1 de noviembre de 2017

“Plenos del amor divino hemos de procurar el bien del prójimo, realizando obras virtuosas en beneficio de todos”


 Nos narra el evangelio del día (Mt. 22, 34-40) que un fariseo para poner a prueba a Jesús le pregunta acerca de cuál es el mandamiento principal de la Ley.
La pregunta no deja de tener sentido ya que estaban muchas veces abrumados con un sinnúmero de preceptos, como los que señala la primera lectura del día (Ex. 22, 20-26) entre otros, y se perdía la dimensión entre lo principal y lo accesorio.
Jesús responde planteando una situación novedosa para ese momento, ya que ubica casi en el mismo plano de importancia el amor debido a Dios y al prójimo, señalando  además que resumen toda la ley moral.
Esta respuesta del Señor desorienta notablemente a sus oyentes, ya que Cristo se adjudica de poder de interpretar la ley con independencia, e incluso de darle una nueva formulación, citando dos textos de la ley que constituyen la base de la nueva moral evangélica (cf. Dt. 6, 5 y Lv. 19, 18).
Lo original que presenta Cristo consiste en colocar al segundo mandamiento también en la categoría de grave respecto a la obligación de observarlo.
Ambos mandatos son primordiales ya que de ellos “penden la ley y los profetas” (Mt. 22, 34-40), es decir, toda la revelación del Antiguo Testamento, de manera que las obras tienen valor como actos de amor a Dios y al prójimo.
Sin embargo, entre los dos hay un orden de precedencia, de modo que el segundo es posterior y semejante, no igual, al primero.
Corresponde, pues, que Dios  merezca el primer lugar en el  corazón del hombre por ser Creador y Padre, unidos a Él por el “cordón umbilical” que es la virtud de la religión y de la caridad, y que posteriormente el amor tenga en cuenta al prójimo que es “imagen y semejanza” de Dios, y cuya presencia prolongue el rostro de Jesús, el Verbo encarnado.
Este orden en el ámbito del amor, nos permite comprender que el amor a Dios ha de ser totalizante, absorbente, exclusivo, con toda la capacidad de que sea capaz el hombre, ya que abarca, robustece y da sentido a los demás amores.
Nuestra unión con Dios debería ser tal, que prefiramos perderlo todo antes que ofenderlo y, que busquemos entregarnos a Él sin pretender recibir cosa alguna, ya que su amor siendo tan perfecto nos engrandece siempre.
¡Cuántos sacrificios somos capaces de realizar en nuestra vida diaria por nuestros seres queridos, por nuestras cosas, pero qué fríos nos mostramos cuando se trata de manifestar el amor a Dios!
Es verdad que como no lo tenemos presente sensiblemente a Dios, con frecuencia no nos conmueve su existencia emotivamente hablando, mientras que sí nos sentimos motivados ante la presencia de las personas que amamos, ya que  las conocemos mediante los sentidos, descubriendo de ese modo tanto sus cualidades como sus defectos.
El amor a Dios en los santos no sólo era devoción que los elevaba en la contemplación, sino también en sus obras, cumbre del afecto “cordis”.
Dada nuestra imperfección, por la que dependemos mucho de lo que captan los sentidos, tanto para conocer como para amar, en la relación con Dios se nos requiere por lo menos el amor “efectivo” u operativo durante la vida temporal.
Cuando está ausente el amor a Dios en la vida de las personas, agoniza y desaparece también el amor al prójimo, situación que es habitual, como lo podemos observar, en nuestros días.
Las muertes, el desprecio por la dignidad de la persona y la vida, las injusticias cada vez más frecuentes, la insensibilidad ante los males del otro, la falta de preocupación por la ausencia de la vida divina en el corazón humano y, tantos otros males, no hacen más que dejar al descubierto que cada vez se prescinde más y más de la presencia de Dios en el caminar del hombre.
El amor al prójimo no sólo es el natural, o sea, la respuesta amorosa que brindamos a quien nos agrada, sino que debemos elevarnos a amar sobrenaturalmente a quien nos odia, al enemigo, al que nos ha hecho mal.
Este amor sobrenatural tiene un primer paso que es el amor de benevolencia, es decir, queremos el bien para el otro, aunque sea enemigo, y un segundo paso es el amor de beneficencia,  por el que hacemos el bien a  los demás.
Dentro del bien que hemos de querer para el otro, el principal es el espiritual,  procurando que las otros personas se encuentren con Dios, se conviertan, abandonen el pecado y vivan la plenitud de la vida de la gracia.
Muchas veces estamos dispuestos a ayudar con dinero, con compañía, con consejos, con el cuidado de su salud, a los prójimos nuestros, pero nos cuesta procurar su conversión, aunque más no sea suplicando esa gracia a Dios.
No olvidemos que los bienes materiales con los que estamos dispuestos a ayudar a otros, son al fin, transitorios, efímeros y relativos, y que en definitiva para nada sirven si el hermano se pierde y no alcanza la gloria para la que hemos sido creados todos.
El único bien absoluto es el participar de la vida divina, para siempre, después de nuestra muerte, de modo que ha de ser primero el procurar esta gracia para nosotros y para los demás.
Por otra parte, qué mejor muestra de amor a Dios es el valorarlo de tal manera que aspiremos siempre a encontrarnos ante su presencia.
Alimentados por el amor divino manifestado en su Palabra y en la Comunión, vayamos por el camino verdadero procurando ayudar a otros a encontrase con el Salvador de nuestras almas.

Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXX “per annum”, ciclo “A”.   29  de Octubre de 2017.

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