1 de febrero de 2008

Pescadores de hombres para que todos seamos uno.


En ocasiones la división eclesial es fomentada por quienes se sienten excluidos de la comunión eclesial por ciertos complejos de inferioridad o por sus incompetencias y pecados”.
Por Padre Ricardo B. Mazza


1.- Elección, llamado y envío

El anuncio del profeta Isaías (9,1-4), “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (v.2), se realiza en la persona de Jesús.

Corrobora esto el texto del evangelio (Mt. 4, 12-23) cuando se remite al profeta al señalar que Jesús va a la Galilea de los gentiles.

El pueblo que se hallaba en tinieblas vivía en la oscuridad de la ignorancia.

Les faltaba el don de la fe para conocer al Dios verdadero.

Por eso Jesús va al encuentro de ellos para llevarles la Buena Nueva, siendo necesario como requisito la conversión del corazón, repitiendo como lo hiciera Juan el Bautista: “Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca” (v.17).

Entrar en el reino de los Cielos, en esta nueva vida del seguimiento de Cristo, supone siempre la conversión.

Significa dejar atrás todo lo que no sea Cristo para dejarnos iluminar por esa Luz que proviene de El, que nos hace ver las cosas de un modo nuevo.

El Señor es consciente que su misión va preparando lo que en el futuro sería la Iglesia, continuadora de su obra.

De allí que comienza con la elección de los primeros discípulos, Pedro y Andrés, Juan y Santiago, pescadores los cuatro, invitándolos a ser pescadores de hombres.

Inmediatamente con total disponibilidad sólo atinan a decir sí a su invitación de ser instrumentos de evangelización y lo siguieron.

Y así poco a poco va congregando el Señor a los que constituirán el colegio apostólico, enviados al mundo para que continúen su obra, proclamando sin miedo el mensaje de salvación a toda la humanidad y así orientarla al Padre, que nos convoca a través de su Hijo hecho hombre.

Desde Jesús, el “Yo os haré pescadores de hombres” queda como un llamado ininterrumpido en la historia de la Iglesia de todos los tiempos.

Un llamado que involucra a todos los bautizados, no sólo a los consagrados por el sacramento del Orden o por la vida religiosa.

Cristo quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, para lo cual llama permanentemente a esta vocación de “echar las redes” del amor y misericordia divina.

2.- La necesidad de la unidad en la Iglesia Universal

La misma Palabra de Dios nos indica que para que esta misión evangelizadora sea fructífera es imperiosa la Unidad.

Es necesario que el Cuerpo de la Iglesia, en su diversidad de miembros, sea uno como Cristo es uno con el Padre: “Padre, que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 21).

Consciente de este llamado a la unidad, San Pablo habla con extrañeza a la Iglesia particular de Corinto acerca de las divisiones: “Yo os exhorto a que se pongan de acuerdo, que no haya divisiones entre Uds, vivan en perfecta armonía teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1 Cor. 1,10).

Las divisiones en el transcurso de la historia, han herido profundamente a la Iglesia teniendo como consecuencia la formación de otras comunidades cristianas que se han desgajado del tronco principal fundado por Cristo.

¡Cuántas divisiones en el único Cuerpo de Cristo!

En ocasiones la división eclesial es fomentada por quienes se sienten excluidos de la comunión eclesial por ciertos complejos de inferioridad o por sus incompetencias y pecados.

Piénsese por ejemplo en la figura del lamentable Enrique VIII que no dudó en provocar la separación de su país de la comunión en la Iglesia verdadera de Cristo, sólo porque ésta no satisfacía sus caprichos aceptando el adulterio.

Recuérdese también el resentimiento de Lutero que lo llevó no a tratar de cambiar la corrupción en el cuerpo eclesial de su tiempo desde dentro, como lo hiciera por el contrario un San Ignacio de Loyola, sino pegando un portazo y atizando la avaricia de los príncipes alemanes que veían en sus propuestas una manera elegante de erigirse en señores de la “nueva religión”.

Ante estos hechos, y otros que serían largos enumerar, la Iglesia preocupada por estos escándalos históricos que arrastraron a muchos al error, busca en nuestro tiempo alcanzar aquel pedido del Señor, el que “todos sean uno”.

Unidad pretendida por Juan Pablo I en el inicio de su pontificado, que retoma Juan Pablo II (cf. Encíclica Ut Unum Sint, 25/05/1995) y continúa con el mismo entusiasmo Benedicto XVI en nuestros días.

La unidad es buscada, pues, como un signo concreto de que estamos orientados hacia Cristo Nuestro Señor.

3.- La necesidad de la unidad en la Iglesia Particular

Este pedido de Pablo no sólo es aplicable a la Iglesia Universal, sino también a las Iglesias Particulares o diócesis.

De hecho en Corinto está pidiendo que cesen los partidos o “internas eclesiales” constituidos casi todos bajo el frágil liderazgo humano: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo” (1 Cor.1, 12), cuando el Cuerpo es uno solo.

Todos colocados en igualdad de importancia, cuando sólo es evangélico afirmar “Yo soy de Cristo”.

A veces en las Iglesias Particulares se plantean estas divisiones donde distintas corrientes se juegan por un protagonismo individual o grupal no buscando la guía de Cristo y el servirlo, haciendo propia la consigna de ser pescadores de hombres.

Pretender ser factor de poder, aunque sea “eclesial”, y no ser servidor a ejemplo de aquél que vino “a servir y no a ser servido”, origina las divisiones que esterilizan la obra misionera de la Iglesia.

La comunidad de bautizados que se santifica permanentemente bajo la guía del pescador de hombres, es por el contrario signo visible de que sólo interesa el Señor y su Iglesia.

En definitiva es Cristo -el que murió por todos y cada uno-, y no el aparente y fugaz líder de ocasión, quien debe guiar nuestra tarea evangelizadora.

La unidad supone también trabajar con la conciencia de que cada persona o institución no es única, sino que asumiendo la riqueza que la diversidad ofrece, se trabaja en único esfuerzo para la gloria de Dios y la salvación de los hombres.

Misionar como francotirador, como si lo propio fuera lo único, verdadero y útil, lleva a la infecundidad más profunda.

Incluso el plantearse que alguien no es suficientemente valorado para la misión conforme a sus talentos, es desconfiar que la gracia de Dios, por encima de nuestra grandeza o debilidad vaya guiando los hilos de la historia humana hacia la perfección por El deseada.

Pero también es cierto que el no confiar en el que tiene cualidades por el riesgo de que “pueda hacer sombra” al que conduce, supone un desobedecer al mismo Dios que a través de los talentos va manifestando también lo que quiere de cada uno, y que el “pescador de hombres” debe inteligentemente descubrir en aras de una mejor evangelización.

Otra manera de provocar división en el Cuerpo Eclesial es el confiar que los apoyos, ya sean económicos o políticos que vienen de terceros interesados, nos permiten “éxitos” pastorales, cuando en realidad, las dádivas venidas de los poderosos, con frecuencia buscan silenciar el Evangelio y transformar nuestra misión en una suerte de instrumento para adormecer las conciencias.

4.- La necesidad de la unidad en las parroquias y comunidades.

Es de advertir que también en una parroquia, o comunidades más pequeñas, se dan estas divisiones que impiden la misión de la Iglesia que es evangelizar, y ser creíbles a los ojos de los que todavía buscan la verdad, y que quizás huyen de la Iglesia Católica a causa de estas divisiones.

Es común escuchar “soy del padre tal o cual”, o “mientras esté este párroco yo no colaboro en la misión eclesial”, equiparando la vida de la Iglesia a la de los partidos políticos.

Estos criterios impiden ver la razón de ser del cristiano, volviéndose estéril e inútil nuestra presencia en la Iglesia ya que se nos va la vida esperando al obispo o al párroco ideal que esté de acuerdo con mis parciales visiones.

Esto entraña además un peligro potencial ya que si me llama el Señor por medio de la muerte, me presentaré con las manos vacías porque he esperado vanamente a alguien conforme a mi persona para evangelizar en serio.

El creyente en cambio ha de pensar que ha de trabajar para la Iglesia de Cristo. Jesús ha de ser el centro de nuestra vida personal y misionera, ya que sólo a El servimos, no a determinada persona que hoy está pero no estará mañana. Cuando el corazón del creyente está puesto en el Señor y desde El evangeliza a sus hermanos, supera esas miradas parciales sobre la comunidad y lo embarga la alegría profunda, fruto de su desinteresado servicio al Señor y a su Iglesia.

El pescador de hombres no debe perder el fuego evangelizador a pesar de las incomprensiones de los que lo rodean, sabiendo que como Jesús, ha de ser signo de contradicción, produciendo a veces “la división” entre los que están con Cristo y los que están contra El.

En cambio si el pescador tira las redes en las aguas del mundo sin producir inquietud en los peces que hacen de las suyas, seremos elogiados por muchos, ya que no producimos desasosiego alguno en las conciencias embotadas por el espíritu del mundo, sino que más bien conseguimos una “unidad” ficticia fundada en el conformismo con el mundo que desconoce por lo tanto la búsqueda de la verdad.

Por tanto, la tentación del pescador será muchas veces “asimilarse” al mundo, es decir no agitar las aguas demasiado, no sea que los peces se espanten.

Pero esto ciertamente no es lo que Cristo espera de nosotros tal como lo recuerda San Pablo: “¿Acaso yo busco la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Piensan que quiero congraciarme con los hombres? Si quisiera quedar bien con los hombres, no sería servidor de Cristo.”(Gál. 1, 10)

5.-La conversión al servicio de la unidad.

Para lograr esto se advierte la necesidad de la conversión como lo reclama Jesús en el texto del evangelio que comentamos y así poder laborar como único cuerpo de Cristo.

Así lo señala Juan Pablo II al hablar del ecumenismo, aplicable a lo que estamos mencionando: “Pasando de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico « el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca » y la llamada consiguiente « convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia…..

El Concilio llama tanto a la conversión personal como a la comunitaria. La aspiración de cada Comunidad cristiana a la unidad es paralela a su fidelidad al Evangelio. Cuando se trata de personas que viven su vocación cristiana, el Evangelio habla de conversión interior, de una renovación de la mente. Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada”. (Ut Unum Sint, nº 15).

Otra realidad patente es que las divisiones dentro de las comunidades muchas veces marcan “el campo” en que nos movemos, desplazando, excluyendo o condenando a otros, de allí la necesidad de la penitencia: “Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los « otros », de un desprecio derivado de una presunción nociva.” (Ut Unum Sint nº 15).

Conversión y Penitencia, por lo tanto, ayudarán a cada uno de los “pescadores” y al todo eclesial, a preparar un corazón nuevo para esta tarea tan necesitada en la actualidad que es la de llevar a Cristo a una sociedad que aunque lo rechaza muchas veces, lo busca toda vez que descubre la luz esclarecedora de la fe.

Sin desánimos por nuestras miserias, hemos de trabajar para hacer más creíble en la cultura de nuestro tiempo, el mensaje esperanzador de Jesucristo.

Reflexiones sobre los textos de la liturgia dominical del IIIer domingo durante el año, ciclo “A”, (27/1/08)

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro” y del Grupo Pro-Vida “Juan Pablo II”.

Santa Fe de la Vera Cruz, 1º de febrero de 2008.

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