El domingo pasado, reflexionamos acerca de la figura del juez injusto que no hace justicia a la viuda que le reclama, aunque al final la escucha, no por deseo de ser justo, sino para que evitar molestias.
Dios, en cambio, dice Jesús, actúa de manera distinta, ya que aunque demore, hace justicia, escuchando los reclamos de los màs débiles.
El libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18), que acabamos de escuchar como primera lectura, justamente comienza diciendo que Dios es justo y no hace acepción de persona.
Sin embargo, el texto muestra la preferencia de Dios en orden a proteger a la viuda, al huérfano, al extranjero, al que se hace pequeño, o es humilde delante suyo clamando por su ayuda.
De manera que ya el texto nos está anunciando que Dios escucha el clamor, sobre todo, de aquellos que son desechados en este mundo.
Pero, a su vez, es justo, no hace acepción de persona, o sea, Dios no accede al reclamo del pobre, si el mismo no es justo, o a la del rico, si tampoco lo es, sino que es justo con unos y otros.
Siguiendo con este tema de la justicia divina, escuchamos al apóstol San Pablo, que le escribe a su discípulo Timoteo (2 Tim.4,6-8.16-18). Acá Pablo anuncia la proximidad de su muerte, y dice que está a punto de ser derramado como una libación.
¿A qué se refiere eso de la libación? La libación consiste en derramar aceite, vino o agua encima de la víctima que se ofrecía a Dios nuestro Señor, de manera que el mismo Pablo se compara con esta forma de rendir culto a Dios, de ofrecerse en sacrificio.
Por otra parte, él mismo dice que ha hecho este camino manteniendo en alto la fe y la perseverancia en el bien, que está por llegar a la meta y espera del justo juez que le dé el premio de la vida eterna.
Uno puede pensar qué pretencioso es Pablo, al considerarse ya salvado y todavía no ha muerto. Es que tenía tanta intimidad con Dios que ya le había anticipado justamente la gloria.
Y Dios como justo juez, haciendo un balance de la vida del apóstol, considerando su vida pasada, pero teniendo en cuenta lo bueno que ha hecho mientras evangelizaba, justamente le dará el premio que espera, la meta del encuentro definitivo con Dios, por la cual él ha peleado el buen combate de la fe.
Y no solamente eso espera para él, sino también para nosotros, en la medida en que hagamos el bien y estemos unidos al Señor.
Y en el texto evangélico (Lc.18,9-14) nuevamente aparece la figura de Dios como juez, que escucha tanto al humilde como al soberbio.
Hagámonos presente en ese cuadro, el fariseo de pie adelante en el templo, dice a Dios: "te doy gracias, porque no soy ladrón, no soy adúltero, no soy esto, no soy como ese publicano que está al final del templo, de rodillas, pidiendo perdón, yo ayuno, pago la décima parte de mis entradas al culto", o sea, se presenta como modelo de perfección, digno de ser imitado por los que quieren ser justos.
Y el publicano, recaudador de impuestos para Roma, y por lo tanto odiado, reconociendo su pecado, dirá, "Señor, ten piedad de mí".
Y dice Jesús que este último, porque se humilló, ha sido enaltecido, ha sido perdonado y amado, el fariseo, en cambio salió peor que antes, porque además de lo que tenía, acumuló el de la soberbia, el del desprecio por el publicano, el de mirar sobre el hombro al otro.
Y en este cuadro hay un tercer personaje, que es cada uno de nosotros, ¿Dónde nos ponemos? ¿Junto al fariseo? ¿Junto al publicano? ¿Pensamos que somos perfectos, que todo el mundo tiene que rendirnos pleitesía, que no tenemos nada de qué arrepentirnos, o en cambio, pensamos que somos pecadores, necesitados siempre de la misericordia de Dios? ¿Cuántas veces miramos al prójimo por encima del hombro, a través de la crítica despiadada, de los juicios?
Por eso está aquel dicho famoso, es preferible caer en manos de Dios juez, que en las manos del ser humano que juzga al prójimo, porque en el momento de juzgar, el ser humano es incluso cruel, impiadoso. Dios, en cambio, a pesar que ve nuestras culpas, si observa que estamos arrepentidos y luchamos para cambiar, para ser mejores, Él tiene misericordia y tiende la mano para elevarnos.
Analicemos los momentos en que somos como el fariseo o como el publicano, cuál de los dos personajes prima más en mi vida, y sacar como conclusión la necesidad de humillarse delante del Señor, porque sólo el que se humilla es elevado.
En cambio, el que se eleva, el que quiere convencer a Dios de que es perfecto, está listo, no progresa en esa tarea.
Aprendamos siempre de los santos, que se consideraban lo último, "yo la peor de todas", como decía Santa Teresa. Reconocer lo que somos para que el Señor trabaje nuestra nada y nos eleve justamente por el camino de la santidad. Hermanos: Pidamos la gracia de Dios para que ésta nunca nos falte.
Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXX del tiempo litúrgico durante el año. 26 de Octubre de 2025.

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