto que los apóstoles “salieron contentos por haber sufrido por la causa de Cristo”.
¡Qué difícil es salir contento por padecer por la causa de Cristo! ¡Qué fácil es salir corriendo, esconderse, decir que no me meto en esto y que se las arregle Cristo en resolver los problemas, porque yo no quiero líos, problemas o dificultades con el mundo que reclama cada vez más la fidelidad a la mentira!
Muchos políticos dicen que han de ser fieles al partido y, por ello son infieles muchas veces a Dios, traicionando la verdad y el bien en el altar de la idolatría de ideas extrañas no sólo a la fe sino también a la naturaleza de las cosas, al hombre mismo.
Pedro dará la cara por el Señor, está seguro porque se afirma en Cristo, el resucitado, el que Vive para siempre, y porque tiene la convicción que algún día va a encontrarse en el número de aquellos que describe el libro del Apocalipsis (5,11-14), como una muchedumbre inmensa que da gloria a Dios y que repite sin cesar mirando al Cordero sacrificado que es Cristo, “A Él la gloria y el poder para siempre”, ya que como nos decía Juan el domingo pasado, es el principio y el fin, el que está vivo para siempre.
Esto nos debe dar a nosotros una seguridad tan grande que nos permita vivir en este mundo a pesar de las dificultades que soportamos para vivir la fe, nos debe dar fuerza para seguir adelante y continuar presentando el Evangelio sin angustiarnos por el avance cada vez mayor de lo antinatural en nuestra Patria, ya que Dios se encargará de poner orden y racionalidad en el momento que Él quiera. Por nuestra parte, por supuesto, hemos de poner nuestro granito de arena para ser fieles al Señor y predicar el evangelio tal como lo conocemos y tal como lo hemos recibido.
No tengamos miedo, escuchemos la voz de Cristo que nos dice: “Echen las redes a la derecha”, donde yo les digo, allí trabajen que yo estaré con ustedes.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en III° domingo de Pascua, ciclo “C”. 18 de Abril de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; www.nuevoencuentro.com/provida.-

17 de abril de 2010

PARA COMUNICARLA, RECIBAMOS LA DIVINA MISERICORDIA.


Podemos imaginarnos el cuadro que nos presenta el texto del Evangelio. Están los discípulos encerrados, las puertas clausuradas, por miedo a los judíos. Temen que les pase a ellos lo mismo que le sucedió a Jesús. Y he aquí que Jesús se presenta en medio de ellos y les dice:”La paz esté con ustedes”, tranquilizando el corazón de estos hombres temerosos.
Les quiere enseñar que si Él está con ellos nada tienen que temer, como repitiendo a cada uno de los presentes lo dicho a Juan: “No temas, Yo soy el primero y el último, Yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del Infierno” (Apoc.1, 17 y 18), o como dice San Pablo escribiendo a los cristianos de Roma:”Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros”.
Quiere dejar el mensaje que su ser de resucitado es una presencia viva, no es algo intelectual o imaginario, algo anecdótico, algo piadoso que se le cuenta a la gente, sino que es una realidad. El Señor ha entrado en nuestra vida, en nuestra historia personal, y se ha quedado en ella.
El domingo pasado por la tarde recordábamos cómo Jesús acompañaba a los discípulos camino a Emaús. Él quiere caminar junto a y entre nosotros.
Y aquí quiere decirles a los apóstoles “no teman, yo estoy con ustedes”, ya que como culminación de la Pascua redentora, nos deja un regalo más, el sacramento de la Reconciliación.
De allí que soplando sobre ellos afirma “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a quienes se los perdonen, y serán retenidos a quienes se los retengan”.
Si bien es cierto el sacramento del Orden Sagrado fue instituido en la Última Cena, el Señor quiere darle un marco especial a la creación de este sacramento de la Reconciliación. Y lo hace en este clima de la Pascua.
¿Por qué puede decirle a los apóstoles que pueden perdonar los pecados o no en su nombre? Porque Él ha muerto y resucitado. Porque la muerte de Cristo significó sepultar los pecados del mundo -como lo recordaba San Pablo en una de las lecturas del domingo pasado- y la resurrección implicó darnos la vida nueva.
Este sacramento del perdón, nosotros lo celebramos como Iglesia, de una manera especial, justamente hoy, el domingo de la divina misericordia, fiesta que desde hace algunos años se celebra el segundo domingo de Pascua.
Se quiere hacer hincapié en este don de lo alto que es la misericordia de Dios. Cristo que es el Hijo predilecto del Padre ha sido enviado para nuestra salvación y nos manifiesta justamente la misericordia del Padre de cada uno de nosotros.
En las revelaciones que hace Jesús a Santa Faustina, a quien elige como instrumento para que lleve al mundo esta devoción de la divina misericordia, le recuerda que en el sacramento de la Reconciliación a través del sacerdote está presente Él y que viene a traernos el abrazo del Padre, a recibirnos en el sacramento del perdón.
Insiste en que es necesario llevar el mensaje de la misericordia al mundo, a los pecadores, que somos todos nosotros, indudablemente.
Y una de las cosas que permanentemente pide el Señor es que lo amemos como somos.”Ámenme como son ustedes”, dice el Señor resucitado.
Si uno espera para amar a Cristo estar convertido, nunca llegará a amarlo, ya que estaremos a la puerta de la muerte y todavía nos faltará algo para convertirnos en profundidad.
Por eso dice Jesús, “ámenme como son ustedes”, con sus limitaciones, con sus debilidades palpables, pecados y miserias, con las agachadas de cada día. Cuando nos damos cuenta del mal y sin embargo lo elegimos, y hasta cuando lo dejamos de lado a Él, hemos de ponerlo ante su misericordia.
“Déjenme un lugar en el corazón para que yo pueda entrar, para que pueda intervenir, para que pueda transformarlos”. Como diciendo “basta que ustedes me entreguen algo de su corazón, yo lo transformaré, yo lo cambiaré, yo haré maravillas”.
Por eso esta súplica del Señor, incluso, es una continuación de lo que escuchamos en la semana santa en su Pasión, cuando desde la cruz gritó “tengo sed”. Tiene sed, no tanto del amor nuestro, ya que en definitiva con amor o sin nuestro amor subsiste igual en cuanto Dios, sino sed de llegar a nosotros para darnos su misericordia.
En efecto, en la medida en que el ser humano reconoce sus miserias y es capaz de ahondar en su nada, comienza a elevarse por la acción de la gracia porque se ha puesto en manos del Señor.
Cuando, en cambio, el hombre se considera perfecto, santo, que no necesita de nada, ya está bloqueando el corazón, porque se ha colocado en el lugar de Dios y ya no precisa del mismo. El reconocimiento de nuestra nada hace posible que ingrese en nuestro corazón.
En este día de la divina misericordia vayamos al encuentro de Cristo y digámosle: “Aquí tienes Señor mis miserias, mis limitaciones, yo quiero ser amigo tuyo, me siento limitado e impotente para llegar a las alturas de tu santidad, por eso vengo a pedirte que Tú me transformes”.
Y el Señor lo hará, y nos pedirá una actitud de fe confiando en que Él es capaz de cambiar el corazón del hombre por más alejado que esté.
No tengamos la actitud de Tomás, llamado el mellizo, que como no estaba cuando llegó Jesús dijo “Yo no creo, si no meto mis dedos en las llagas y mi mano en el costado, no creeré”.
Actitud de Tomás que es la del mundo, que para creer en la acción de Dios, necesita signos, es decir, ver, tocar, tener seguridad absoluta cuando en realidad el mismo Cristo, dice repetidamente en el evangelio, el único signo que les será dado es el de Jonás.
Continuamente se le piden signos para creer en Él, y Jesús dirá que sólo les será dado el de Jonás, haciendo referencia a su muerte y resurrección al tercer día, sucediendo lo de Jonás, que estuvo tres días en el vientre de la ballena y luego fue arrojado a la playa.
Los creyentes han de sentirse congregados, por lo tanto, por el signo de Jonás, es decir, la muerte y resurrección del Señor. Nos fundamos por lo tanto en un Dios que está vivo y que quiere encontrarse con nosotros.
Encontrándonos con el Señor, pues, hemos de recibir su misericordia para llevarla al mundo en el que nos ha tocado vivir: la familia, el trabajo, en nuestras relaciones con los demás, a quienes no creen en la misericordia de Dios y piensan que no la merecen a causa de sus muchos pecados. De esa manera daremos testimonio de que la muerte y resurrección no han sido inútiles sino medios concretos de reconciliación entre el hombre y Dios.
Esta misericordia ha de transformar también nuestras comunidades de tal manera que con un corazón nuevo, todos podamos vivir en ese clima ideal que compartieron los cristianos de la primitiva Iglesia.
Ellos ponían en común sus dones, sus cualidades, sus bienes, porque se sentían rescatados de sus miserias por la acción de la misericordia divina, convencidos que todo contribuía para la edificación de la Iglesia.
Pidamos al Señor que realice su misericordia en nosotros y que fortalecidos por la acción del Espíritu nos sintamos enviados a llevarla a la sociedad en la que estamos insertos.-

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Veracruz, Argentina. Homilía en el 2do domingo de Pascua, ciclo “C”, 11 de Abril de 2010. Textos: Hechos 5, 12-16; Ap.1, 9-13.17-19; Juan 20,19-31.-
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10 de abril de 2010

“Caminando con Jesús lo reconocemos al partir el pan”.



El sentimiento de haber perdido a Jesús era muy fuerte en estos discípulos que van camino a Emaús (Lucas 24,13-35), aldea cercana a Jerusalén. Están tristes y desolados, porque habiendo esperado otra cosa, -un mesianismo temporal-, no los consuela la posibilidad de su resurrección testimoniada por algunos discípulos y las fieles mujeres al Maestro.
Es en esta circunstancia que Jesús resucitado, transformado, se coloca junto a ellos y comienza a caminar. Indicio éste que muestra el deseo del Maestro de caminar con cada uno de nosotros a lo largo de la vida, compartiendo nuestras inquietudes hasta llegar junto al Padre que nos espera
El Señor quiere recorrer el mismo camino, máxime cuando estamos tristes, cuando parece que todo está perdido y pierde sentido la misma vida.
Y dulcemente nos dirá muchas veces con amor, “¿por qué desconfían, por qué piensan que todo está perdido?”.
De este modo, Jesús, tanto a los discípulos que van a Emaús como a nosotros, nos va enseñando todo lo que se ha dicho de Él, para llenarnos de confianza y dando sentido a todo lo que hemos aprendido sobre su Persona.
Esto permitió que estos dos hombres sintieran arder su corazón, “¿No ardía nuestro corazón acaso cuando nos explicaba las escrituras?”-dirán.
Esto sucede porque siempre el encuentro con la Palabra de Dios provoca el ardor de nuestro corazón, inflamados por la caridad e iluminados por la luz de la fe que nos permite ahondar más y más el misterio de la divinidad.
Cada vez que nos encontramos con el Salvador es necesario que nuestro corazón arda en amor por Aquél que ha entregado su vida por nosotros, que arda por el deseo de conocerlo más íntimamente.
Cuando la Palabra de Dios, en cambio, queda apartada de la existencia del hombre, la vida misma se va gastando porque le falta el agua viva del Mensaje del resucitad, que debiera dar sentido a nuestro caminar y permitirnos responder a las grandes inquietudes que se nos presentan.
El contacto con la Palabra del Señor no permite todavía un encuentro más personal, más profundo e íntimo con Jesús, ya que éste se concreta en la Eucaristía. De allí que nos dice el pasaje bíblico proclamado, que llegados a Emaús estos dos hombres como presintiendo que caminan con el Señor le dirán “Quédate con nosotros que el día se acaba, anochece”.
Y Jesús se queda con ellos, se sienta a la mesa, y tomando el pan lo bendice, lo parte, y se los distribuye. Y es allí, a través del gesto de la bendición y la entrega del pan, cuando sus ojos se abren y se dan cuenta que están ante el Señor.
De esta experiencia con el resucitado al atardecer del domingo de Pascua, vamos descubriendo que el sacramento que permite que arda nuestro corazón y podamos ver con los ojos de la fe, es la Eucaristía.
Nosotros estamos ahora como familia, unidos en este domingo, para celebrar la Pascua del Señor, preparada con la escucha atenta de su Palabra.
Esta noche, como aquella en la que se encuentran Jesús y los dos discípulos, el Señor viene a partir el pan y a entregarse a nosotros.
Él mismo nos da a comer su cuerpo y a beber su sangre con la voluntad de transformar nuestra vida e iluminar nuestra inteligencia con su Palabra y a fortalecer nuestra existencia con su poder.
Por eso es importante ir descubriendo cómo a través del encuentro con Dios presente en la Palabra y en la Eucaristía vamos progresando en el camino no sólo para entender el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, sino también el de su Pascua, paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia.
Cristo ha resucitado y, desde lo más profundo de nuestro ser y corazón digámosle esta noche: “Señor, quédate con nosotros porque anochece”, “quédate conmigo porque mi vida no tiene sentido, está en tinieblas si Tú no estás presente”. “Señor, quédate en nuestras familias, para que no marchen a la deriva y reciban la verdadera orientación que las enaltecen y que sólo tú puedes dar”, “quédate conmigo en mis horas de trabajo, en todo lo que emprendo para darte gloria a Ti y entregarme a mis hermanos”. Digámosle confiadamente que “la tentación que me quiere alejar de tu persona y de mis hermanos es muy grande, por eso vuelvo a decirte, quédate conmigo para que en mi existencia no recale la noche del pecado, la oscuridad de la ignorancia”.
“Señor, ven a mi corazón, haz que me entusiasme por Ti y, convencido que has muerto y resucitado, me dedique a morir al pecado y resucitar a una vida nueva apoyándome en tu poder y en tu gracia, alejándome de todo lo que me ha hecho daño y apartado de la vida que siempre ofreces”.
Queridos hermanos: no desaprovechemos la presencia de Jesús resucitado que viene a nuestro encuentro.
San Pablo (Col. 3,1-4) nos dice hoy que ya que hemos resucitado con Cristo pongamos nuestra mirada en las cosas del cielo, aspirando no a lo temporal y pasajero, sino a lo eterno.
No significa esta enseñanza abandonar las tareas inherentes a nuestro deber de estado, o a nuestra vida en este mundo para contemplar sólo el cielo, sino que la contemplación de los bienes eternos debe dar sentido al caminar de nuestra vida temporal de cada día.
Sentido nuevo que implica considerar lo terreno de una forma distinta, desde Cristo, y éste muerto y crucificado.
Mirar lo temporal desde “los bienes del cielo” significa que no nos dejemos atrapar por los negocios, la sociedad de consumo y obligaciones de todo tipo, sino que crucificados a lo pasajero que busca aprisionarnos, nos encaminemos a la meta de resucitados que nos presenta el Señor.
Pidamos al Señor esta gracia, que podamos vivir como nuevas creaturas, como hijos renovados del Padre.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en la misa vespertina del domingo de Pascua. 04 de Abril de 2010.-
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9 de abril de 2010

Desde el Génesis a la Pascua del Señor.


La palabra de Dios que acabamos de escuchar nos ha permitido recorrer en esta noche santa, los distintos pasos con los que Dios conduce la historia humana según su providente amor, buscando siempre el bien temporal y eterno del hombre.
En efecto, escuchamos en el libro del Génesis el relato que refiere a cómo el hombre es la creatura más amada por Dios, visualizado esto en el hecho de que antes de ser creado como varón y mujer, le prepara un paraíso brindándole de su abundancia divina todo lo que el ser humano necesita.
Y así, esta primera lectura, tomada del libro del génesis, nos describe los dones de todo tipo copiosamente recibidos. Todo esto que de alguna manera el hombre mereció perder por su caída en el pecado.
Dios que no se arrepiente de sus dones y de su elección eterna elige a Abraham. A este hombre lo saca de su tierra y le promete que será el padre de un gran pueblo. Y a través del sacrificio de su hijo Isaac , que aparece como contradicción a la existencia de una descendencia prometida, quiere señalar el texto sagrado anticipadamente que será otro el sacrificio que salvará a la humanidad del pecado, el de Jesús. Por eso el sacrificio de Isaac será figura y anticipo del sacrificio de Cristo.
Y sigue la historia de salvación, ya que de Abrahán surge un gran pueblo, son los descendientes de los doce hijos de Jacob que viven y se multiplican en Egipto, y que concluyen siendo esclavizados.
Dios, que sólo quiere un pueblo libre, y que libremente lo sirva, suscita un salvador, Moisés, - figura también de Cristo- que hace posible el Éxodo liberador de los elegidos.
Moisés marcha a la cabeza del pueblo que aprisa huye de Egipto, y lo saca de la esclavitud atravesando el Mar Rojo, figura del bautismo que permite salir de la muerte a la vida. El faraón, figura del espíritu del mal, persigue al pueblo elegido. El mismo texto sagrado muestra que Dios está con aquellos que confían en su Palabra, y por eso este ejército poderoso se desbarata y sucumbe bajo las aguas del mar embravecido, mientras el pueblo llega a la otra orilla, -preludio de la tierra prometida- cantando alabanzas a Dios.
Pero este pueblo pareciera que no se cansa de ser infiel a Dios, coqueteando con el mal se aleja del Señor.
Y Dios, que conoce esa situación y que siempre es fiel, le anuncia que vuelva a Él, renovando la alianza quebrantada.
Y así, el profeta Baruc les dirá que es necesario volver a la sabiduría que han perdido por no seguir el camino de Dios, para que no se diga que la gloria que han alcanzado, la de ser elegidos de antemano, la han perdido porque Dios se la ha dado a otro pueblo, extranjero.
Palabras que se cumplen como lo escuchamos en la oración después de la lectura, cuando Dios entrega la “gloria” de Israel, es decir, la predilección por los elegidos, al nuevo pueblo, la Iglesia fundada por Cristo.
Baruc deja la puerta abierta para que el mismo pueblo pueda volver al Señor, ya que conoce lo que le agrada, retornando a su única sabiduría.
El profeta Ezequiel seguirá insistiendo, llamando a la conversión para que el pueblo de Israel siga siendo el elegido. Lo reunirá de entre las naciones, haciendo esto no por esa comunidad desleal, sino para mostrar la santidad de su nombre profanado en medio de los paganos, para que conozcan los extranjeros que “Yo soy el Señor”.-
El Nuevo Pueblo elegido - destaca el apóstol San Pablo- ha de morir al pecado para renacer a la vida de la gracia, dejar el hombre viejo para revestirse del nuevo. Cambiar la Iglesia toda, el corazón y el espíritu, por la acción de Jesús, por y con quien hemos sido resucitado, para vivir como tales ante el Padre que nos ha elegido en su Hijo.
Ese Jesús, –escuchamos en el texto del Evangelio- que ya no se encuentra en la tumba, lugar donde las mujeres lo buscan.
”No está aquí el que buscan”, dicen los ángeles. Ustedes buscan un muerto, Cristo está vivo, por lo tanto este no es su lugar. El que ustedes creen que está muerto, vive para siempre, para entregar al hombre una vida que no se termina, ya que el que cree en Él aunque muera vivirá para siempre.
El triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte ha de significar para nuestra vida no solamente una transformación aquí y ahora, en la que como Él debemos librarnos del pecado a la luz de la gracia, sino que toda nuestra vida, nuestro caminar, ha de estar siempre iluminado por el misterio de la resurrección.
Si Cristo ha resucitado tenemos la seguridad que la sociedad toda puede ser cambiada y transformada, para lo que es necesario que el ser humano continúe sus paso por esta vida abriéndose a la gracia de la redención viviendo como resucitado.
La sociedad no cambia si no lo hace el corazón humano. Y si estamos sumergidos en las tinieblas del pecado es porque no hemos actualizado en cada momento el misterio de la muerte y resurrección del Señor, comenzando una vida nueva.
Queridos hermanos: en este tiempo pascual que hoy comenzamos seremos iluminados permanentemente por la luz de Cristo significada por el cirio pascual que como faro en medio de la noche de nuestra vida, nos guiará al buen puerto de la salvación y grandeza humana.
Abramos nuestro corazón, nuestra vida, dejándonos iluminar por el Señor. Que Él vaya cambiando el ser de cada uno de nosotros, transformando nuestra existencia, iluminados por una luz nueva para poder así iluminar a su vez al mundo y a nuestros hermanos con la esperanza de que todo puede ser renovado si es puesto en clave del Señor resucitado.
La imagen edénica que percibimos en el libro del génesis será posible revivirla, si el mundo y nosotros volvemos a los orígenes de la intimidad divina.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Vigilia Pascual del 03 de abril de 2010.- ribamazza@gmail.com; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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