7 de octubre de 2024

Dios ha instituido el matrimonio formado por un varón y por una mujer, y solo así pueden ser una sola carne, porque son de sexo distinto.

 


Queridos hermanos: Siempre Jesús ilumina nuestra vida cotidiana con sus enseñanzas. Hoy, la Palabra de Dios recuerda la verdad  originaria acerca del matrimonio, ya sea en la descripción del Génesis (2,18-24),  como en el texto del Evangelio (Mc. 10,2-16).
De entrada, caemos en la cuenta, leyendo el libro del Génesis, que el ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, por ser persona inteligente con voluntad libre, puede dialogar con Dios nuestro Señor, le es posible entrar en amistad con el Creador.
Encontramos en este texto el designio de Dios sobre la humanidad, ya que crea a un varón y a una mujer, instalados en el paraíso. 
Primero, crea de la nada al hombre, y decide otorgarle una ayuda adecuada,  presentándole los distintos animales, para que el hombre, como señor de lo creado, le pusiera un nombre a cada uno. 
Pero no encuentra en estos seres la ayuda adecuada, porque los animales no son imagen y semejanza de Dios, son huellas de la presencia divina, y si bien estarán al servicio del hombre, ayudándolo o sirviendo de alimento,  no pueden entrar en diálogo con él.
Entonces Dios, al ver que el hombre sigue  solo, crea a la mujer, y es en ese momento de la creación de ella que el hombre exclama, "¡esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne!", esta sí puede entrar en comunión con el varón. 
Ahora bien, al crear al varón y a la mujer, crea a  personas iguales en dignidad, pero diferentes, por lo que  cada una complementa a la otra, y así, el varón complementa a la mujer, y esta  al varón. 
De manera que, lo que le falta al varón, se lo da la mujer, y lo que le falta o carece la mujer, se lo comunica el varón. 
Por lo tanto queda marcado al comienzo el designio divino, que Dios ha instituido el matrimonio formado por un varón y por una mujer, y solo así pueden ser una sola carne, porque son de sexo distinto. 
A su vez, están llamados por el matrimonio a dar la vida, a traer hijos al mundo, nuevos adoradores del Padre, y es allí, en esa comunión entre el varón y la mujer, donde se da la plenitud de ambos. 
Pero siempre está presente en este designio divino la posibilidad de que la unión entre el varón y la mujer se desarme, por la inclinación al pecado que vive el ser humano desde el principio a causa del pecado original, cuya concupiscencia permanece. 
A causa del pecado que puede afectar el matrimonio,  surge el tema del divorcio, del cual habla Jesús en el texto del Evangelio, donde enseña  que el matrimonio está llamado a la unión de los cuerpos y de las almas de un varón y de una mujer,  y que el divorcio  rompe la unidad como proyecto divino originario.
Explica el Señor  que si Moisés consintió en el divorcio fue a causa de la dureza del corazón de los hombres, que no querían entender, pero que desde el comienzo no fue así, de manera que la presencia del divorcio en la vida humana, en la sociedad actual, no es más que un signo de la dureza del corazón de las personas. 
Es cierto que ha habido, hay y habrá quienes se casan y no son el uno para el otro, por lo que esos matrimonios resultan un fracaso. 
Ahora bien, como la Iglesia es Madre, por medio de los tribunales eclesiásticos atiende a los matrimonios que por alguna razón no fueron tales, concediendo la declaración de nulidad de los mismos, pero este hecho merece un tratamiento especial fuera de la homilía.
Si hablamos de un matrimonio bien constituido, con las cualidades necesarias para el complemento de los esposos, si  están abiertos a superar los obstáculos, a tener paciencia ante los defectos de los demás y entre ellos mismos, la cuestión es totalmente distinta. 
Cuando el matrimonio está constituido sobre la piedra fundamental que es Cristo, la familia crece,  es bendecida normalmente por la presencia de los hijos, fruto del amor esponsalicio.
A los hijos, en especial los pequeños, Jesús les manifiesta un cariño particular, como acabamos de escuchar en el Evangelio: "Dejen que los niños vengan a mí". 
Pues bien, en la vida familiar los padres deben trabajar para que los niños vayan al encuentro de Cristo, que no haya niño alguno que se vea impedido de acudir a Jesús, porque los padres no se lo permiten. Cuántas veces, lamentablemente, en matrimonios que han comenzado siendo católicos, uno de los dos de repente decide otra cosa sobre los hijos, privándolos del sacramento del bautismo o de la formación catequética necesaria para la confirmación y comunión.
Esta realidad forma parte de las modas que vienen de un mundo secularizado,  que no proviene exactamente de la fe. 
Los niños que nacen en matrimonios católicos deben ser ayudados para que acudan a Cristo, ya que los está llamando para bendecirlos.
Dejemos que los niños se encuentren con el Hijo de Dios en su hogar,  que  comiencen a caminar, justamente ya desde la niñez, este camino que conduce al Padre del Cielo. 
Pidamos al Señor por nuestras familias, para que resistiendo las tentaciones de todo aquello que busca disgregarlas, puedan crecer en el amor a Dios y en el amor entre todos sus miembros.


Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXVII del tiempo per annum. Ciclo B.  06 de octubre de 2024.

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