15 de septiembre de 2020

“Dios perdona nuestras culpas cuando nos arrepentimos, reclamando que hagamos lo mismo con quienes nos ofenden”

El apóstol San Pablo invita en la segunda lectura (Rom. 14,7-9) que acabamos de proclamar, a vivir de un modo distinto al que estamos acostumbrados, sintetizando esto afirmando que “si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor”.  ¡Que hermosa afirmación que debe ser el eje de nuestra vida, de nuestra existencia, porque tanto la vida como la muerte tienen como  meta a Dios mismo!
De hecho, el libro del Eclesiástico (27, 30-28,7) en la primera lectura hace referencia al recuerdo acerca del fin y  la muerte como algo necesario para dejar en este caso, de odiar, de pecar, “acuérdate del fin y deja de odiar, piensa en la corrupción y en la muerte y se fiel a los mandamientos”.
Tener memoria del fin, de la meta, el pensar en la corrupción y en la muerte, debiera ser suficiente para que  vivamos precisamente para Dios y así prepararnos a lo largo de nuestra vida para morir para Dios, es decir, encontrarnos con el Señor.
En efecto,   tanto  el origen como  el fin de cada persona están puestos en el Creador, siendo la comunión con Dios el sentido último de la vida humana. Tenemos origen  en las manos creadoras de Dios, caminamos por el mundo participando del proceso de la gracia y la salvación, percibiendo así las manos divinas recreadoras, culminando después de la muerte participando de su misma vida de santidad, si fuimos fieles y constantes en la amistad divina.
Con esta forma de contemplar la vida humana cambia absolutamente la mirada de nuestra realidad en este mundo. Precisamente en los últimos domingos la Palabra de Dios nos está insistiendo mucho en lo que es el amor al prójimo, y así,  el domingo pasado, el apóstol San Pablo (cf. Rom. 13, 8-10) nos recordaba que la única deuda sea la del amor mutuo, la del amor al prójimo, y el texto del evangelio (cf. Mt. 18,15-20) aplicaba “esta deuda de amor mutuo” al acto caritativo de la corrección fraterna.
En este domingo, la liturgia de la Palabra se refiere a la necesidad y grandeza del perdón, de saber perdonar las ofensas recibidas. De hecho, en el Padre Nuestro pedimos a Dios “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, petición que no debe ser  una letra muerta, nada más que para recitar, sino que se ha de convertir  en realidad. A su vez, en la cruz, Cristo exclama “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” habiendo pasado primero por el suplicio de la pasión, los insultos, los agravios, los falsos testimonios hasta llegar a la cruz.
Hay una experiencia muy interesante en el corazón humano y es que cuando el ser humano odia, guarda rencor a alguien, no encuentra paz jamás. Yo suelo decir cuando alguien se confiesa de esto, que es más fácil perdonar que guardar rencor, porque cuando se guarda rencor a alguien, a esta persona no la afectamos para nada, ya que sigue feliz y contenta, mientras que quien odia está rumiando ese odio y se va envenenando permanentemente.
El odio y el rencor, la venganza y la ira, como dice el libro del Eclesiástico  (27, 30-28,7) son abominables, no solamente a los ojos de Dios, sino también a los ojos de los hombres, porque el que está guardando rencor vive amargado toda su vida, no encuentra satisfacción en todo lo que hace, ni la reparación del daño que se le haya podido hacer. De allí, que desde una mirada de fe, es más importante dejarlo en manos de Dios, que son las mejor manos a las cuales podemos confiar todo esto, el cual es quien en definitiva  pone en orden todo,  tanto lo referente al ofendido como lo relacionado con el ofensor.
En el texto del Evangelio (Mt. 18, 21-35) aparece  claramente la enseñanza de que hemos de obrar como el Padre del Cielo, representado por este rey que perdona una gran deuda. Y cuando el perdonado no hace lo mismo con su prójimo, se le recrimina el que no haya aprendido la lección, “yo te perdoné tu deuda, ¿Cómo no has sabido hacer lo mismo con el que te debía a ti?” Y el libro del Eclesiástico dice fuertemente: “si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿Cómo pretende que el Señor lo sane? ¿No tiene piedad de un hombre semejante a él y se atreve a implorar por sus pecados?”.
Una hermosa enseñanza que podemos capitalizar nosotros es no solamente la de “no odiar y de saber perdonar” sino preguntarnos antes de cada confesión que hacemos (si es que nos confesamos todavía),  si yo que recibiré el perdón de Dios, guardo rencor contra alguien, ya que  como enseña el evangelio (Mt. 5, 23.24) “si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”.
El Salmo 102 nos dice: “el Señor es bondadoso y compasivo”, recordando así la paciencia que tiene Dios con cada uno de nosotros, que perdona siempre, porque cuando Cristo dice a Pedro, tienes que perdonar setenta veces siete, es porque Él ya lo está haciendo, setenta veces siete, siempre que pidamos humildemente perdón reconociendo nuestras faltas y haciendo todo lo posible para cambiarlas. Y si Dios hace eso con nosotros hemos de hacer lo mismo.
Pidámosle al Señor que nos de su gracia. Pidámosle al Señor lo mismo que este hombre le pide al rey, “dame un plazo y te pagare todo” ten paciencia conmigo para que me convierta de veras y no vuelva a recaer en lo mismo.

Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIV durante el año. Ciclo A. 13 de septiembre de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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