29 de septiembre de 2020

“Muéstrame Señor, tus caminos, enséñame tus senderos, guíame por el camino de tu fidelidad, enséñame, porque Tú eres mi Dios y mi Salvador" (Sal. 24)

 

En la antigüedad, también en el pueblo elegido, hablaban de la culpa comunitaria, y de hecho es cierto que el destierro, por ejemplo, que sufre el pueblo de Israel, y todo lo que padece a lo largo de la historia se debió a su infidelidad, a la ruptura de la Alianza hecha en el Sinaí con Dios.

 Pero el profeta Ezequiel (18, 24-28) poco a poco va introduciendo el tema de la responsabilidad personal, es decir, si bien existe cierta responsabilidad comunitaria, tampoco podemos decir todos son culpables del mismo modo. Cada uno debe asumir su propia responsabilidad. De allí que en el texto que acabamos de proclamar, el Señor a través del profeta,  dice que “si el justo se aparta de su justicia y comete el mal” imitando todo aquello que hace el malvado, no vivirá, y “ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada”, mientras que si el malvado se convierte de su conducta y “se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida”.
 Esto es muy importante tenerlo en cuenta porque habla precisamente del proceso de conversión al cual está llamada toda persona humana que quiera unirse más y más a Dios nuestro Señor.
Si tomamos el texto del Evangelio (Mt. 21, 28-32) vemos que Jesús, por medio de una comparación, fustiga a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, o sea a los jefes del Pueblo de Israel de su tiempo, que se consideraban justos, incluso por encima de la ley, aunque eran muy estrictos al pedir la observancia de la misma a los demás.
Se refiere  a un hombre que tenía dos hijos a quienes invita a trabajar en su viña. El primero dice “no quiero” pero después se arrepiente y va. Los padres de la iglesia, varios de ellos, analizando este texto dicen que se trata de los paganos, aquellos que provienen de los pueblos no judíos que en un primer momento adorando dioses falsos  no quieren saber nada con el Dios verdadero, pero luego, -como lo vemos perfectamente en la misión de san Pablo-, se entregan a la vida nueva que se les ofrece, la vida nueva en Cristo.

 El otro hijo dice “Voy, Señor pero no fue”, representando  al pueblo de Israel que hizo alianza con Dios nuestro Señor, que prometió cumplir sus mandamientos pero que sin embargo se pervirtió y, mucho más todavía, con la venida de Cristo nuestro Señor  no lo aceptaron como el Mesías y lo mataron. Ahora bien, ante la pregunta de Jesús sobre quién cumplió la voluntad del padre, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo responden “el primero”. ¿Y que dice Jesús ante la respuesta que dan ellos? “les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.

Al respecto, en el rezo del ángelus de este día, el papa Francisco decía que no está aquí Jesús promoviendo a las prostitutas o a los recaudadores de impuestos injustos, o cualquier otro pecador, sino que los que llegan antes es precisamente porque se han convertido de su mala vida. Es decir, primero dijeron “no” quiero saber nada con Jesús, pero después se convirtieron.
De hecho sigue diciendo el texto: “Juan vino a ustedes por el camino de la justicia”,  mostrando el camino de la justicia y de la verdad, y no le creyeron. En cambio los publicanos y las prostitutas creyeron en el mensaje de Juan y se convirtieron. Este ejemplo, en un tiempo en que la dirigencia del pueblo  desprecia a los pecadores, enseña una vez más,  que Dios siempre está abierto al perdón y a la misericordia como rezábamos en la primera oración, toda vez que  el ser humano esté dispuesto a convertirse y cambiar.
Ahora bien, la reflexión de fe sobre el hecho del perdón y misericordia divina, nos debe llevar  como iglesia al encuentro del hombre de hoy llevando el Evangelio e invitando a la conversión.
Ahora bien, es necesario tener en cuenta en nuestras decisiones pastorales, que  si bien tenemos que estar abiertos a todos, no pocos personajes, ya sea políticos o defensores de la ideología de género, u otros que reniegan de la fe, no dialogan con nosotros con el ánimo de convertirse, sino de captarnos para sus ideas. De allí, que pensemos engañosamente que evangelizamos “a las prostitutas y a los publicanos”, mientras estas personas son “sumos sacerdotes y ancianos” que se creen justos y no están dispuestos a convertirse.
En efecto, quienes personifican a los modernos “sumos sacerdotes o ancianos”, no quieren saber nada de Cristo nuestro Señor. A veces por ejemplo podemos decir “vamos a dialogar con los políticos de tal partido o de tal idea a ver si nosotros los podemos convertir”, y somos ingenuos. Es cierto que la gracia de Dios hace milagros y puede convertir el corazón  más endurecido, pero no nos engañemos, hay gente que ya tiene su postura y realmente no piensa cambiar de esa manera, sólo Dios lo puede hacer con su gracia pero ha de encontrar un corazón dispuesto a  convertirse y cambiar.
Como decía precisamente el papa Francisco hoy en el Ángelus, los publicanos y las prostitutas que creyeron en Juan, estaban abiertos a la gracia, y como estaban abiertos a la gracia es que se da ese proceso de conversión, de cambio, por eso es muy importante tener en cuenta esto y partir siempre de que todos necesitamos siempre conversión, cambiar en nuestra vida.
San Pablo escribiendo a los cristianos de Filipos ( 2, 1-11)  deja alguna pista para quienes  están dispuestos a cambiar, insistiendo en la necesidad de tener los mismos sentimiento de Cristo Jesús para la trasformación interior,  tomándolo como modelo para nuestra vida. Y ese tener los mismos sentimientos de Cristo nos lleva también a actitudes diferentes en nuestra relación con el prójimo. Por eso dice el apóstol “tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos”.
 Precisamente los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo pasaban por esto, la pérdida de la humildad, no consideraban a los demás superiores sino inferiores, por eso Jesús en el texto del evangelio dice ustedes ni siquiera al ver este ejemplo, el de la conversión de publicanos y prostitutas, se han arrepentido y tampoco han creído en Juan y tampoco en el Mesías.

Hermanos: Pidámosle al Señor que nos de su gracia para ir profundizando cada vez más el Evangelio e ir descubriendo qué es lo que quiere  de cada uno en cada momento y  supliquemos también que nos de la fuerza para cumplirlo.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXVI del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 27 de septiembre de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





23 de septiembre de 2020

Pasemos de católicos asintomáticos, ausente la imitación de Cristo y transmitiendo el virus de la indiferencia, a la valentía de obreros de su viña.

“¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?” (Mt. 19, 30-20,16) reflexiona el dueño de la viña cuando se le critica porque a todos paga lo mismo aunque  algunos han trabajado más horas que otros en la jornada. De esta manera se destaca  la bondad de Dios, que se expresa en el Antiguo Testamento y más concretamente en el Nuevo a través de Jesús. Esa bondad de Dios que también recordábamos en el Salmo responsorial “el Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia, es bueno con todos y tiene compasión de sus creaturas” (salmo 14).
La bondad de Dios responde a su misma esencia, a su misma naturaleza,  y así siempre se ha manifestado, más allá que también en la Sagrada Escritura aparecen las consecuencias negativas que padece la persona humana, que  a causa de sus pecados prefiere no responder a tanta bondad recibida, y elige  no entrar en comunión con el Señor.
Los textos bíblicos  que la Iglesia presenta en la liturgia de hoy, señalan que Dios sale al encuentro del hombre. Y así, el profeta Isaías (55, 6-9), en la primera lectura, recuerda cómo Dios sale en busca de su pueblo, ayudándolo a liberarse del destierro en Babilonia.
Recordemos que el exilio y esclavitud del pueblo elegido fue consecuencia del pecado, la conversión ahora, produce el que puedan volver a su tierra. Por eso es que el mismo Señor, también movido por esa bondad, a través del profeta, recuerda al malvado la necesidad de abandonar su camino y al hombre perverso retornar al cumplimiento de sus mandamientos.
A su vez agrega algo más el profeta, y es que los pensamientos de Dios no son los de los hombres, y los caminos de Dios no son los de los hombres y esto indudablemente ayuda a entender lo que describe el texto del Evangelio cuando presenta las características de la bondad de Dios de una manera a la cual no estamos acostumbrados.
En efecto, habitualmente nosotros aplicamos en nuestras relaciones cotidianas la justicia conmutativa de tal modo que “yo doy y tú me das”, entendiendo que la retribución siempre es acorde con  lo que alguien ha realizado. Sin embargo, el texto del Evangelio presenta algo nuevo que refiere al comportamiento de Dios, que  va más allá de la retribución justa, es decir de lo que se ajusta a lo que uno hace, mostrándose generoso con sus dones.
Ya lo habíamos visto por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo, cuando ese hijo descarriado vuelve a la casa del padre habiendo malgastado los bienes del mismo y sin embargo el padre le abre el corazón. También lo hemos visto cuando en el momento de la crucifixión de Cristo, el ladrón que está colgado junto a él le dice “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” y el mismo Jesús le dirá “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Este denominado buen ladrón, es  el que fue llamado en la última hora del día de la que habla  la parábola, pero sin embargo, recibió el mismo premio, “el mismo denario”, que en este caso significa la Vida Eterna, que los otros que respondieron al llamado del Señor a lo largo de su vida, a lo largo del día como  dice el texto bíblico.
Aquí  entramos en algo muy especial y es que siempre recibimos de Dios gratuitamente, es decir, que lo que caracteriza al Señor es la gratuidad, mientras que lo que determina al hombre en su actuar frente al “tú me das y yo te doy”, es por lo general el mérito. Es verdad que también en nuestro obrar encontramos actitudes que  recuerdan la  gratuidad de Dios, toda vez que a   nuestros hijos o amigos les damos algo sin exigir nada a cambio, no mirando lo que uno debe o lo que tiene merecido el hijo o el pariente o lo que sea, sino únicamente teniendo en cuenta la abundancia de la bondad de nuestro corazón.
De manera que no es imposible  logremos entender este comportamiento, esta lógica propia de Dios nuestro Señor, que siempre da en abundancia, que va más allá de lo que uno merece, bondad que brota de su grandeza divina.
Teniendo en cuenta esto, es importante retomar en nuestra vida cotidiana la unión con Cristo nuestro Señor, de la cual el apóstol San Pablo (Fil. 1,20b-26) confiesa que “para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia, pero si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente ya no sé qué elegir, me siento urgido por ambas partes”. Ahora bien, no obstante sentirse urgido por “ambas partes”, el apóstol prefiere seguir sirviendo al Señor en esta vida, y aquí se nos ofrece a nosotros una forma concreta de seguir los pasos e imitar a San Pablo, como una forma de servir a Jesús yendo  al encuentro del hombre de hoy e invitándolo a trabajar en la viña del Señor.
Estas cinco veces que sale el dueño de la viña a buscar obreros está indicando la permanente salida de Dios de sí mismo buscando al hombre e invitándolo diciendo “ven a trabajar a mi viña, ven a participar de mi Reino”. A esta misión, a tener la misma actitud de Dios, en efecto,  tiene que encaminarse la Iglesia, buscar a aquel que esta alejado, que está perdido o que esta distraído para traerlo nuevamente al encuentro de Cristo.
En relación con esto quisiera dejar una reflexión sobre cómo vivimos la pandemia en estos días.  Si bien insistimos mucho en  la iglesia doméstica vivida desde nuestros hogares, me pregunto si no terminaremos clausurando la vida religiosa o la de la iglesia reduciendo el culto y lo religioso a una existencia meramente virtual.
Es cierto que en y desde nuestras casas nos sentimos tranquilos, contentos, seguros. Pero la vida cristiana no consiste en buscar seguridades en las cosas sino buscar la seguridad en Cristo nuestro Señor.  De allí la importancia de salir de nosotros mismos para buscar hacer presente al Señor entre  los que están alejados de Jesús y de la iglesia para traerlos nuevamente a su amistad y hacer esto siempre incansablemente sin pensar si tal persona lo merece o no sino seguir el camino del corazón bondadoso del Señor.
Corremos el riesgo de convertirnos en católicos asintomáticos, es decir, que no presentemos ya signos visibles que estamos moldeados por Cristo pero que seguimos transmitiendo el virus de la indiferencia cristiana.
Pidámosle entonces a Cristo nuestro Señor que nos dé su gracia, su ayuda, para que saliendo de nosotros mismos vayamos a encontrarnos con Él, que es Camino, Verdad y Vida, presentándolo a los que se sienten alejados o clausurados en una aparente seguridad religiosa, sin trascender  lamentablemente, las cuatro paredes de nuestras casas.
Salgamos que el Señor realmente nos protege y está con nosotros así como salimos para otras cosas quizás no tan importantes sin miedo alguno. No temamos que el Señor siempre nos acompaña.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXV del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 20 de septiembre de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





 

15 de septiembre de 2020

“Dios perdona nuestras culpas cuando nos arrepentimos, reclamando que hagamos lo mismo con quienes nos ofenden”

El apóstol San Pablo invita en la segunda lectura (Rom. 14,7-9) que acabamos de proclamar, a vivir de un modo distinto al que estamos acostumbrados, sintetizando esto afirmando que “si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor”.  ¡Que hermosa afirmación que debe ser el eje de nuestra vida, de nuestra existencia, porque tanto la vida como la muerte tienen como  meta a Dios mismo!
De hecho, el libro del Eclesiástico (27, 30-28,7) en la primera lectura hace referencia al recuerdo acerca del fin y  la muerte como algo necesario para dejar en este caso, de odiar, de pecar, “acuérdate del fin y deja de odiar, piensa en la corrupción y en la muerte y se fiel a los mandamientos”.
Tener memoria del fin, de la meta, el pensar en la corrupción y en la muerte, debiera ser suficiente para que  vivamos precisamente para Dios y así prepararnos a lo largo de nuestra vida para morir para Dios, es decir, encontrarnos con el Señor.
En efecto,   tanto  el origen como  el fin de cada persona están puestos en el Creador, siendo la comunión con Dios el sentido último de la vida humana. Tenemos origen  en las manos creadoras de Dios, caminamos por el mundo participando del proceso de la gracia y la salvación, percibiendo así las manos divinas recreadoras, culminando después de la muerte participando de su misma vida de santidad, si fuimos fieles y constantes en la amistad divina.
Con esta forma de contemplar la vida humana cambia absolutamente la mirada de nuestra realidad en este mundo. Precisamente en los últimos domingos la Palabra de Dios nos está insistiendo mucho en lo que es el amor al prójimo, y así,  el domingo pasado, el apóstol San Pablo (cf. Rom. 13, 8-10) nos recordaba que la única deuda sea la del amor mutuo, la del amor al prójimo, y el texto del evangelio (cf. Mt. 18,15-20) aplicaba “esta deuda de amor mutuo” al acto caritativo de la corrección fraterna.
En este domingo, la liturgia de la Palabra se refiere a la necesidad y grandeza del perdón, de saber perdonar las ofensas recibidas. De hecho, en el Padre Nuestro pedimos a Dios “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, petición que no debe ser  una letra muerta, nada más que para recitar, sino que se ha de convertir  en realidad. A su vez, en la cruz, Cristo exclama “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” habiendo pasado primero por el suplicio de la pasión, los insultos, los agravios, los falsos testimonios hasta llegar a la cruz.
Hay una experiencia muy interesante en el corazón humano y es que cuando el ser humano odia, guarda rencor a alguien, no encuentra paz jamás. Yo suelo decir cuando alguien se confiesa de esto, que es más fácil perdonar que guardar rencor, porque cuando se guarda rencor a alguien, a esta persona no la afectamos para nada, ya que sigue feliz y contenta, mientras que quien odia está rumiando ese odio y se va envenenando permanentemente.
El odio y el rencor, la venganza y la ira, como dice el libro del Eclesiástico  (27, 30-28,7) son abominables, no solamente a los ojos de Dios, sino también a los ojos de los hombres, porque el que está guardando rencor vive amargado toda su vida, no encuentra satisfacción en todo lo que hace, ni la reparación del daño que se le haya podido hacer. De allí, que desde una mirada de fe, es más importante dejarlo en manos de Dios, que son las mejor manos a las cuales podemos confiar todo esto, el cual es quien en definitiva  pone en orden todo,  tanto lo referente al ofendido como lo relacionado con el ofensor.
En el texto del Evangelio (Mt. 18, 21-35) aparece  claramente la enseñanza de que hemos de obrar como el Padre del Cielo, representado por este rey que perdona una gran deuda. Y cuando el perdonado no hace lo mismo con su prójimo, se le recrimina el que no haya aprendido la lección, “yo te perdoné tu deuda, ¿Cómo no has sabido hacer lo mismo con el que te debía a ti?” Y el libro del Eclesiástico dice fuertemente: “si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿Cómo pretende que el Señor lo sane? ¿No tiene piedad de un hombre semejante a él y se atreve a implorar por sus pecados?”.
Una hermosa enseñanza que podemos capitalizar nosotros es no solamente la de “no odiar y de saber perdonar” sino preguntarnos antes de cada confesión que hacemos (si es que nos confesamos todavía),  si yo que recibiré el perdón de Dios, guardo rencor contra alguien, ya que  como enseña el evangelio (Mt. 5, 23.24) “si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”.
El Salmo 102 nos dice: “el Señor es bondadoso y compasivo”, recordando así la paciencia que tiene Dios con cada uno de nosotros, que perdona siempre, porque cuando Cristo dice a Pedro, tienes que perdonar setenta veces siete, es porque Él ya lo está haciendo, setenta veces siete, siempre que pidamos humildemente perdón reconociendo nuestras faltas y haciendo todo lo posible para cambiarlas. Y si Dios hace eso con nosotros hemos de hacer lo mismo.
Pidámosle al Señor que nos de su gracia. Pidámosle al Señor lo mismo que este hombre le pide al rey, “dame un plazo y te pagare todo” ten paciencia conmigo para que me convierta de veras y no vuelva a recaer en lo mismo.

Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIV durante el año. Ciclo A. 13 de septiembre de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


8 de septiembre de 2020

Busquemos apartar al prójimo del mal, ayudándolo a encauzar su existencia por la senda de la verdad y del amor a Dios, expresada en los mandamientos.

El apóstol San Pablo nos enseña  “que la única deuda con los demás  sea la del amor mutuo” (Rom. 13, 8-10) y describe después cómo el amor al prójimo supone la vivencia de los mandamientos. 


¿Por qué afirma que la única deuda es la del amor mutuo? Porque el amor prolonga la vida de fe, y así, si yo creo en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y acepto su enseñanza, caigo en la cuenta que la fe me lleva también a considerar al otro como prójimo, como hermano, precisamente porque somos hijos de un mismo Padre. Y la fe se perfecciona en el amor, en la caridad. Amor que significa siempre buscar el bien de la otra persona ¿pero qué bien? ¿Un bien material, un bien afectivo? Sobre todo el bien espiritual, es decir buscar que las otras personas vivan también como yo la amistad con Cristo, y de ese modo, después de esta vida mortal encontrarnos con el Padre del Cielo. Y precisamente uno de los actos propios de la virtud de la caridad que mira este “buscar el bien espiritual de la otra persona” es la corrección “fraterna”, que consiste, en la relación con el hermano, en corregirlo, ayudar a otra persona a vivir en la amistad con Dios.
No siempre esto es fácil, no solamente porque a lo mejor la persona que corregimos no lo acepta o puede enojarse, o puede decirnos “quien sos vos para venir a decirme esto” o también porque  quien corrige sabe que es tan pecador como el corregido. Sin embargo hay que hacer lo posible para vencer estos obstáculos que no son  realmente dictados por el amor sino más bien  por la comodidad o para no tener problemas con persona alguna.
La corrección tiene como finalidad  apartar a alguien del pecado en el que está inserto o que está a punto de cometer, para  reiniciar la amistad con Dios.
 Esa corrección mira al bien espiritual y, esto, porque  al amar  a toda persona humana por ser hija de Dios,  me duele que esté lejos del Señor, que siga en la misma conducta, en la misma forma de vivir lejos de Él. Desde el espíritu de la caridad, quiero que también esta persona pueda vivir como hijo, como hija de Dios en la amistad con Cristo.
En la primera lectura del día, contemplamos cómo el profeta Ezequiel (33, 7-9) es designado por Dios como atalaya, como aquel que está en lo alto, mirando hacia delante lo por venir, para que cuando oiga al Señor pueda cumplir la misión de prevenir al pueblo de Judá que está desolado con la caída de Jerusalén y con el destierro en Babilonia, acerca de su conducta.
La corrección de los integrantes del pueblo de Judá implica darles esperanza de que el Señor viene a salvarlos, pero siendo necesaria la corrección personal. Ésta se completa o se complementa con otro tipo de corrección, la corrección que ofrece la misma vida, la circunstancia de nuestra historia personal. Si yo, por ejemplo,  me dedico al alcohol, sé perfectamente cuáles son las consecuencias de ello.  Pues bien, esas consecuencias aparecen como una forma de corregirnos, “mira lo que te ha pasado por haber hecho esto, por vivir de esta manera, cambia corrígete” y así podríamos enumerar tantas cosas que acontecen en la vida.
El papa Francisco decía que después de la pandemia que estamos viviendo el hombre no va a estar igual, se habla de “nueva normalidad”, pero puede suceder que salgamos o terminemos mejores o peores, es decir la experiencia de la vida cotidiana también es un correctivo, que muchas veces es instrumento en manos del Señor para decirnos: “a ver, cambia de vida, trata de vivir de otra manera”.
La epidemia nos ha descubierto sumergidos en muchas cosas, en  actividades y con criterios, que no siempre conducen al Señor, y que más bien apartan del  amor divino y del amor al prójimo, por permanecer demasiado centrados en las cosas y en lo pasajero, en lugar de buscar  a Dios y  al prójimo.
 Por eso a través de los mismos acontecimientos de la vida con los que somos probados, tenemos una forma más de ser corregidos, que en la Providencia divina  repercute en el crecimiento individual concediendo una vida más plena de unión con Dios con nuestros hermanos.
Pidamos al Señor  ser fortalecidos siempre en la vida de amor al prójimo, de modo que busquemos apartar al otro del mal y  ayudarlo para que encauce su existencia en la senda de la verdad y del amor a Dios por el camino de los mandamientos que siempre nos permiten descubrir la voluntad divina en medio de  la diversidad de opciones que se nos ofrecen cada día.
Queridos hermanos busquemos entonces manifestar nuestro amor al prójimo volviendo ahora a lo que es la corrección individual, tratando de rescatar a quien se ha apartado de Dios, haciéndolo con humildad, manifestando que sólo se busca el bien espiritual, sin caer en actitudes que puedan ser tomadas como que nos consideramos superiores, sino dejando en claro que es sólo un servicio caritativo que apunta a la salvación de todos y cada uno.
Ahora bien, si acaso el corregir puede causar el endurecimiento del corregido, estamos exentos de hacerlo, siendo el momento de recurrir a la oración y conseguir los frutos de conversión y redención personal, ya que “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mt. 18, 15-20).


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIII durante el año, ciclo A.- 06 de Septiembre de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




 

1 de septiembre de 2020

Seamos para el Señor ofrenda agradable de santidad, a fin de poder discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno y lo que es perfecto”

 

Ubicamos al profeta Jeremías (20,7-9) en su predicación a fines del siglo séptimo y principios del siglo sexto antes de Cristo, siendo la situación del Reino de Judá calamitosa, ya a punto de caer en manos de Nabucodonosor. Y el profeta, llamado “profeta de calamidades”, anuncia lo que va a sobrevenir por culpa del pecado del pueblo, porque de alguna manera Babilonia es como una especie de instrumento en manos de Dios para que el pueblo entienda su infidelidad y vuelva nuevamente a la amistad con el Dios de la Alianza. Sin embargo,  endurecido por el pecado, el Reino de Judá no quiere entrar en razón, y a causa de lo que anuncia, el mismo profeta será perseguido, maltratado, rechazado, odiado, hasta ser asesinado en Egipto.
Dentro de ese marco histórico el profeta dice abiertamente: “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!” viviendo esto como si fuera una especie de contradicción interior, ya que por un lado siente los lazos del amor de Dios que lo llama, que lo conquista, y por otro lado siente el deseo de huir de lo que Dios le propone. Con todo, se aprecia que no se siente coaccionado, sino que es totalmente libre en su respuesta, y esto lo comprobamos en su respuesta de que se ha dejado seducir.
El “¡Me has forzado y has prevalecido!” se debe entender como una expresión de que ha vencido la fuerza del amor divino. Pero todo esto es vivido por el profeta como un drama interior, entre el amor de Dios que lo llama y ante el cual se rinde, y la tarea inmensa que se le confía por lo que él es  “motivo de risa todo el día” y burlado siempre por los enemigos de la verdad y de la justicia. El ministerio profético resultará  por lo tanto una carga para él, por lo que se siente tentado a no mencionar a Dios ni hablar más en su Nombre, pero esto es inútil  ya que “había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”
La entrega y abandono de Jeremías a la voluntad de Dios es un anticipo de lo que será la misma vida de Cristo, el enviado del Padre, el Mesías, quien sufrirá persecuciones por seguir la voluntad del Padre. Persecución que terminará en la cruz, como lo anuncia en el texto del Evangelio (Mt. 16, 21-27) camino a Jerusalén.  Comunica a los discípulos, a los más cercanos, que en la ciudad santa será tomado prisionero, padecerá, morirá en la cruz traicionado por todos. La advertencia de lo que le sucederá, significa que los discípulos deben prepararse para ese momento, ya que  deberán continuar su obra, con el anuncio de su palabra y la vivencia del Misterio de la Cruz.
En este contexto, Pedro le dice: “Señor, eso no sucederá”. El mismo Pedro que inspirado por Dios había dicho un rato antes “tú eres el Hijo de Dios vivo”  ahora hablando como hombre, inspirado por Satanás como le dirá Jesús, le dice “esto no sucederá”. Pedro se pone como escándalo, es decir, obstáculo delante del camino de Jesús, camino salvador, porque la cruz siempre es un escándalo, es decir, una piedra de tropiezo, incluso para nuestra vida también. En efecto, cuando todo marcha bien es más fácil seguir a Cristo nuestro Señor, por lo menos en líneas generales, pero cuando viene el escándalo de la cruz, del padecimiento, ahí entonces el creyente lo piensa dos veces ¿Para qué seguir esto? ¿Para qué embarcarme en esto que parece imposible de realizar? Por eso Jesús es concreto cuando dice: “el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo”
¿Qué es renunciar a si mismo? Despojarse de la tentación de mirarse como eje,  como centro de la vida humana, pensando que todo gira alrededor de uno, y que  estoy en el centro, que todo depende de mí, o sea,  renunciarse como Cristo renunció así mismo, tomar su cruz y seguirlo al Señor.  
¿Y qué significa tomar la cruz? Tomar la cruz no es solamente asumir con paciencia lo que nos acontece todos los días, sabiendo que eso nos acerca más a Jesús, como por ejemplo, un revés de fortuna, una crítica, el desprecio de alguien, la enfermedad, el dolor, la incomprensión, la cruz podríamos decir así, con las dificultades habituales. Tomar la cruz es también llevar la cruz del seguimiento de Cristo, o sea, ser capaces de luchar contra el espíritu del mal y todo lo que esto significa, en la vida cotidiana. Percibir los obstáculos que aparecen en nuestro camino, que pretenden alejarnos de Jesús, para vencerlos, tomar la cruz en definitiva es asumir los sufrimientos y persecuciones que se derivan del seguimiento de Cristo.
Y de esa manera se hace realidad lo que dice el mismo apóstol San Pablo hoy en la segunda lectura (Rom. 12, 1-2), cuando nos exhorta a ofrecernos a Dios Nuestro Señor  como ofrenda agradable, no tomar como modelo a este mundo, sino mas bien “transfórmense interiormente  renovando su  mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”
Es decir, no tomar como modelo las costumbres de nuestra sociedad, lo que enseña la cultura de nuestro tiempo, sabiendo que es más fácil asimilarnos a este mundo que combatirlo, ir a favor de la corriente que en contra, es mucho más fácil seguir los impulsos interiores, que buscar vivir en la autenticidad  del Evangelio.
Cristo nos invita a un cambio total en nuestra vida, porque tomar la cruz no es solamente seguirlo en un cierto aspecto, sino una verdadera conversión de nosotros mismos que pasa por la renuncia y tomando como modelo para la vida cotidiana el ejemplo de Cristo y la enseñanza del Evangelio.
Queridos hermanos, esto no es imposible vivir si lo hacemos bajo la protección de Dios con la gracia de lo alto, ya que el Padre nunca  abandona a sus hijos cuando queremos hacer el bien.
Ayer precisamente recordábamos el Martirio de San Juan Bautista, nuestro patrono, él es un ejemplo típico de lo que es tomar la cruz, de renunciar a sí mismo,  padecer el martirio y la muerte por defender la verdad hasta el último momento de su vida. Pidámosle al santo entonces que nos convoque desde lo alto y nos ayude a vivir eso.
Ayer también recordábamos diez años de la consagración de ésta Iglesia parroquial a Dios Nuestro Señor. El 29 de agosto de 2010, monseñor José María Arancedo consagraba este templo a Dios nuestro Señor, y en esa consagración del templo está la nuestra propia, renovando la consagración primera del bautismo, siendo ofrecidos también como victimas vivas y puras al decir del apóstol San Pablo.
No estamos solos, el señor siempre nos acompaña y nos ayuda a ser fieles a la vocación recibida en el bautismo.


Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXII del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 30 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com