31 de mayo de 2007

¿ABORTO DIRECTO O INDIRECTO?

Planteo del problema

Cada vez que emerge en la primera plana de las noticias periodísticas el tema del aborto -como la supuesta posibilidad de salvar la vida o la “dignidad” de una madre a costa del aborto de su hijo-, las opiniones se entrecruzan, los agravios se derraman generosamente ante la diversidad de pareceres, y raramente se analiza el tema con desapasionado raciocinio.

En efecto, si actuáramos según la recta razón, viviríamos conforme a la ciencia genética que “ha demostrado que desde el primer instante queda fijado el programa de lo que será este ser viviente: un hombre, individual, con sus notas características ya bien determinadas”(1), y protegeríamos la vida humana desde el primer instante de la concepción.

Si bien ya escribí sobre el tema en varias oportunidades, y especialmente con ocasión de la decisión de la “justicia” argentina de legitimar el aborto de un no nacido fruto presunto de violación (2), considero que la aparición de otra circunstancia dolorosa, como la del embarazo de una mujer que padece una enfermedad grave, reclama una nueva incursión en la temática.

Para ello creo conveniente distinguir entre el aborto directo y el indirecto.

¿Qué es el aborto directo?

Se llama aborto directo a toda acción occisiva que directamente busca suprimir la existencia de una nueva vida –distinta de la madre- que se gesta en su seno.

No se trata de una acción cualquiera, sino sólo de aquella que tiene como fin pretendido y buscado o como medio para lograr otro fin, el destruir un nuevo ser.

Este crimen consiste en la acción voluntaria, ya sea de expulsar del seno materno el feto inmaduro y todavía incapaz de vivir independientemente, ya sea de darle muerte dentro del vientre materno.

En el aborto directo es mala la acción (ya que sólo busca el homicidio del inocente), perversa la intención del o de los que obran (ya que sólo se busca la desaparición del nuevo ser), como malas las circunstancias (con medios que sólo sirven para destruir la vida, o porque las personas que actúan son quienes deben procurar salvarla: la madre y los médicos, jueces, enfermeros etc.).

Por lo general ésta es la más común de las acciones que se realizan con toda impunidad contra la vida humana no nacida.

Más aún, aparecen por doquier voces vocingleras que embisten contra todo lo que se presenta como defensa de la vida.

Indudablemente las afrentas motivadas por el odio a la vida se van acumulando contra lo que ha de ser lo más natural: la defensa del ser humano.

¿Cómo podría ignorarse al hombre si Dios lo ha hecho apenas un poco menor que los ángeles? (salmo 8).

En estos días en Santa Fe, con ocasión de la muerte de una joven que padecía una enfermedad irreversible y estaba embarazada, se despabiló la imaginación de los agresores a la vida para reclamar la liberación de toda restricción al crimen del aborto.

Se llega incluso a reclamar y pretender establecer en el país un sistema opresor que se confiaba superado: la desaparición forzosa de personas.

Porque llamémoslo así, guste o no guste a nuestra sensibilidad modernosa que siempre busca esquivar el considerar a las cosas por su nombre.

Dios pedirá cuenta de la sangre vertida de los hermanos

Sabemos que detrás de todo esto se mueve mucho dinero. Se prefiere la ganancia fácil del crimen institucionalizado antes que la vida del niño que nos trae la sonrisa de Dios.

Si dolorosa es la situación del niño que no llega a nacer a ésta vida, reconforta que ya sea ciudadano de la eternidad.

En cambio, ¡qué dolorosa será la suerte de los que favorecen la muerte de los niños, si no se convierten y hacen penitencia para reparar el daño y el escándalo que han ocasionado!

El daño porque han impedido que se realice la voluntad de Dios que es hacer partícipes a todos de la mesa de los hijos, escándalo ya que no pocas veces las acciones de este tipo llevan a muchos a pensar que nada hay de malo o se sienten tentados a realizar lo mismo.

Los que ambicionan propagar el aborto lo hacen como una forma de querer tranquilizar sus conciencias, como si el empujar a otros a concebir lo mismo pudiera “moralizar” las acciones homicidas. Como si se quisiera decir: ¡cuantos más hagan esto, más será visto como algo normal!

Es verdad que son muchas las mujeres que, -engañadas por los mercaderes de la muerte o empujadas por la pobreza o por una aparente liberación de la deshonra pública o por otras causas- han caído en el aborto (3).

Y es también cierto que llegaron a eso con dolor, angustia y muchas veces oprimidas por diversas situaciones, pero que tocadas por la gracia de la conversión volvieron al encuentro de Cristo.

Para ellas la sanación interior que proviene únicamente del Señor significó la liberación de la opresión interior del pecado que ciertamente no pueden otorgar los “defensores” de tantos malogrados nacimientos (4).

Pero también es verdad por lo que se observa a menudo, que la obstinación en el mal es una realidad. ¡Qué tristeza el morir en la impenitencia! ¿De qué vale ganar el mundo si pierdes tu alma?

Resuenan hoy más que nunca con toda su validez ante tanta violencia, las palabras del Génesis (4,10) “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mi desde el suelo”

¿Qué es el aborto indirecto?

Nos recuerdan los obispos colombianos que “ciertamente son lícitas las operaciones y tratamientos médicos que parezcan necesarios para curar cualquier grave enfermedad que pudiera poner en peligro la vida de la futura madre, aunque tuviera como consecuencia indirecta e involuntaria el peligro probable o seguro de la existencia de la criatura”.(5)
Coincide esto con lo que ya afirmaba el papa Pío XII: “Si por ejemplo, la salvación de la vida de la futura madre, independientemente de su estado de embarazo, requiriese urgente una intervención quirúrgica u otra aplicación terapéutica que tuviera como consecuencia secundaria, en ningún modo querida ni intentada, pero inevitable, la muerte del feto, tal acto no podría ya llamarse un atentado directo contra la vida inocente. En estas condiciones, la operación puede ser lícita, como otras intervenciones médicas semejantes, siempre que se trate de un bien del alto valor como es la vida y no sea posible diferirla hasta el nacimiento del niño ni recurrir a otro remedio eficaz”(6)

Corresponde aclarar que cuando el papa habla de intervención quirúrgica, no está pensando en una intervención directa sobre el feto (sería aborto directo) sino sobre alguna parte del organismo que tuviera como consecuencia la muerte del no nacido.

Aplicación terapéutica en la actualidad, comprendería por ejemplo la quimioterapia o el uso de toda medicina que se aplica directamente para neutralizar la enfermedad y que tiene como consecuencia no querida la muerte del feto.

La acción de doble efecto.

Se aplica aquí lo que en moral se llama “la acción de doble efecto o sea, el caso en que de una sola acción se sigan dos efectos, uno bueno y otro malo. La solución clásica enseña que, cuando de un acto que se lleva a cabo se originan un bien y un mal, para ejecutarlo se requiere que se den, al mismo tiempo, estas cuatro condiciones: 1)que la acción sea buena o al menos indiferente; 2) que el fin que se persigue sea alcanzar el efecto bueno; 3) que el efecto primero e inmediato que se sigue sea el bueno y no el malo; 4) que exista causa proporcionalmente grave para actuar” (7)

Aplicando este principio al ejemplo presentado por el papa, podemos decir que la intervención sobre el órgano enfermo o el tratamiento sobre el mismo, es una acción buena; que se persigue como fin la curación de la enfermedad; que se sigue de hecho la curación requerida –efecto bueno- ; y no es posible esperar hasta el momento del parto –causa proporcionalmente grave para actuar-.

Se podrá decir maliciosamente ¿qué diferencia hay entre el aborto directo y el indirecto?, o pensar que el llamado indirecto es un subterfugio elegante de la moral católica.

Quien observe desapasionadamente ambos extremos de la cuestión planteada, tendrá que admitir que una cosa es consumar una acción que directamente se dirige a destruir la vida del niño y otra cosa es realizar una acción curativa sobre un órgano que tiene como consecuencia no querida la muerte del niño.

¿Cómo se aplica esto si la mujer padece una enfermedad irremisible?

Cuando la dolencia de la mujer es irreversible, esto es, padece una enfermedad de la que no es posible liberarse por más tratamiento o intervención quirúrgica que se realice, -según el dictamen médico-, corresponde omitir dichos procedimientos paliativos y poner todo el esfuerzo clínico en salvar la vida del niño.

De los datos que se dieron a conocer sobre el caso que nos ocupa, se infiere que esto último fue lo que realmente sucedió.

En efecto, ante un cuadro de muerte futura inevitable de la madre, se trabajó para mantener con vida al niño, el que una vez nacido lamentablemente también perdió la vida.

Los que apelan a la defensa del aborto como remedio para una posible salvación de la madre de una muerte segura, en definitiva reclaman un vulgar aborto u homicidio calificado ya que se trata de un ser totalmente inocente.

La precariedad de la vida de la mujer no está causada por el embarazo, sino por la enfermedad postrera que padecía. Pretender lisa y llanamente abortar, es encolumnarse detrás de lo ilícito.

Ilícito, porque aunque hubiera sido aprobado el aborto mal llamado “terapéutico” por la autoridad judicial, esto no estaría encuadrado en la ley de Dios que debe ser el fundamento de toda legislación positiva para que ésta obligue a su cumplimiento.

(1) Congregación para la Doctrina de la Fe: Declaración sobre el aborto, nº 13).

(2) “El derecho a la vida, como objeto de la justicia” (2 de septiembre de 2006. www.diario7.com.ar)

(3) Juan Pablo II Encíclica Evangelium Vitae (59) “En la decisión sobre la muerte del niño no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo incierto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo <55>: de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser "santuario de la vida". No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida. Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado - y no lo han hecho - políticas familiares y sociales sólidas en apoyo a las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, "nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización" <56>. Estamos ante lo que puede definirse como una "estructura de pecado" contra la vida humana aún no nacida.

(4) Juan Pablo II. Encíclica Evangelium Vitae nº 25: “La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: "Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo" <1 Pe 1,18-19>. Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor , el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor!" , si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" <20>. Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre . Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá". "No habrá ya muerte", exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial . Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando "se cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu aguijón?" <1 Cor 15,54-55>.

(5) Moral Cristiana. Camino y tarea. Edit. Claretiana. Pág.329. (1986).

(6) Pío XII y las Ciencias Médicas. Editorial Guadalupe. Pág. 119. nº 35,5. Discurso del 28 de Noviembre de 1951.

(7) Fernández Aurelio. Moral Fundamental. Págs. 95-96. Edit. Rialp. 2da edición.

Padre Ricardo B. Mazza. Profesor Titular de Teología Moral y DSI en la UCSF. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”
ribamazza@gmail.com

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