6 de julio de 2008

La presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas (Hechos 2,1-11; Jn.20, 19-23)


En la primera oración de la liturgia de hoy, pedíamos al Señor que no deje de realizar en el corazón de sus fieles las maravillas que realizó en el comienzo de la predicación evangélica.

Refería al don del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, el amor entre el Padre y el Hijo que constituye una persona divina.

Amor del Padre y del Hijo que se derrama en nuestros corazones el día de Pentecostés.

Pedimos entonces a Dios que se plasme hoy lo que aconteció cincuenta días después de la Pascua sobre los apóstoles y la Virgen.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles San Lucas nos muestra cómo fue ese día de Pentecostés.

Se encontraban en Jerusalén judíos de la diáspora, es decir los que no vivían en la Judea sino que habitaban en distintos países, fuera de su patria.

Se habían congregado en Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés, fiesta judía que recordaba la alianza del Sinaí cuando Dios entrega a Moisés las tablas de la ley, realizando la alianza primera.

De manera que el Señor cuando elige enviar a su Espíritu lo hace con la expresa intención de mostrar cómo con la venida de Jesús el Hijo de Dios entre nosotros, comienza una nueva realidad, una nueva vida, como queriendo decir ya queda atrás la fiesta de Pentecostés judía, la alianza del Sinaí para dar lugar a una nueva alianza, un nuevo pacto de amor sellado por la muerte y resurrección de Cristo y plenificado con la venida del Espíritu Santo.

Nos dice el texto bíblico que los judíos de la diáspora comprenden -a pesar de la diversidad de idiomas-, la manifestación del Espíritu.

Anoche en la vigilia de pentecostés proclamábamos el texto de la confusión de lenguas -con ocasión de la construcción de la torre de Babel-. Este texto bíblico significa la confusión que trae al mundo el pecado.

Pero así como el pecado del hombre no trae más que confusión y división, el don del espíritu aporta unión, comunión de los fieles.

De allí esta revelación tan particular de que todos escuchaban hablar a los discípulos en sus propias lenguas, entendían perfectamente lo que se le estaba manifestando.

Es que el Espíritu Santo viene a unir todos los corazones, más allá de la diversidad de lengua, de culturas, de sociedades, para constituir un único pueblo, una única familia, una única comunidad bajo el cayado de un único Pastor que es Jesucristo.

Este don del Espíritu es enviado como un signo de la presencia de Dios entre nosotros.

En estos últimos días escuchamos cómo Jesús se va despidiendo de sus discípulos y les dice: “dentro de poco no me veréis, dentro de otro poco me volveréis a ver. Vuelvo al Padre a prepararles un lugar pero pronto me verán. Yo estaré con Uds. hasta el fin de los tiempos”.

Es que la presencia del Señor entre nosotros -como recordaba el domingo pasado-, se realiza a través de su palabra, se hace realidad cuando dos o tres están reunidos en su nombre, o a través de la Eucaristía, pero también está presente a través del Espíritu del Padre y del Hijo que viene a completar la obra de Jesús.

Por eso es que el Espíritu viene a transformarnos, y por eso hemos de pedir como en la primera oración, que se realice en nosotros lo que aconteció en los comienzos de la predicación evangélica.

Allí los discípulos estaban temerosos de los judíos, no terminaban de entender las enseñanzas de Cristo.

Pues bien el Espíritu Santo ilumina las mentes de los apóstoles de tal manera que comprenden en plenitud lo que Jesús les había enseñando.

No entendían muchas cosas porque miraban la vida de Cristo y su predicación, atados a lo mundano y tardos para entrar en la vida nueva que el Señor les ofrecía, la del amor a Dios y a los hombres.

Por ello tantas veces simbolizamos la presencia del Espíritu con el fuego, que significa el ardor del amor del Señor presente en corazón de los fieles.

Este amor es necesario ya que no es suficiente iluminar las inteligencias para comprender el mensaje evangélico, sino que es primordial la fuerza del amor para que el evangelio transforme nuestras vidas y pueda llegar al mayor número posible de personas.

De allí se entiende que Jesús nos diga -como lo acabamos de proclamar en el evangelio-: “como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Comienza con el don del Espíritu Santo el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la misión.

Este es un mensaje que interpela al corazón de cada uno, a todos nos convoca a la misión.

El cristiano que se conforma con ser más o menos bueno, participar de la misa, confesar cada tanto, comulgar, alguna oración por allí pero que no entra de lleno en la misión de la Iglesia no ha entendido lo que es ser cristiano y no hace eficaz el don recibido de lo alto.

Además, nos dice el texto del evangelio que Jesús soplando sobre los apóstoles proclama: “reciban el Espíritu Santo, los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Este texto nos indica que el Espíritu Santo es el amor de Dios bajo el signo de la misericordia, ya que solamente Dios puede ser misericordioso en plenitud. Misericordia que significa tener el corazón cerca de las nuestras miserias.

Todos conocemos nuestros límites, pecados, y oscuridades, pero también nuestras luces.

Y todos precisamos del don de la misericordia, que Dios se acerque con su corazón a nuestras miserias, que venga a transformar nuestra vida.

Por eso en la secuencia que recién escuchábamos, se va desgranando la acción del Espíritu en el corazón del cristiano: lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, sana nuestras heridas.

¡Cuántas veces hay en nuestro corazón heridas por la angustia, el dolor, el sufrimiento, el desengaño, el desaliento!

Suaviza nuestra dureza, elimina con su calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos.

¡Qué hermosa esta acción del Espíritu sobre nuestro corazón!: suaviza nuestras durezas.

Hoy en día nos encontramos con un mundo que es duro, el mundo de las prepotencias, del grito, de la eliminación del otro ya sea por el odio o por cualquier tipo de ofensa.

Elimina con tu calor nuestra frialdad. ¡Cuántas veces el corazón del hombre está frío! Frío ante las necesidades de los demás que muchas veces es efecto de una insensibilidad mucho mas profunda, el desamor de la ausencia de Dios en nuestro corazón.

Cuando Dios no está presente el corazón del hombre, este se vuelve frío, nada le impresiona o le impacta, porque le falta esa actitud de receptividad del amor de Dios, de la misericordia de Dios.

Por eso es necesario pedir con mucha fuerza: concede a tus fieles que confían en ti los siete dones sagrados.

Dones que van a completar la obra del Señor en nuestro corazón.

Obras que comienzan con las virtudes teologales, se prolongan con las virtudes cardinales y con el espíritu de las bienaventuranzas.

Y así el hombre comienza actuar al modo divino. No solamente al modo humano iluminado por Dios, sino al modo divino. De allí que es tan importante la presencia de los siete dones.

Seguimos rezando que el espíritu premia nuestra virtud, salva nuestras almas, nos da la eterna alegría.

Ante un mundo que se encuentra en la tristeza, ir al encuentro del don del Espíritu, para alcanzar la alegría del encuentro personal con el Señor.

Quisiera –para terminar- hacer una reflexión a cerca de lo dicho por el Señor: “como el Padre me envió a mí yo también los envío a ustedes”.

Pues bien los sacerdotes como todos los bautizados somos enviados por el Señor, enviados a predicar como Cristo profeta que lleva la palabra del Padre, a prolongar en el tiempo a Cristo sacerdote, a dispensar los misterios, a mostrar la intimidad de Dios y de Cristo pastor llevando a todos al encuentro del Padre.

Hoy decía en las distintas misas, que el Espíritu Santo nos envía a los sacerdotes, creando en nuestro interior la actitud de la disponibilidad.

Por medio de nuestro obispo nos muestra la voluntad del Padre.

La disponibilidad de corazón implica para el sacerdote estar en un continuo éxodo, ya que la vida de todo bautizado es un éxodo.

Así como el pueblo salió de Egipto, de la esclavitud, para ir al encuentro de la tierra prometida, el cristiano tiene que realizar su éxodo particular que consiste en salir de las esclavitudes que lo puedan atar a lo mundano, para recorrer la senda que el Señor vaya mostrando orientada a la tierra prometida.

Mi próxima partida implica una situación especial en la comunidad, ya que también el sacerdote va creando lazos, afectos.

Con todo, siempre ha de estar presente el hecho de que Cristo nos envía, y que todos debemos estar unidos a Cristo el buen Pastor.

Los sacerdotes no somos más que instrumentos puestos por el Señor en un determinado momento y en una particular comunidad para llevar su mensaje, y la unión de los feligreses ha de concretarse con Cristo.

Esto hace que aunque cambie el pastor sigamos viviendo en familia, en comunidad, dispuestos a llevar a los demás hermanos el mensaje de salvación.

Por eso agradeciendo todo lo que he recibido de ustedes en estos seis años y cinco meses, pido especialmente oraciones para que llegue a mi nueva comunidad de San Juan Bautista con la misma alegría y entusiasmo con que vine aquí, a pesar de mis limitaciones y pecados, tratando de llevar siempre el mensaje de salvación.

Estemos siempre en comunión de oraciones para que el Espíritu vaya guiando nuestros pasos y nos haga dóciles para vivir a fondo la fe recibida en el bautismo, iluminados por el Espíritu de la verdad y fortalecidos por el Espíritu del amor.

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”.

Fiesta de Pentecostés, 11 de Mayo de 2008. Homilía en la Misa de despedida de la Parroquia Nuestra Señora de Lourdes, Santa Fe de la Vera Cruz.

ribamazza@gmail.com. http://ricardomazza.blogspot.com.

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