En la primera oración de esta misa, reconociendo que Dios nos hizo hijos suyos pedíamos: “míranos siempre con amor de Padre”. ¡Qué hermosa súplica! Ella debe estar siempre en nuestro corazón y hemos de repetir con frecuencia.
Súplica ésta que ya está presente incluso en el Antiguo Testamento cuando el pueblo de Israel en el destierro se siempre oprimido por tantas dificultades sufridas en manos de sus enemigos. Pueblo que angustiado, sin esperanza, también acudía confiadamente repitiendo “Míranos siempre Señor con amor de Padre”, recordando la alianza sellada en el Sinaí. Ante ello, la respuesta de Dios como lo recuerda hoy Isaías (35, 4-7ª), será “Digan a los que están desalentados, sean fuertes, no teman, ahí está su Dios. Llega la venganza, la represalia de Dios, Él mismo viene a salvarlos”. La represalia de Dios está siempre presente en Él, pero no como lo entendemos habitualmente, como venganza, sino como salvación del hombre, como lo marca el profeta al decir, “Él mismo viene a salvarlos”. Cuanto más se obstina el ser humano en alejarse de Dios, en separarse de Él, su venganza será salvarnos, sacarnos de la miseria en la que estamos postrados. Es en el vacío en el que estamos muchas veces sumergidos, donde comprendemos la necesidad de retornar a Dios. Es por eso que el profeta, mirando siempre el futuro, anuncia la presencia del Mesías que se manifestará prolongando la misericordia de Dios, por medio de gestos y de milagros. En el evangelio de hoy (Marcos 7, 31-37) encontramos a Jesús ante quien presentan un sordomudo, que no proviene del judaísmo. Como enviado del Padre y respondiendo a la segura solicitud que se le hiciera, “míranos con amor de Padre”, lo aparta del gentío para hacer notar que para ser sanado interiormente ha de alejarse de los apegos mundanos, y con gestos que impresionan a los presentes por su significación, le devuelve la capacidad de oír y de hablar. No recobra meramente la capacidad física de la que carecía para oír la Palabra, ya que la fe entra por el oído, según San Pablo, sino que obtiene la capacidad de escuchar con el corazón, respondiendo con fe, aceptando la salvación otorgada por quien viene a transformar su corazón. Y este hombre está dispuesto a proclamar las maravillas con las que fue bendecido, a pesar que se le pidiera silencio sobre lo acontecido para resguardar el “secreto mesiánico” por el cual el ser humano no se vería tentado a buscar a Jesús por la espectacularidad de sus signos, sino por la fe en su divinidad, ya que su gran signo será la muerte y resurrección. Representa este hombre, además, a la humanidad, que está como sorda en este mundo a la voz de Dios y que necesita la acción divina para escucharlo, y que está muda por miedo a proclamar las maravillas de Dios, necesitando por tanto que Jesús le suelte la lengua para dar a conocer al mundo su presencia salvadora. Decía la oración a continuación de la súplica “míranos con amor de Padre”, que “a los que hemos creído en tu Hijo, concédenos la libertad verdadera y la alegría de la vida eterna”. La fe, en efecto, es la que libera porque nos saca de toda esclavitud, de las seguridades que nos fabricamos, para abrir el corazón totalmente a la acción de la gracia de Cristo adhiriéndonos a Él. Si la sociedad sigue anclada en sus problemas, prisionera como Israel en tiempos de Isaías, cada vez más enferma, es porque no se ha abierto al Señor, el cual con sus milagros viene a asegurarnos que quiere tocar el corazón de todos, a cada uno de acuerdo a sus necesidades, a sus problemas. ¡Cuántas cosas hay que sanar en nuestras vidas, cuántas pequeñeces nos separan del Señor e impiden que crezcamos aún en la referencia caritativa con nuestros hermanos! El apóstol Santiago (2,1-7) nos habla de la acepción de personas, que no es propia del cristiano. Y así dice que si en la celebración litúrgica entra un hombre con anillo de oro y un pobre, es probable que estemos tentados de atender con deferencia al primero y arrinconar al segundo. Esa acepción de personas no refiere únicamente a una situación económica, ya que no pocas veces distinguimos entre el inteligente y el que no lo es, entre el malo y el bueno, entre el simpático y el antipático, entre el que nos adula y el que nos corrige. Si no hemos de hacer acepción de personas es porque al invocar “míranos con amor de Padre”, reconocemos que todos somos hijos de ese Padre y hermanos entre nosotros, y nuestro corazón de cristiano se transforma dando lugar a todos como hijos de un mismo Padre. Más aún, Santiago nos advierte que no somos inteligentes cuando preferimos a los grandes y poderosos, dejando de lado a lo que no vale según la percepción de la sociedad, porque “¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman? Y sin embargo, ¡ustedes desprecian al pobre! ¿No son acaso los ricos los que los oprimen a ustedes y los hacen comparecer ante los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman contra el Nombre tan hermoso que ha sido pronunciado sobre ustedes?” Nos está diciendo Santiago apóstol que muchas veces nosotros, dejándonos engañar por las apariencias, exaltamos a los que nos oprimen, o por lo menos los dejamos hacer a su antojo, mientras dejamos de lado a quienes son los preferidos del Señor, porque son considerados como la sobra de la sociedad. Más aún, los poderosos de este mundo nos amenazan diciéndonos que hemos de tenerles miedo, aunque sea un poco, después de Dios. El verdadero temor de Dios consiste en temer ofenderlo por ser Él quien Es, y por considerarnos nosotros sus hijos. El pretendido temor a los poderosos, en cambio, está basado en el miedo a perder nuestra dignidad de personas, grandeza que Dios nunca nos quita. En medio de las dificultades de nuestro caminar en este mundo no dejemos nunca de clamar confiadamente “Míranos Señor con amor de Padre”. Incluso pedir esto en referencia a nuestra condición de ciudadanos, ya que la Argentina, hoy más que nunca sumida en tantas miserias, necesita de la mirada amorosa de nuestro Creador, para que volvamos a sentirnos también hijos y protagonistas del destino de nuestra Nación. Pero el Padre nos reclamará, eso sí, que volvamos a la fidelidad a su Nombre y a la búsqueda de su Hijo, y así alcanzar la verdadera libertad y la alegría eterna.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 09 de septiembre de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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