6 de febrero de 2018

San Pablo al decir “¡Ay de mí si no predicara el evangelio!”, estimula a anunciar la verdad revelada, ya que en ello está la alegría y recompensa.

De los textos bíblicos de la liturgia de este domingo extraemos dos ideas claves relacionadas entre sí: el sufrimiento y sus alcances y, la predicación de la Palabra salvadora de Dios.
Ciertamente la reflexión que podemos hacer sobre estos temas nos conduce a un compromiso más profundo con el Salvador, con nosotros y los demás.
En referencia al sufrimiento sabemos que en la concepción judía del Antiguo Testamento, se lo percibía como consecuencia natural de los pecados personales. La felicidad, en cambio, es concebida como resultado propio de quien vive en amistad con Dios realizando el bien.
Sin embargo, la experiencia humana diaria hace temblar este planteo simplista, ya que no pocas personas prosperan a pesar de sus maldades, y  otros muchos que  padecen todo tipo de calamidades, hambre, miseria y persecución por su honestidad de vida y fidelidad a Dios y al hermano.
Este es precisamente el drama que  expone el libro de Job (7, 1-4.6-7).
La crisis subyacente en el  libro de Job aparece como planteo de vida en el decurso del tiempo, de modo que también en nuestros días nos planteamos por qué el mal y su hacedor prosperan, mientras que el bueno padece en el cuerpo y en el alma; o por qué el sinvergüenza es un señor y el honesto es un tonto y el hazmerreír de no pocos en  este mundo.
Para Job, la vida después de este mundo es como una sombra, por eso la necesidad de la retribución en la tierra.
Nosotros, en cambio, desde la fe,  contemplamos la persona de Cristo que da sentido al aparente fracaso de la Providencia divina.
Verdades de la fe, como la de la Vida Eterna, fueron reveladas de a poco, por eso la explicable importancia que el judío ponía en el presente feliz por encima de toda otra percepción que pudiera superar el tiempo.
La inquietud existencial que presenta, pues, el libro de Job, encuentra su respuesta acabada en el evangelio que hemos proclamado (Mc. 1, 29-39).
En todo el evangelio de Jesucristo, aparece claramente el poder del Señor sobre las fuerzas del mal, que nunca tienen la última palabra, los enfermos son sanados y los demonios expulsados del cuerpo de los posesos.
Este aspecto sanador propio de la presencia de Jesús entre nosotros, es la señal evidente que ha venido a salvarnos de nuestras miserias, que su Reino ha comenzado y que la opción por seguirle urge cada vez más.
Los males que sufrimos en este mundo son consecuencia del pecado de los orígenes, por el que quedó herida nuestra amistad con Dios, limitados por la fragilidad del cuerpo como materia,  padeciendo la influencia de la concupiscencia, acercándonos siempre a la muerte.
En Cristo se cumple la promesa divina de salvación, por lo que con su muerte se hace realidad  “que tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades” (Mt, 8, 17), y con su resurrección, nos reintegró a la vida de la gracia que nos emparenta con la divinidad.
Las curaciones de enfermos y expulsión del demonio, nos afirman en la esperanza que el Señor no nos deja solos, a nuestra suerte, en medio de las fragilidades humanas, sino que nos sostiene con su bondad.
No quitó el dolor o las enfermedades de nuestra existencia terrenal, sino que las integró otorgándoles un sentido nuevo, no nos liberó de las influencias del demonio, pero nos enseñó a combatirlo con medios eficaces para liberarnos de su opresión y pretensión constante de dominarnos.
El sufrimiento, en vez de ser aplastamiento del hombre, se convierte, aceptado libremente, en medio indispensable de nuestra purificación y de nuestro crecimiento espiritual.
Las tentaciones, en lugar de esclavizarnos al demonio, son ocasión propicia para fortificar nuestra libertad en el ejercicio continuo del bien.
Por otra parte, la experiencia nos alecciona que el no aceptar la realidad del dolor y del sufrimiento no nos libera, al contrario, nos cargamos de angustia y del sin sentido de la vida.
La aceptación de estas limitaciones humanas, por el contrario, nos permiten madurar y encontrar la verdadera felicidad que concede la vida de la cruz.
En este contexto de las curaciones que realiza Jesús, advertimos su conexión con la predicación, propia de la misión del creyente.
En efecto, Cristo enseña y exige como condición para sanarnos la presencia de la fe por la que creemos que es el Hijo de Dios hecho hombre y aceptamos  vivir conforme a sus disposiciones providentes.
Precisamente el texto del evangelio nos recuerda que Pedro y los apóstoles van en busca de Jesús que está a solas orando, para decirle “todos te andan buscando”, sintetizando el deseo de mucha gente por encontrarse con Él.
Sin embargo, esta búsqueda  ha de estar fundada en la voluntad  firme de cada uno por adherirse a su persona y no porque cure las dolencias.
No pocas personas se acuerdan de Jesús sólo en los momentos de dolor o enfermedad, para luego olvidarlo al cesar  la tormenta, cuando en verdad la actitud que debe primar, es la de ir tras Él para ver dónde mora y qué enseña para la vida, como hicieron los discípulos de Juan  (cf. Jn. 1, 35-42).
Como creyentes hemos de llevar a todos el mensaje salvador de Jesús, dar a conocer que aunque no cure siempre nuestras dolencias, su presencia garantiza la fuerza necesaria para seguir adelante en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.
Hacer conocer la fuerza curativa de los sacramentos, la confesión, la comunión, la unción, por medio de los cuales alcanzamos la verdadera “energía” que decimos buscar siempre, aunque no constantemente en la verdadera fuente que es Dios mismo.
San Pablo (I Cor. 9, 16-19.22-23)  nos estimula como evangelizadores cuando afirma de sí mismo “¡Ay de mí si no predicara el evangelio!”, reconociendo que lo hace por necesidad ya que ha sido elegido como apóstol y en el anuncio de la verdad revelada está su alegría y recompensa.
En la evangelización hemos de acercarnos a todos como Jesús, tratando de  hacernos débiles con los débiles,  todo para todos y así ganar aunque sea algunos,  como lo expresa con fuerza el mismo apóstol.
Queridos hermanos: curados de nuestras heridas, a veces abundantes, llevemos la presencia de Jesús a todos para avivar la esperanza en Él, enseñando que no nos olvida y que siempre camina a nuestro lado, ayudándonos a cargar las cargas de cada día como llevara Él mismo la cruz de toda la humanidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 5to domingo durante el año. Ciclo “B”. 04 de febrero de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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