4 de noviembre de 2010

“La reparación y la caridad, signos del verdadero arrepentimiento”


Nuevamente la liturgia de hoy hace referencia a la acción misericordiosa de Dios. No pocos han sido los domingos en el año que transcurre, en los que los textos bíblicos proclamados nos ofrecían la posibilidad de meditar acerca de la misericordia divina, habida cuenta que recorríamos el evangelio de Jesucristo según san Lucas, llamado el evangelio de la misericordia. En conexión con esta temática se nos presentó también la necesidad de desprendernos de las falsas seguridades que nos dan las riquezas, las cuales no aseguran nuestra existencia, para abrirnos a la bondad divina, ya que sólo reconociendo nuestra dependencia del Señor, sin esperar en falsas certidumbres humanas, podremos abrirnos a su misericordia.
De allí que se insista en esta temática de la clemencia divina, que por otra parte describe la real historia humana que se desliza en el tiempo entre el pecado del hombre que se aleja de su Creador, y la gracia divina que busca la salvación de todos, siempre en conexión con la importancia de la oración en nuestra vida que interpela hasta al mismo Dios con la súplica angustiosa de nuestra nada.
Estuvieron presentes las figuras del hijo pródigo y su padre bondadoso, el pobre Lázaro y el rico sin nombre, el pastor que busca la oveja perdida, los leprosos curados y desagradecidos –salvo un samaritano- con el Señor, los deudores perdonados –aunque uno solo aprendió de la benevolencia de su señor-, el fariseo autosuficiente y el publicano que reconoce su nada y, hoy, la figura del jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo (Lc.19,1-10).
Zaqueo, al igual que todos los publicanos, es odiado por el pueblo por su oficio de cobrador de impuestos a favor del imperio romano. Era común que la figura del cobrador generara con frecuencia situaciones de injusticia, apremios a los pobres que no pueden pagar, con el despojo subsiguiente -a veces- de sus pocos bienes.
Jesús, con su actitud de acercamiento al publicano subido al sicómoro, da cumplimiento a aquello de que ha venido a “buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Sale en busca de los enfermos del alma que necesitan su médico, interpela a los pecadores para que vuelvan al rebaño.
Zaqueo quiere conocer a Jesús y sube al sicómoro, porque es necesario dejar la tierra para desde la altura, contemplar al Señor sin que nadie se lo impida.
Jesús le dice enseguida:”baja pronto que hoy tengo que alojarme en tu casa”.
No lo recrimina por su vida, que ciertamente conocía, no se suma al odio del pueblo tratándolo con desprecio, sino que lo interpela manifestando su intención de ingresar a su casa. El publicano responde con prontitud a las palabras de Jesús, recibiéndolo con alegría, mientras la gente murmura porque el Señor ha ido a comer a casa de un pecador. Tanto él como Zaqueo hacen caso omiso de la malevolencia. La concreción del encuentro de ambos es más importante que los dichos de la gente.
Se cumplió de este modo lo que decía el apóstol san Pablo en la segunda carta a los cristianos de Tesalónica (1,11-2,2): “rogamos constantemente por ustedes a fin de que Dios los haga dignos de su llamado”. ¡Qué bello el poder decir que oramos para que quien está alejado del Señor sea considerado digno del llamado del mismo! Nuestra sola presencia en el mundo, al igual que la de Zaqueo, hace referencia a que hemos sido elegidos y hallados dignos para Dios.
Y continúa el apóstol diciendo que el Señor “lleve a término en ustedes con su poder, todo buen propósito y toda acción inspirada en la fe”. Esto se realizó con creces en el publicano, ya que Zaqueo va en busca del Salvador porque alguien le inspiraba el buscar un camino distinto a su avaricia, a su acopio de riquezas y, a su olvido del prójimo. Y se encuentra con el Señor iniciándose así una vida nueva.
Signo de esto son sus palabras de conversión: “Yo doy la mitad de mis bienes a los pobres y si he perjudicado a alguien le doy cuatro veces más”. La respuesta de Zaqueo nos recuerda algo que posiblemente olvidamos a menudo, y es que en el proceso de conversión, no basta con el arrepentimiento del pecado.
Muchas veces se piensa con ligereza que es posible vivir como a uno se le da la gana, total al fin de la vida y ante las puertas de la muerte, nos arrepentimos y listo. Sin embargo esto no es así, ya que no es suficiente confesar los pecados aunque arrepentido, -si es que un camino prolongado en el mal no nos ha endurecido el corazón llevándonos a un simulacro de dolor-, sino que necesario reparar los daños que hemos ocasionado. O sea, que el arrepentimiento se consuma con el propósito de evitar el pecado en el futuro junto con la reparación del mal realizado.
Zaqueo, cuyos pecados principales estaban encuadrados en lo que podríamos llamar “delitos económicos” o enriquecimiento por despojo de los más débiles, se dispone a reparar, aunque todavía no ve claro lo que esto implica ya que dice “si he perjudicado”. Estaba haciendo recién un proceso de fe hacia una lucidez mayor acerca de su interioridad, pero ya demuestra su buena disposición, fruto de la gracia divina. Podríamos decir que sospechaba o mejor dicho, estaba cierto, que su vida no había sido muy clara. Quiere restablecer la justicia vulnerada devolviendo a cada uno lo suyo, en lo que había sido perjudicado pero va más lejos todavía por medio de la caridad, cuando decide “resueltamente” entregar a los pobres la mitad de su fortuna bien habida.
La decisión de recomponer su amistad con Dios y con el prójimo, produce esta exclamación del Señor lleno de alegría: ”Hoy ha llegado la salvación a esta casa “. La salvación es por lo tanto el culmen de este caminar hacia la lucidez plena.
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de la misericordia de Dios manifestada con tanta frecuencia? El libro de la Sabiduría (11,22-12,2) que proclamamos como primera lectura, afirma que “el mundo entero es delante de ti como un grano de polvo”, evidenciando así la abismal diferencia que existe entre el Creador y las creaturas. Y al continuar recordando que “Tú te compadeces de todos porque todo lo puedes”, señala la omnipotencia de Dios como el fundamento de su perdón.
Al hombre le cuesta ser misericordioso y comprender lo que esto significa justamente porque no es todopoderoso y, muchas trabas de todo tipo le limitan proceder con total libertad en el momento de inclinarse a las miserias del otro.
Otra realidad se vislumbra al referirnos al Creador, ya que de su omnipotencia se sigue su misericordia, y de ésta se continúa el amor hacia todas las creaturas, ya que “tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho porque si hubieras odiado algo, no existiría”. Esta afirmación echa por tierra el pensamiento que a veces nos asalta de pensar que Dios no nos ama porque no recibimos lo que suplicamos o porque somos frecuentemente probados.
Meditar esto nos hará mucho bien, ya que descubriremos siempre que Dios nos ama y que nos ha creado para una misión concreta a la cual espera que le respondamos, no de mala gana o a medias, sino resueltamente como Zaqueo.
Aún siendo pecadores o sintiéndonos alejados de Dios, Él espera que nos convirtamos generosamente a su Persona, libremente, ya que sin la libertad en la respuesta humana, es imposible realizar cualquier designio de Dios, porque al decir de San Agustín, “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Sintámonos, por lo tanto, interpelados por el Señor. Como a Zaqueo, quizás el Señor nos está diciendo “baja pronto de tu orgullo, baja pronto de tu autosuficiencia, deja de considerarte que eres único en la vida, baja pronto de la creencia de que puedes arreglártelas sin mi, ya que quiero alojarme en tu casa”.
No dejemos que Jesús pase por nuestra vida sin llevarse la respuesta de una libertad decidida a vivir con Él, para Él y por Él, “porque no nos quita nada sino que por el contrario nos da todo” (Benedicto XVI)

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXXI “per annum”, ciclo “C”. 31 de octubre de 2010.
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