28 de mayo de 2009

La Ascensión del Señor es también la nuestra


1.- El significado profundo de la Ascensión del Señor.
La Iglesia celebra hoy la Ascensión del Señor. Actualiza el momento en que la humanidad de Cristo comienza a estar presente junto al Padre.
Se trata del momento culminante de todo el ministerio y de la obra salvífica de Cristo.
San Lucas presenta la misión de Jesús como una ascensión de Galilea a Jerusalén, y de Jerusalén al cielo.
Los Hechos de los Apóstoles presentan un resumen del paso de Jesús por este mundo culminando en su Ascensión junto al Padre que señala el punto de partida de la misión de la Iglesia (Hechos 1,1-11).
Pero también en la primera oración de esta liturgia dominical nos alegrábamos delante de Dios porque la Ascensión de su Hijo es ya nuestro triunfo.
Y así, “nuestra propia ascensión” prometida y futura, será la meta de la misión de la Iglesia que se origina en la elevación del Mesías.
Ahora bien, con la Ascensión, Cristo es puesto por encima de todo lo creado como Hijo de Dios hecho hombre.
Es el triunfo de la divinidad y de la humanidad sobre todo lo que existe.
Es también la confirmación del cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho al hombre de participar algún día -mediante la permanente fidelidad-, de su misma Vida.
De modo que la Ascensión nos asegura que nuestra esperanza no es vana, no es algo sin sentido, sino que tiene ya su anticipo en la presencia de la humanidad de Cristo en el Cielo. Como si el mismo Jesús nos estuviera diciendo no teman, no duden, -como les dice a los apóstoles-, lo que se les ha prometido es ya una realidad a través de mi humanidad.

2.- El misterio Pascual presente en la vida del creyente.
Por otra parte, recordemos además que el cristiano, el creyente, está llamado a vivir en su vida el misterio pascual del Señor en su totalidad, esto es, la pasión, la muerte, la resurrección y el regreso al Padre.
Cada vez que nosotros en este mundo sobrellevamos el sufrimiento, el dolor o los sinsabores de la vida, y lo hacemos con actitud de fe, anunciamos la Cruz de Cristo, su Pasión.
Cada vez que nos convertimos del hombre viejo, del pecado, estamos muriendo con Cristo en la Cruz.
Toda vez que tratamos de crecer en este caminar hacia el Padre con una vida interior sólida y buscamos existir como hombres nuevos, como le llama Pablo al resucitado, participamos de la Pascua del Señor.
Pero estamos llamados también a participar de la Ascensión de Jesús.
Y esto en la vida cotidiana implica que busquemos siempre ser elevados, que nos orientemos siempre a las alturas de la santidad, ya sea en nuestro espíritu como por medio de todas las actividades ordinarias que nos tocan realizar en la vida de cada día.
No estamos llamados a la chatura, a la mediocridad, a conformarnos con lo mínimo, a ser rastreros, sino que estamos convocados a la grandeza.
El subir de Cristo es una invitación a que también nosotros nos elevemos por el camino que conduce a la grandeza humana, para que así como Cristo fuera exaltado sobre todo lo creado, también el hombre, rey de la creación, llegue a estar junto a Él.
Y esto porque ya desde el comienzo del mundo el ser humano ha sido puesto como cabeza de todo lo creado y como aquél que debe ser el señor, no solamente de lo que existe alrededor suyo sino también de sí mismo.
El misterio de la ascensión nos convoca, pues, a aspirar lo máximo. A ser más cristianos, más servidores e imitadores de Cristo, más identificados con Él, hasta alcanzar como afirma San Pablo el estado de hombre perfecto que corresponde a aquél que ha llegado a la plenitud en Cristo Nuestro Señor (cf. Ef.4, 13).

3.-La transformación creciente del cristiano en Cristo.
El Señor conoce de nuestra debilidad. Sabe que muchas veces nos cuesta entender todo esto, sabe que esta transformación implica muchas veces un movimiento lento.
Podemos salir nosotros impactados de un retiro, o de algún acontecimiento que nos ha marcado, pero el proceso de conversión siempre es más lento, porque de hecho la meta a la cual caminamos es tan perfecta que es imposible cambiar de golpe y en su totalidad. Por lo menos mirando esto desde nuestra imperfección, ya que para Dios todo es posible.
Es por eso que Jesús con una actitud conocedora de la sicología humana y por lo tanto de nuestro corazón, respeta nuestros tiempos.
De hecho, con la sabiduría divina que encarna, les previene a los apóstoles que no se muevan de Jerusalén y esperen se cumpla la promesa del Padre que consistirá en que han de ser bautizados con el Espíritu Santo.
Cristo estuvo varios años con sus discípulos, los reconfortó y aleccionó una vez más después de su resurrección, sin embargo seguían sin transformarse totalmente como Jesús esperaba para lo cual les prometió y envió el don del Espíritu Santo que es el amor del Padre y del Hijo.
Cuando los apóstoles reciban al Espíritu Santo comenzarán a vivir lo que el Señor les encargó: Vayan por todo el mundo prediquen y bauticen en mi nombre.
Es imposible llevar este mensaje de salvación que Cristo encomienda a la Iglesia de todos los tiempos si el corazón del hombre no está transformado totalmente por el don del Espíritu, que así como lo prometió a los apóstoles también nos lo asegura a cada uno de nosotros.
Es importante tomar conciencia de todo esto, con nuestras debilidades y grandezas, pero aspirando siempre a ésta altura de santidad y de compromiso cristiano al que convoca la fiesta de la ascensión.
En síntesis, la vuelta de Cristo al Padre, nos compromete a continuar su obra en medio de los hombres, creciendo en la profunda búsqueda de ser misioneros, de llevar el mensaje salvador de Cristo, sintiéndonos enviados como Él por el Padre de todos.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la liturgia de la Ascensión del Señor (ciclo “B”). Hechos.1, 1-11; Efesios 4,1-14; Marcos 16,15-20.- 24 de mayo de 2009.

ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; http://ricardomazza.blogspot.com.

24 de mayo de 2009

Insertos en el amor del Padre “Ámense unos a otros como yo los he amado”

Los textos bíblicos de esta liturgia dominical ponen el acento en el misterio del amor.

Misterio del amor digo, porque amar implica siempre entrar en la intimidad de Dios, en el ofrecimiento al hombre de la gratuidad divina. Esta gratuidad propia del amor se expresa en toda su profundidad cuando proviene de Dios.
Ese Dios que nos ama y que nos interpela para que respondamos con la doble vertiente de orientar ese amor a Dios y a nuestros hermanos, a todos aquellos que como nosotros han sido elegidos y amados desde toda la eternidad.
Y así el amor del Padre ha pensado en cada uno de nosotros desde toda la eternidad. Desde todos los tiempos cada uno ha estado presente en el pensamiento de Dios.
Ese amor del Padre que se traduce en el llamado a la existencia, ese amor de Padre que viendo nuestra caída en el pecado busca el remedio enviándonos a su Hijo para que hecho hombre nos mostrara justamente el camino del amor que es el regreso al Padre y encuentro también con los hermanos.
El apóstol Juan nos dice en la segunda lectura que no hemos amado nosotros a Dios, sino que Él nos amó primero.
De hecho la existencia de ese primer gesto, de este llamado de amor y de salvación que Dios va preparando para cada uno por medio de su Hijo nos habla de su infinito amor.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, Pedro va entendiendo que el llamado de Dios es para toda la humanidad. Que si bien eligió un pueblo para que sea depositario de las promesas de salvación, sin embargo es toda la humanidad la que está llamada a encontrarse con su Dios.
Y por eso dirá a Cornelio, el centurión, “Dios no hace acepción de personas”.
En efecto, Dios no llama solamente a los judíos convertidos, sino también a los que provienen del paganismo.
Y el apóstol Pedro va mostrando cómo ese llamado universal ha sido manifestado por medio de Cristo, que muere por todos, e inmediatamente otro signo se manifiesta en el don del Espíritu Santo, que es el Amor entre el Padre y el Hijo, que se derrama sobre los paganos.
Los judíos convertidos quedan confundidos porque no terminan de entender que no son los únicos llamados a vivir en plenitud la filiación divina: “se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles”.
Y así entonces, el Padre que ama, y el Hijo que continúa el amor del Padre entre nosotros, va transformando el corazón del hombre y nos convoca a una respuesta: “Como el padre me amó yo también los amo, permanezcan en ese amor”.
Es una invitación a la grandeza humana permanecer en el amor de Dios y descubrir que cada uno de nosotros es como un proyecto de Dios, proyecto de grandeza.
De allí que el ser humano tiene la oportunidad de manifestar que no está llamado a la pequeñez, a la mediocridad, a la chatura, sino a la grandeza, que es entrar de lleno en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Y Jesús nos va dando como caminos para ir concretando esa respuesta de amor.
Por eso nos dice:“Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.
Y sigue insistiendo llamándonos sus amigos no sus servidores. De ese modo, Jesús nos invita a entrar en ese diálogo de amigos con Él.
Y el que podría llegar a dar la vida por el otro es ciertamente el amigo. Y Cristo lo hizo en la Cruz, invitándonos a hacer otro tanto.
De allí que nos diga: “No son ustedes los que me han elegido, Yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto”.
Una prueba más de su amor es el que nos haya elegidos con nuestras fallas y debilidades, con nuestras limitaciones, pecados y miserias y que nos haya enviado, como Él fue enviado por el Padre, para que demos frutos abundantes.
Y nos ha elegido porque ya lo ha hecho el Padre desde todos los tiempos.
Pero esa elección está reclamando una transformación en nuestra vida.
Por eso en la primera oración de esta liturgia dominical pedimos al Señor que ya que estamos celebrando con alegría el misterio pascual, nos transforme de modo que en nuestras obras, viviendo como resucitados, manifestemos la pascua del Señor.
De allí que el mismo Jesús nos diga “Ámense unos a otros”. Afirmación ésta tan mal usada muchas veces , cambiada, retorcida, porque significa muchas veces egoísmo, centralidad en uno mismo y no en Dios y en el hermano.
“Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. Esa es la medida, como Cristo nos amó.
En nuestra relación con el hermano en la fe hemos de amar como Cristo nos ama, es decir, ver en el otro el rostro de Cristo. No solamente en el pobre sino en todos.
Muchas veces descuidamos el rostro de Cristo en el hogar, en la familia, en los padres, en los hijos, o en la oficina, cuando atendemos al otro de mala gana.
Ver el rostro de Cristo en el otro que es retomar lo que nos dice el libro de los Hechos de que Dios no hace acepción de personas, sino que atiende realmente a todos porque a todos ama.
Amor que no es convalidar a quien está perdido o alejado del Señor, sino al contrario, el amor es el que corrige, el que muestra un camino nuevo, el que advierte, el que a través de la purificación nos atrae nuevamente al camino de la verdad y de la auténtica libertad interior.
Ese ámense unos a otros que también se debe revelar en la vida cotidiana, en la vida social.
Y así la misma doctrina de la Iglesia nos va señalando permanentemente lo que significa el amor al otro en las distintas relaciones humanas: obreros, empresarios, sindicalistas, políticos etc.
Buscar siempre el bien común, es decir, ir generando y posibilitando aquellos ámbitos a través de los cuales el ser humano pueda desarrollarse como tal y pueda crecer en la dignidad de hijos en la que fuimos creados y llamados a vivir cada día.
Cuando en el mundo de la política, por ejemplo, se busca nada más que el interés personal, enriquecerse a través del poder, o enriquecer a los amigos, y no legislar , conducir o administrar justicia por el bien de todos, no se está cumpliendo con esto que pide el Señor de ámense los unos a los otros.
De manera que este mandato de Cristo no es algo meramente romántico o poético, sino que es un amor que debe ejercerse en la vida cotidiana, cada uno en la misión que Dios le ha encomendado o que le vaya pidiendo cotidianamente en el transcurrir de la vida.
Y así la tarea del cristiano debe ir descubriendo en su vida concreta cómo debe vivir y actualizar a Cristo resucitado en su relación con Dios pero también en la relación con los demás.
Los compromisos, los requerimientos, y la interpelación de Dios son diferentes en cada uno, según el trabajo, el oficio, la profesión, y la misión que cada uno desempeña.
Pero en todos los ámbitos podemos ir descubriendo lo que el mismo Jesús nos manifiesta.
Llamados por el amor del Padre a una vida de plenitud que alcanzamos por el sacrificio de su Hijo hecho hombre y por la acción del Espíritu Santo que nos va moviendo para encontrar al Señor, a nosotros mismos y a nuestros hermanos.
Pensemos en todo esto, pidamos ser iluminados y fortalecidos por la luz y fuerza de Dios para que en amor a Dios y al prójimo demos frutos abundantes.
¡Vayamos mostrando al mundo que vale la pena estar bautizados y seguir a Cristo, que es motivo de alegría el ser creyentes!

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la liturgia del 6to domingo de Pascua (Hechos 10,25-26.34-35.44-48; I Juan 4,7-10; Juan 15,9-17). 17 de Mayo de 2009.
ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; http://ricardomazza.blogspot.com.-

14 de mayo de 2009

El itinerario de la plenitud cristiana.

En la primera oración de esta liturgia dominical pedimos al Señor que nos mire con amor de Padre y que nos conceda a los que creemos en Cristo su Hijo hecho hombre, la libertad verdadera y la herencia eterna.

Suplicamos que El nos mire con amor de Padre, como tantas veces lo hemos hecho con confianza filial.
Y como respondiendo a este ruego -que es de toda la Iglesia-, el Padre nos muestra a través de los textos bíblicos que acabamos de proclamar, el camino o itinerario que nosotros podemos recorrer en orden a esta plenitud de vida que significa la unión con el Señor Jesús en quien creemos y amamos hasta llegar al encuentro del Padre.
En este camino, los Hechos de los Apóstoles (9,26-31) nos presenta como punto fundamental la conversión del corazón.
Lo hace mediante una figura que nos proclama hasta qué punto la respuesta a la gracia de lo alto es capaz de cambiar el corazón del hombre por más alejado que esté de Dios.
Es la figura de Saulo de Tarso, llamado más adelante Pablo, el apóstol de los nacidos en el paganismo.
Él, -que vivía persiguiendo a los cristianos-, por la acción de Dios, es decir con la mirada del Padre, recibió de lo alto el don de la conversión al que respondió dedicándose de lleno a proclamar el Evangelio de Aquél de quien había tenido una experiencia muy particular cuando lo llamara a una misión muy distinta a la que servía.
Pablo se encuentra en Jerusalén para presentarse a los apóstoles, contar su experiencia y recibir la confirmación de la Iglesia de aquello que estaba realizando, en medio de la sospecha que sobre su persona existía.
Es presentado por Bernabé y obtiene el reconocimiento que necesitaba, siguiendo en su misión de llevar la doctrina de Cristo aunque los judíos de origen griego no estaban convencidos de su conversión.
El Dios que lo ha llamado lo va empujando a seguir adelante a pesar de las dificultades, y los hermanos lo hacen embarcar a Tarso.
Experimenta lo que a veces acontece en la Iglesia, cuando los recién convertidos no son bien vistos por quienes viven desde tiempo atrás su fe en el resucitado.
Se trata en el fondo de un signo de la inmadurez de la comunidad que no termina de mirar desde el Dios de la misericordia los nuevos acontecimientos que se suceden en la historia personal de un creyente.
Cuesta entender que la gracia de Dios toca el corazón del hombre cuando quiere y como quiere y que el juicio de Dios es el que cuenta.
En definitiva se hace necesario que no debemos dejarnos llevar por nuestras pobres impresiones que no penetran el interior de nadie, que sólo es conocido en su totalidad por la mirada de Dios que va moviendo por su Espíritu a cada uno desde dentro.
Pero no basta la conversión primera ya que quedan en el corazón humano las pasiones, las malas costumbres contraídas, las dificultades para vivir de una manera nueva.
Es necesario afianzar la conversión a través de la unión con Cristo (Juan 15,1-8), y llegar a reconocer la profundidad de lo enseñado por Jesús “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”.
El que permanece unido a Cristo como el sarmiento a la vid, tendrá la vida verdadera. La unión con Cristo nos hace dar mucho fruto, mientras que separados de Él no servimos más que para secarnos y perecer en el fuego.
¡Qué lección esta que el ser humano no termina de entender: separados del Señor nada podemos hacer!
Aunque en apariencia pareciera que nos arreglamos solos en este mundo, la gracia de Dios es la que en definitiva nos permite una vida totalmente diferente.
Cristo aparece como la vid, el Padre del cielo como viñador, y tanto Jesús como nosotros los bautizados la viña del Señor. Esta viña que ya aparecía en el Antiguo Testamento se continúa en el Nuevo.
Y el Padre actúa, en esa relación entre la vid y los sarmientos. Es por eso que decíamos en la primera oración de la liturgia de hoy:”Míranos Señor con amor de Padre”, y el Señor cuando nos mira con amor de Padre realiza lo que el Evangelio llama la poda.
Sabemos lo que significa la poda de un árbol en cuanto le da oportunidad de seguir creciendo con más fuerza. Cuando nosotros damos fruto el Padre nos poda a través del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad, de la indiferencia con que somos tratados.
En medio de las dificultades de esta vida aparece esa poda con la que el Padre de los Cielos quiere darnos renovadas fuerzas en orden a nuevos frutos. La poda es un proceso doloroso, de purificación, que se traduce en un nuevo florecer, en vida.
Ese dar fruto implica creer en Jesucristo y producir obras de caridad amándonos unos a otros como nos mandó (I Juan 3,18-24).
Y este creer y amar es el tercer paso del itinerario del que hablaba al comienzo.
La conversión, y el afianzarnos en el camino de una vida nueva por la unión con Cristo, culminan en la fe en el resucitado y el amor a Dios y al prójimo.
El cristiano de esta manera tiene la oportunidad de seguir creciendo en medio del mundo y de los problemas, ya que “permanece en Dios y Dios en él” al no amar sólo de palabra sino con obras y según la verdad.
Cristo resucitado nos invita una vez más a adherirnos a Él.
Si así lo hacemos estaremos recibiendo esa vida nueva que sólo Él puede concedernos, la savia, esto es la gracia, que no sólo ilumina nuestra inteligencia para saber cómo obrar en este proyecto de vida nuevo que nos ofrece el resucitado, sino que nos facilita el obrar en el amor según Dios.
Cada día, -en fin-, volvamos a suplicar la mirada de Padre de quien nos creó, redimió y santificó, para que los que creemos en su Hijo avancemos por las obras de caridad, hasta heredar la vida eterna.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos de la liturgia dominical del Vto. domingo de Pascua, ciclo “B”. 10 de Mayo de 2009.
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8 de mayo de 2009

MIREN CÓMO NOS AMÓ EL PADRE

El Apóstol san Juan nos dice (I Jn. 3,1-2) “Miren cómo nos amó el Padre”. Esto tendría que ser algo permanente en nuestro corazón: considerar cómo nos amó y ama el Padre de Jesucristo y también Padre nuestro.

El Padre del Cielo nos ha hecho hijos suyos, ya que por su amor no sólo nos llamamos hijos, sino que lo somos en verdad. Como hijos estamos convocados a vivir para siempre con El y su Hijo Primogénito Jesucristo.
Ahonda el Apóstol en esta idea diciendo que si alguien no nos reconoce como hijos del Padre, es porque no lo ha conocido al Padre, a Dios.
Para poder manifestar la filiación divina que cada uno de nosotros por participación posee, es necesario conocer al Padre, descubrir su paternidad eterna, que nos ha creado y pensado en nosotros desde toda la eternidad, revelando el amor y la infinita misericordia que nos tiene.
Tanto nos amó que nos envió a su Hijo para que hecho hombre y muriendo en la Cruz nos reconciliara con su Padre.
Ahora bien, este amor de Padre se manifiesta particularmente en el Hijo.
Y así, descubrimos a Jesús el Buen Pastor que prolonga la figura de Dios Buen Pastor presente ya en el Antiguo Testamento.
Jesús gusta usar de las comparaciones para que nosotros podamos acceder más fácilmente al conocimiento de su persona.
Él mismo se denomina como el camino, la verdad, la vida, la luz del mundo, el agua viva, la vid y también, como el Buen Pastor.
Él como resucitado está presente entre nosotros para pastorearnos, para buscar nuestro bien.
Aún cuando nos corrige mostrándonos el camino estrecho de la santidad, el buen Pastor nos ama, ya que el amor busca siempre el bien del otro.
Cristo como Buen Pastor se presenta como alguien que da su vida por las ovejas, por cada uno de los bautizados.
Él mismo asegura que nadie le quita la vida, sino que la entrega por amor (Jn.10, 18).
Todo el camino de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, no fue más que una vía e instrumento de la Providencia de Dios para que quedara patente que Él libremente se entregaba a la causa de la salvación humana.
Cristo entrega su vida, mientras que el asalariado la cuida de todo mal personal, porque trabaja por una recompensa, por un salario, le tiene sin cuidado la suerte de las ovejas.
El asalariado no tiene vocación para el pastoreo sino que labora por interés a la paga que ha de recibir.
A nosotros nos pasa algo semejante. Cuando hacemos algo por amor entregamos lo mejor de nosotros mismos. Cuando lo hacemos únicamente por una paga, por un sueldo, sólo importa uno mismo.
El llamado recibido y respondido, hace que la entrega sea de corazón, aunque se perciba alguna retribución, ya que ésta no es la razón de la entrega, sino que en todo caso la acompaña.
El amor lleva al Pastor a darse más allá de lo indispensable y es en esa entrega donde alcanza su plena realización.
Cristo como Buen Pastor dice que sus ovejas escuchan su voz.
Esta afirmación nos puede ayudar a examinarnos a nosotros mismos. ¿Escuchamos la voz de Cristo Buen Pastor? ¿O preferimos las voces extrañas, que buscan atraernos, pero no a la verdad precisamente?
A los niños les aconsejamos siempre que no escuchen a los extraños, a quienes no conocen, porque a través del engaño les harán daño.
¿Somos coherentes con lo que aconsejamos a otros y hacemos caso omiso de las voces engañosas que nos prometen felicidad aparente?
A veces escuchamos esas voces que a través del facilismo o de los impactos emocionales buscan alejarnos de Aquél que es la voz autorizada del Padre.
Muchas voces nos emboban y conquistan con falsas ilusiones para dejarnos finalmente más empobrecidos que nunca.
Por eso Jesús nos reclama que hemos de volver a escucharlo a Él.
Tener en cuenta lo que nos dice y enseña siempre para nuestro bien. Retener lo que nos dice en la oración, en la soledad del silencio, en la profundidad de nuestro corazón buscador de plenitud.
Cuando lo escuchamos a Jesús nos damos cuenta que le pertenecemos, porque “los que son de mi rebaño” escuchan mi voz.
Escuchar la voz del buen Pastor implica escuchar también la voz de la Iglesia que nos prodiga sus enseñanzas abundantemente.
A veces rechazamos esas enseñanzas de la Iglesia porque nos parecen contrarias a las enseñanzas del mundo, y percibimos a la Iglesia anticuada, fuera de moda, de nuestra cultura, la Iglesia tiene que modernizarse-decimos-, no se nos puede exigir esto . Y de esa manera nos perdemos la oportunidad de escuchar la verdad. Tanto Cristo como la Iglesia nos muestran el camino que lleva al Padre.
Aunque no seamos santos o no vivamos según el evangelio, la Iglesia como Institución es Santa y nos mostrará al Buen Pastor.
Somos hijos de Dios, asegura el Apóstol San Juan, y si bien no se ha manifestado todavía lo que seremos, tenemos la seguridad de que seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual Es.
Mientras caminamos a esa meta dichosa prometida, hoy celebramos la jornada de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas.
Por eso pedimos al dueño de la mies que envíe operarios que trabajen en el campo de la Iglesia, al servicio del evangelio.
Imploramos el que tengamos abundantes y santas vocaciones a la vida consagrada.
La Iglesia necesita personas convencidas de que la consagración al llamado sacerdotal o a la vida religiosa no es un desperdicio de la vida personal, sino que por el contrario significa haber entendido que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos como nos lo enseña el mismo Jesús.
Pidamos la gracia de lo alto para que quienes hemos sido elegidos para esta vida que ha de reproducir al Buen Pastor, no vivamos como mercenarios, como cumpliendo algo obligados, sino proclamando en el tiempo, aún con nuestros pecados, el camino que conduce al Padre.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos del domingo del “Buen Pastor” (I Juan. 3,1-2; Juan 10,11-18) 03 de mayo de 2009.