Bien podría titularse también, "La Argentina de Enrique K" o "El Rey Pingüino".
A la primera lectura surge el paralelo que el articulista ofrece desde la paradoja de la resurrección del viejo Enrique.
Releída que sea la nota, surge la sátira cruel, no por malicia de quien escribe, sino por las coincidencias.
Esta nota fue editada el 14/Jul/2004
Por Eutico de Tröade
Siempre me resultó interesante la figura de este rey, segundo de la dinastía inglesa de los Tudor.
Traicionero cual más; lascivo incansable que llevó a su lecho un sinnúmero de amantes y seis esposas; tortuoso en sus pensamientos; luchando siempre para poder justificar sus yerros o culpar a otros de ellos; codicioso de bienes materiales, aunque no tan mezquino como su padre; componedor de situaciones; intolerante ante la sugerencia de alguna idea que no originara él, de modo que había que hacerle creer que él era el genio; vueltero para conseguir algo; amigo hasta la vergüenza de la adulación; proclive entonces a favorecer siempre a los cortesanos que pululando en palacio se alimentaban de las migajas de su poder absoluto.
Obsesionado por el poder del emperador Carlos V de Alemania (y primero de España), -y no Carlos de Anillaco-, sobrino de su primera y legítima esposa Catalina de Aragón, masticó sin embargo, sin poder evitarlo, la imposición de su grandeza.
Aterrorizado siempre ante la idea que se cuestionara su legitimidad en el trono, ya que fue fruto de la alianza de las Casas de Lancaster (por parte de su padre Enrique VII, de diluido linaje, que arrebató el trono al siempre calumniado Ricardo III) y de York (por parte de su madre, Isabel, hija de Eduardo IV).
De allí su apuro por ahogar todo intento ficticio o real por relegarlo al olvido.
Convencido del absolutismo real que inaugurara su padre, no dudó jamás en imponer su voluntad, esclava siempre del capricho, y por lo tanto dispuesta a embriagarse en la crueldad, si de eliminar enemigos se trataba.
Empalidecido por la personalidad de Tomás Moro, hombre culto, ecuánime como juez, honrado como funcionario, ejemplar padre, amigo de Dios y laico convencido de su fe, que no se dobló ante la magnificencia desvaída del rey, reaccionó eliminando con un tajo a su Canciller, al único que lo había servido lealmente, al que estaba dispuesto a mostrarle el camino de la grandeza terrenal desde la verdad.
Como sucede con los que se consideran grandes y poderosos pero son simples régulos creídos, se rodean de mediocres que viven de la opulencia que se les permite gozar, propensos siempre a traicionar si las ganancias están presentes, y relegan a aquellos que están dispuestos a trabajar por el bien común pero también a señalar al soberano sus yerros, porque no sólo está en juego la suerte del gobernante, sino lo que es mas importante, la suerte de la Patria.
La Patria Terrenal no interesa a aquellos que usan del poder a su antojo, que se regodean contando los dineros de los sobornos y de la venta de privilegios, ante las lágrimas de tantos que yacen en la miseria.
Se burlan de la impotencia de los muchos que esperan del gobernante, la luz necesaria para encontrar el camino de una dignidad a menudo soslayada.
Conculcan la ley de Dios porque se han olvidado hace mucho de la Patria Celestial, legislando instrumentos cada vez más oprimentes de la persona, conduciendo a la gente a la estupidez o al desenfreno hedonístico más salvaje.
Como nuevos Enrique VIII, nuestros gobernantes imponen sus criterios a mansalva, destituyendo en su fama a aquellos que osan señalar su estulticia, porque les falta capacidad para vencer los argumentos que se les oponen.
Como cortesanos del régulo, muchos son los legisladores -gracias a Dios no todos-, que queman el incienso de la obsecuencia aprobando leyes causadas por el odio a la vida.
Como ciudadanos de la cultura de la muerte, se prestan a la farsa de la sedicente auto limitación de poderes, para conducir el cortejo de las dos nuevas musas de la Justicia.
Los amigos de la perspectiva de género, sofisma creado para privilegiar todas las desviaciones, se desvelan en imponer sus locuras, agrediendo a todo lo que sea esplendor de la verdad, preparándose así, inexorablemente, para el día en que serán juzgados por el único Juez que no admite prebendas.
Los católicos de hoy se parecen a los del tiempo de Enrique VIII.
Los hay comprometidos con la verdad y dispuestos a defender sus principios, aunque sufran humillaciones y desprecios.
Pero hay también de los otros, que no se animan a decir que son apóstatas, para no perder imagen, y porque se autoconvencen que son progresistas y no se animan a dejarse condenar por sus propias conciencias.
Fabulan creyéndose modernos y son modernosos, no son dogmáticos -dicen- pero imponen sus criterios a todos.
Como en la época del rey Tudor, dejan la fe verdadera para halagar al soberano de la tierra, que se llama poder, dinero, libertinaje," nuevas ideas", disciplina partidaria.
Como en la Inglaterra del rey Tudor, también hoy el pueblo está ausente, demasiado preocupado por sobrevivir, esquilmado en sus ilusiones, porque aprendió que gobernar es dar trabajo, y espera -y por eso vota ilusoriamente- que los sucesores de quien esto afirmaba lo pongan en práctica, advirtiendo con dolor, que cada día se lo bota más y más hacia el precipicio de la disgregación social.
¡Oh, pueblo argentino! Mientras los dirigentes se preocupan por esterilizarlo en sus ideas, y también en su capacidad de engendrar, valora el don de la vida que Dios ha regalado a cada persona humana, y se autoafirma valientemente en la natural pro-creación, colaborando con el Dios Creador, y riéndose de las construcciones mentales de los asesinos ocultos y ya no tan ocultos, que quieren imponer la legalidad de lo más degradante.
El inefable Enrique VIII, maestro de la astucia, eligió jueces que lo halagaran con sus veredictos acomodados a sus caprichos.
¿Cómo hubiera podido juzgar y condenar al inocente Tomás Moro?
Uno de estos jueces, el duque de Norfolk, le recuerda que "indignatio principis mors est" (la cólera del príncipe es la muerte), Moro responde:
¿Es esto todo lo que tenéis que decirme? Pues, entonces no hay entre vos y yo más diferencia que ésta: que yo moriré hoy, mientras que vos moriréis mañana" (T.Moro "Utopía" pág 16 Ediciones Abraxas).
¡Qué diferencia con muchos senadores argentinos, que para no incurrir en la "indignatio principis" hacen oídos sordos a la verdad y acompañan candidatos ateos a la nueva mayoría automática!
Porque en esto no nos quepa duda que una vez haya cinco, se tratará de eliminar al resto, y volver nuevamente a una Corte de cinco miembros, ¿cómo era antes, no?
Un pueblo hace ya tiempo desorientado, no puede producir más que legisladores degradados.
Leyendo los argumentos de los favorecedores de la Dra. Argibay, no queda más que pena.
Hasta se toma el pelo de las cosas más santas, como aquella senadora que habla del cupo femenino en el cielo.
Al frente de esta comparsa, nuestro presidente habla de "mi Iglesia", no sabemos cuál. De la católica ciertamente no, porque hace lo imposible por demostrar su no pertenencia.
¿Será acaso que tiene la tentación de erigirse en jefe de una Iglesia Nacional, como otrora Enrique VIII?
Ante este descalabro surge la pregunta: ¿se cumplirán las dos profecías referidas a la Argentina, que se le atribuyen a San Luis Orione?
Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”
Santa Fe de la Vera Cruz, 04 de septiembre de 2007.
ribamazza@gmail.com
http://ricardomazza.blogspot.com/
www.nuevoencuentro.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario