16 de septiembre de 2018

“Caminaré en la presencia del Señor, en la tierra de los vivientes”, porque Él es el Mesías Salvador”


A veces alguna persona conocida o amiga o familiar nos pregunta ¿qué dice la gente de mí? ¿Cómo me consideran en el trabajo, en el círculo de amistades o aquellos que me conocen? Ante ello tratamos de responder lo más cercanamente posible a la verdad, aunque si las opiniones son desfavorables las minimizamos para no herir a quien nos interroga.

Pero cuando la pregunta se orienta a saber qué pienso yo en concreto, la respuesta es más comprometedora, aunque no abarque toda la realidad, ya que carecemos de un conocimiento exhaustivo de  la intimidad de  los demás.
El texto evangélico (Mc. 8, 27-35) de este domingo nos presenta a Jesús que formula a los discípulos esta pregunta sobre lo que la gente dice de Él. No es que le desvele la opinión o juicio del común de los mortales, sino que apunta sobre todo a sus seguidores más cercanos, preparando el corazón de ellos ante lo que vendrá, previendo lo que acontecerá en su camino como Salvador de los hombres, como puente que es entre Dios y la humanidad toda.
Las respuestas se suceden poniendo en evidencia que la gente no ha calado a fondo el misterio del Señor, y que su conocimiento sólo versa sobre sus cualidades proféticas.
Jesús, a su vez, ante la diversidad de respuestas interpela directamente a sus discípulos diciendo: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?”, a lo que Pedro responde “Tú eres el Mesías”, continuando el Señor con el mandato de no decir absolutamente nada acerca de su mesianismo divino, precisamente para no alentar la falsa esperanza de un Mesías temporal que pudiera salvar a Israel de la opresión romana.
Pero sabiendo que tal idea estaba presente entre los oyentes, el Señor anuncia el misterio de su pasión y muerte como camino único de la salvación humana.
Pedro, que se había distinguido por su profesión de fe, deja al descubierto que pensaba en un Mesías temporal reprendiendo a Jesús por el anticipo del misterio redentor, pero recibiendo a su vez el rechazo del Señor porque sus “pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Ahora bien, continuando con la reflexión evangélica debemos considerar también que esta pregunta acerca de la identidad de Jesús se dirige también a cada uno de nosotros en el hoy de esta cultura tan fragmentada que huye de la verdad y del bien decididamente, pero casi con vergüenza, ya que intuye que implica abandonar la verdadera realización del hombre.
La pregunta incisiva la formula Cristo a cada uno diciendo: “Quién dices que soy yo?” alertándonos que se trata de algo que pone al descubierto nuestro corazón y la verdadera adhesión de éste a lo que nos enaltece y permite crecer como personas dignas de la filiación divina.
¡Qué sorpresa nos llevamos sin duda alguna si miramos a lo que acontece a nuestro alrededor cuando la presencia de Cristo no aparece en toda su verdad!
Lo utilizamos con la oración cuando los problemas nos agobian, pero después nos olvidamos de que existe en nuestra vida, le pedimos perdón pero no cambiamos cuando el pecado nos interesa más que Él mismo, nos exhibimos realizando actividades nobles pero sin entregarle definitivamente nuestro corazón.
Más aún, en este aspecto, hasta podríamos citar al apóstol Santiago (2, 14-18) diciendo: “Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe”, cayendo en el engaño frecuente de que esas obras buenas manifiestan nuestra fe en Jesús, cuando en el fondo sólo buscamos tranquilizar la conciencia en el sentido de que “no somos tan malos”.
La fe en Jesús y las obras a realizar van siempre juntas, ya que la fe se prolonga en el bien realizado según la voluntad del Señor, y las obras significan que es tan grande la adhesión al Hijo de Dios que es primordial realizarlas en beneficio de quienes son también amados por Él por haber  sido redimidos del pecado y de la muerte eterna.
La señal de la verdadera fe y adhesión a la persona del Hijo de Dios hecho hombre la expresamos cuando se hace realidad “el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Renunciar a nosotros mismos implica dejar aquello que apetecemos y es incompatible con la fe en Cristo, esto es, el pecado, ya mortal o venial, que acecha siempre.
Renunciar es también descartar todo lo que resulta impedimento para obsequiarle nuestro corazón en todo momento, no sólo a su persona, sino también a todo aquél cuya sola presencia nos habla de su necesidad de ser amado en aras de una vida evangélica más perfecta.
Adherirse a Cristo es vivir a fondo lo que cantábamos en el salmo responsorial (114, 1-6.8-9) “Caminaré en la presencia del Señor””Amo al Señor, porque Él escucha el clamor de mi súplica, porque inclina su oído hacia mí, cuando yo lo invoco”.
El que quiera salvar su vida, es decir, guardarla para sí mismo sin entregarla al servicio del Señor y de los hermanos, la perderá indefectiblemente, mientras que quien la “pierde”, es decir, la entrega con generosidad, la salvará para siempre.
Pidamos, hermanos, por esta intención, con la seguridad de que Él nos escucha.
¡Cristo asegura que nos bendice y acompaña siempre en el camino de la santidad evangélica que conduce a la morada eterna de la salvación humana!

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXIV del tiempo Ordinario. Ciclo “B”. 16 de septiembre de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com

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