10 de febrero de 2018

El Hijo de Dios se hace hombre para cargar sobre sí las debilidades de la humanidad, presentándose leproso por la muerte en cruz.


Para la mentalidad judía las enfermedades de la piel, especialmente la lepra, hacían impura a la persona. Precisamente los capítulos 13 y 14 del libro del Levítico refieren a las prescripciones de la Ley para estos casos.
La impureza en la que se incurría era legal y religiosa por lo que la persona era apartada de la comunidad y no podía participar dignamente del culto. Se trataba de alguien golpeado por Dios a causa del pecado.
Sólo el sacerdote certificaba la curación del leproso, en su carácter de  juez e intérprete de la ley, permitiendo que se  reintegrara a la comunidad y al culto divino.
Esta disposición no sólo regía en el A. T. (Lev. 13, 1-2.45-46) sino también en tiempo de Jesús, el cual  respetaba (Mc. 1, 40-45).
Imaginémonos el momento del encuentro entre el leproso y Jesús.
El enfermo, separado de Dios y de la comunidad, contrariando la ley misma, se acerca  a Jesús, cae de rodillas ante Él suplicando con humildad “Si quieres, puedes purificarme”.
Es el ruego de la criatura ante su Creador, la oración de quien se sabe pequeño y trata de acercarlo a  su miseria para que Él la  remedie.
Precisamente eso es lo que sucede, ya que Jesús conmovido responde “lo quiero, queda purificado” mientras extiende su mano y lo toca.
El gesto de tocar de parte de Jesús, significa que el poder divino va al encuentro de las miserias manifestando su cercanía con los hombres.
Imagen nueva es de Dios mismo, ya no más lejos de la humanidad doliente, sino que se hace hombre para cargar sobre sí las debilidades del hombre, siendo Él mismo tratado como leproso en la cruz.
Cualquiera de nosotros ante la visión de un cuerpo carcomido por la lepra y úlceras de todo tipo, no se hubiera acercado al enfermo, mientras que Jesús lo hace abiertamente, sin declamación alguna, sino convencido de la necesidad que el enfermo tiene de ser acogido, comprendido y consolado.
La cercanía de Jesús ante el misterio destructor del pecado en cada ser humano, nos debe hacer ver con fe, que nadie, por más enfermo que esté, debe considerarse perdido para la causa de la salvación y restauración interior.
Conocidos tantos leprosos del alma entre nosotros, muchas veces nos presentamos como jueces, impidiendo así no sólo nuestra propia curación, ya que nadie escapa al poder destructor del pecado, sino también la del prójimo.
Sabemos que el pecado, ya sea como rechazo de Dios o indiferencia ante su presencia en nuestras vidas, como las ofensas y el mal cometidos contra el prójimo o nosotros mismos, nos transforman en leprosos necesitados de Dios.
Cristo  ingresó en la historia humana para curar nuestras lepras interiores, de allí la necesidad de recuperar el sentido profundo del pecado para detestarlo.
A veces consideramos que no somos pecadores, ya que hemos perdido el sentido del bien y del mal, o creemos engañosamente que cada persona puede decidir qué es bueno o qué es malo, sin sujeción a la ley moral.
Sucede también en nuestros días que se va desdibujando progresivamente la contemplación de la grandeza divina, de manera que cuanto mas se empequeñece Dios en nuestro corazón, menos se percibe la gravedad del pecado que nos separa de Él.
El mismo Jesús proclama que en el interior del hombre tienen origen multitud de pecados (Mc. 7, 14-23), y cuyo reconocimiento por parte nuestra hace posible el camino de la conversión, de allí la necesidad de postrarnos con humildad ante Jesús suplicándole que nos cure, sabiendo que lo hará ante nuestra actitud de fe y decisión de comenzar una existencia nueva.
Precisamente la obligación de presentarse al sacerdote para que certifique la curación, se convierte hoy en la necesidad de recibir la absolución en el sacramento de la reconciliación, signo concreto de nuestra buena disposición y de la eficacia del perdón divino.
Curados de nuestra lepra interior que es el pecado, estaremos mejor dispuestos para vivir la realidad de una “Iglesia en salida”, es decir, una Iglesia que por cada uno de nosotros, se aproxima a los leprosos de nuestros días para asegurarles el consuelo del perdón divino.
¡Cuántas personas volverán a Dios ante la actitud  afable que podemos manifestar a los demás, aunque sean pecadores indiferentes a lo divino!
Es tan grande la experiencia del consuelo del perdón divino recibido a pesar de nuestra indignidad, que como el leproso del evangelio, nos sentiremos impulsados a proclamar ante el mundo la bondad divina que nos empuja a  desplomarnos llenos de agradecimiento.
Queridos hermanos: nuevamente se nos invita a caminar al encuentro de Jesús, para que Él nos cure de las lepras interiores.
Y una vez curados, continuar nuestra existencia mortal haciendo propia la exhortación de san Pablo ( I Cor. 10, 31-11,1), realizando todo para la gloria de Dios con la certeza de que si siempre pretendemos agradarle, obraremos mas seguros el bien.
Pidamos también la gracia de que no seamos con nuestra conducta ocasión de que otros pequen, y que busquemos siempre, como insiste el apóstol, el interés de los demás para que muchos se salven

.Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VI° domingo del tiempo Ordinario ciclo “B”. 11 de Febrero de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.

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