26 de diciembre de 2018

Por el Nacimiento de Jesús el Señor, descubramos nuestra dignidad de hijos adoptivos de Dios, para valorarla y conservarla cada día.

En la oración con que comenzamos la misa de Noche Buena pedíamos a Dios que ilumina esta noche con la claridad de Cristo, luz verdadera, “que después de haber conocido en la tierra los misterios de esa luz, podamos también gozar de ella en el cielo”.

Se nos enseña de ese modo, que la Venida en carne humana del Hijo de Dios, ilumina nuestra existencia terrenal  develando la Providencia divina en los misterios de salvación comunicados por Jesús, comprendiendo que la meta es la Vida Eterna.
En la misa de la Aurora se insiste en que estamos “envueltos con la nueva luz  de tu Verbo hecho carne” pidiendo por lo tanto que “resplandezca en nuestras obras lo que por la fe brilla en nuestro espíritu”, destacándose así la necesidad de que las obras sigan a la fe.
Y en la misa del día, por fin, queda evidenciada la verdad total de la Navidad, ya que se trata de una “nueva creación” o restauración de la naturaleza humana, por la que nos atrevemos a pedir el “participar de la vida divina de tu Hijo, como Él compartió nuestra condición humana”, realizándose así la elevación nueva del hombre caído.
En efecto, creado el hombre en santidad no supo permanecer en fidelidad a su Creador, mancillando su ser que es imagen y semejanza Suya por el pecado de soberbia que le hizo perder la inocencia original.
Pero en la caída buscó Dios el remedio  de la salvación, de manera que si Eva seducida por el maligno se opuso al plan divino, otra mujer, María Virgen, se deja seducir por el amor de Dios y consiente en ser instrumento de la restauración humana por su disponibilidad total.
Y si por un hombre, Adán, entró también el pecado en el mundo,  por otro hombre, Jesucristo, ingresa la salvación y la vida nueva para la humanidad,  siendo así restaurada por la presencia de la gracia en el corazón humano, que sobreabundó donde abundó el pecado.
Por lo tanto, para esa humanidad que caminaba en tinieblas por el peso del pecado, se hizo ver “una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz” (Is. 9, 1-6), que es Cristo mismo el Señor, que ilumina con su ejemplo la vida de toda persona.
Luz ésta, que es “gracia de Dios y fuente de salvación para todos los hombres” que da sentido a la vida humana porque “nos enseña  a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad” (Tito 2, 11-14).
Viviendo a su vez diariamente en esta claridad divina que se nos comunica, contemplaremos la manifestación definitiva de Jesús en su segunda venida aguardada esperanzadamente, ya que fuimos salvados por la Cruz, “haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo” derramándolo en abundancia sobre nosotros por Cristo, para que “justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la Vida Eterna” (Tito 3, 4-7).
O sea que esta luz verdadera que es Cristo por quien Dios hizo todo, es el heredero del universo creado, herencia en la gloria del cielo a la que quiere hacernos partícipes también a nosotros (Heb. 1, 1-6).
El nacimiento en carne de Jesús significa la presencia divina entre nosotros, anunciando que así como el Hijo divino toma nuestra humanidad, así también por Él somos constituidos hijos adoptivos de Dios, somos divinizados.
Este misterio de amor manifestado nos hace ver cómo nos amó, ama y amará Dios desde siempre y para siempre, ya que somos sus criaturas predilectas, incluso a pesar de nuestros pecados, que en definitiva perjudican y dañan siempre al mismo ser humano que los comete o padece, como percibimos que acontece en la sociedad en la vivimos.
Y esta posibilidad de rechazo se da porque somos libres, y si bien Dios busca nuestra respuesta de amor, nunca la impone con prepotencia.
De allí se explica que para Cristo no haya lugar en muchos corazones “porque no había lugar para ellos” en la posada (Lc. 2, 1-14), o “vino a los suyos, y los suyos no la recibieron” (Jn. 1, 1-18).
Sin embargo, otras personas, abrieron su corazón para recibir al Señor llegando a ser llamados hijos de Dios, y así “a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn. 1).
A su vez, también a los pastores sobresaliendo en su humildad y pequeñez esperando al Mesías, les fue anunciada su venida (Lc. 2, 1-14) y se les dio la señal para reconocerlo, por lo que ellos fueron rápidamente al encuentro suyo porque se decían “vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha anunciado” (Lc. 2, 15-20).
Hermanos: vayamos presurosos al pesebre y aprendamos todas las enseñanzas que nos dejan Jesús, María y José.  Meditemos cuánto amor nos tiene Dios que no nos ha dejado abandonados en el pecado sino que nos sacó de la postración por medio de la Venida de su Hijo.
Descubramos la dignidad de hijos adoptivos de Dios que somos y poseemos en el Hijo Unigénito, para valorarla y conservarla cada día.
Para ello nos puede ayudar pedir cada mañana al Señor que nos ayude a vivir en la dignidad de ser hijos suyos, buscando siempre el bien.
Y a su vez, en el atardecer diario, examinar nuestra conciencia para que advirtiendo los males realizados, propongamos “restaurar” nuevamente la dignidad divina si la hubiéramos perdido, por medio de la reconciliación sacramental, buscando nutrirnos, en gracia, con el Pan de vida que es Jesucristo.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el día de Navidad. 25 de diciembre  de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.





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