29 de mayo de 2016

“Conociendo Cristo nuestra hambre de Dios, deja a su Iglesia el mandato de proveernos de Él mismo por medio del sacerdocio”.


Centramos hoy nuestra atención en otro misterio de fe que nutre la vida interior del creyente, consolidando la primacía de Jesús en el caminar  del hombre hacia la Casa del Padre.
El misterio de la presencia verdadera y real del Señor en las especies eucarísticas de pan y vino, cumpliendo así la promesa de permanecer junto a nosotros hasta el fin de los tiempos. Es la fuente inagotable de vida para quienes creemos en Jesús, ya que se entrega generosa y continuamente  para saciar el hambre y sed del hombre por Dios.
Comiendo su Cuerpo y bebiendo su Sangre, recibimos el alimento de la vida terrena y saboreamos anticipadamente la gloria del Cielo.
Cristo nos conoce necesitados y hambrientos de la divinidad, de allí que deje a su Iglesia el mandato de proveernos de Él mismo por medio del sacerdocio.
En el texto del evangelio (Lc. 9, 11b-17), Jesús como enviado del Padre, habla incansablemente a la muchedumbre del misterio del Reino que con Él comienza y que ratifica curando a los enfermos de diversas dolencias. 
A quienes son dóciles a su Palabra, les manifiesta el misterio de la divinidad, la sabiduría del Espíritu de la verdad  reservada a los humildes.
La presencia de Jesús subyuga a la gente de tal manera que hasta cae la tarde y carecen de alimento para saciar su hambre. Las palabras del Señor entran de tal modo en el corazón de todos que están colmados de verdad y gracia. Quieren estar con Jesús porque Él da sentido verdadero a sus propias vidas. Pero Jesús reclama a sus discípulos que den de comer a la muchedumbre, haciendo ver que quiere el concurso del hombre, de su Iglesia, de los apóstoles, para que  su presencia sea realidad a lo largo de la historia.
Sin embargo, la limitación del ser humano por saciar el hambre de sus hermanos, hace que Jesús, partiendo de cinco panes y dos pescados, sacie a todos los presentes, anticipando con ese signo que será su Cuerpo y Sangre entregados en sacrificio, los que  colmarán el hambre y sed de Dios en las generaciones futuras.
En nuestros días la realidad en la que estamos insertos es semejante. Jesús nos sigue hablando por su Palabra siempre viva, por su Iglesia, en la misa dominical. Nosotros, al igual que la gente del relato evangélico, acudimos para escucharlo, pero, ¿las actitudes son semejantes? ¿Estamos atraídos por la verdad que recibimos del Señor, o  sólo es una reflexión piadosa para un momento? ¿Tomamos la enseñanza de Cristo en su totalidad, o sólo retenemos aquello que coincide con nuestros pensamientos, dejando lo que pensamos no se adecua a nuestra cultura relativista?
La palabra de Jesús debe producir en nosotros el deseo de unirnos más plenamente a Él, sorteando los obstáculos que se oponen a la recepción fructuosa de su Cuerpo y Sangre sacramentados y ofrecidos como prueba del amor infinito del que somos objeto.
Con tono también eucarístico, el apóstol san Pablo (I Cor. 11, 23-26) nos recuerda  que cada vez que se repiten los gestos de Jesús se realiza el mandato que dejó en la última Cena “Hagan esto en memoria mía”.
De allí que en cada misa se renueva la Cena del Señor en la que se ofrece como alimento de vida y se actualiza el sacrificio de la Cruz en el que se brinda como víctima de salvación por nosotros pecadores.
La certeza de esta presencia del Señor en las especies de pan y vino nos debe conducir siempre a vivir actitudes de profundo respeto hacia Él, a buscar estar siempre en estado de gracia, sin pecado, para recibirlo fructuosamente, a decidirnos a prolongar en nuestra vida esta unión profunda  que produce la fe.
Estar con Jesús nos asegura que si ponemos algo de nosotros mismos, Él nos asegura multiplicar ese poco y mantenernos en estado de conversión y gracia.
La unión con Jesús se ha de prolongar también en actitudes nuevas para con los demás, en las que prime la caridad fraterna, la preocupación por realizar las obras de misericordia que manifiesten nuestra cercanía ante las carencias del  prójimo, la búsqueda de la justicia y la paz para la sociedad toda.
Si nuestra vocación a la santidad es el objetivo de nuestro diario caminar, si queremos estar revestidos de bondad y no por una fachada de “correctos”, Jesús cambiará la debilidad en fortaleza, nuestra impureza en fragancia espiritual, nuestra indolencia en prontitud de corazón.
Cristo se hace presente por cada uno de nosotros en cada Eucaristía, reclamándonos  devoción interior y exterior, entusiasmo por adorarlo y reconocerlo, deseo sincero de crecer en santidad y verdad de vida cristiana.
Si sólo es presencia por compromiso, sin ansias de Cristo en sentido pleno, el cristiano permanece en su chatura espiritual, agobiado por el hambre y sed de Dios pero sin saber cómo saciar el corazón.
Queridos hermanos: Quien ama a Jesús como Dios y amigo, desea estar siempre con Él deseando sea realidad “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn. 6,57).


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor. Ciclo C.  29 de mayo de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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