En la primera oración de esta liturgia dominical pedimos al Señor que nos mire con amor de Padre y que nos conceda a los que creemos en Cristo su Hijo hecho hombre, la libertad verdadera y la herencia eterna.
Suplicamos que El nos mire con amor de Padre, como tantas veces lo hemos hecho con confianza filial.
Y como respondiendo a este ruego -que es de toda la Iglesia-, el Padre nos muestra a través de los textos bíblicos que acabamos de proclamar, el camino o itinerario que nosotros podemos recorrer en orden a esta plenitud de vida que significa la unión con el Señor Jesús en quien creemos y amamos hasta llegar al encuentro del Padre.
En este camino, los Hechos de los Apóstoles (9,26-31) nos presenta como punto fundamental la conversión del corazón.
Lo hace mediante una figura que nos proclama hasta qué punto la respuesta a la gracia de lo alto es capaz de cambiar el corazón del hombre por más alejado que esté de Dios.
Es la figura de Saulo de Tarso, llamado más adelante Pablo, el apóstol de los nacidos en el paganismo.
Él, -que vivía persiguiendo a los cristianos-, por la acción de Dios, es decir con la mirada del Padre, recibió de lo alto el don de la conversión al que respondió dedicándose de lleno a proclamar el Evangelio de Aquél de quien había tenido una experiencia muy particular cuando lo llamara a una misión muy distinta a la que servía.
Pablo se encuentra en Jerusalén para presentarse a los apóstoles, contar su experiencia y recibir la confirmación de la Iglesia de aquello que estaba realizando, en medio de la sospecha que sobre su persona existía.
Es presentado por Bernabé y obtiene el reconocimiento que necesitaba, siguiendo en su misión de llevar la doctrina de Cristo aunque los judíos de origen griego no estaban convencidos de su conversión.
El Dios que lo ha llamado lo va empujando a seguir adelante a pesar de las dificultades, y los hermanos lo hacen embarcar a Tarso.
Experimenta lo que a veces acontece en la Iglesia, cuando los recién convertidos no son bien vistos por quienes viven desde tiempo atrás su fe en el resucitado.
Se trata en el fondo de un signo de la inmadurez de la comunidad que no termina de mirar desde el Dios de la misericordia los nuevos acontecimientos que se suceden en la historia personal de un creyente.
Cuesta entender que la gracia de Dios toca el corazón del hombre cuando quiere y como quiere y que el juicio de Dios es el que cuenta.
En definitiva se hace necesario que no debemos dejarnos llevar por nuestras pobres impresiones que no penetran el interior de nadie, que sólo es conocido en su totalidad por la mirada de Dios que va moviendo por su Espíritu a cada uno desde dentro.
Pero no basta la conversión primera ya que quedan en el corazón humano las pasiones, las malas costumbres contraídas, las dificultades para vivir de una manera nueva.
Es necesario afianzar la conversión a través de la unión con Cristo (Juan 15,1-8), y llegar a reconocer la profundidad de lo enseñado por Jesús “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”.
El que permanece unido a Cristo como el sarmiento a la vid, tendrá la vida verdadera. La unión con Cristo nos hace dar mucho fruto, mientras que separados de Él no servimos más que para secarnos y perecer en el fuego.
¡Qué lección esta que el ser humano no termina de entender: separados del Señor nada podemos hacer!
Aunque en apariencia pareciera que nos arreglamos solos en este mundo, la gracia de Dios es la que en definitiva nos permite una vida totalmente diferente.
Cristo aparece como la vid, el Padre del cielo como viñador, y tanto Jesús como nosotros los bautizados la viña del Señor. Esta viña que ya aparecía en el Antiguo Testamento se continúa en el Nuevo.
Y el Padre actúa, en esa relación entre la vid y los sarmientos. Es por eso que decíamos en la primera oración de la liturgia de hoy:”Míranos Señor con amor de Padre”, y el Señor cuando nos mira con amor de Padre realiza lo que el Evangelio llama la poda.
Sabemos lo que significa la poda de un árbol en cuanto le da oportunidad de seguir creciendo con más fuerza. Cuando nosotros damos fruto el Padre nos poda a través del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad, de la indiferencia con que somos tratados.
En medio de las dificultades de esta vida aparece esa poda con la que el Padre de los Cielos quiere darnos renovadas fuerzas en orden a nuevos frutos. La poda es un proceso doloroso, de purificación, que se traduce en un nuevo florecer, en vida.
Ese dar fruto implica creer en Jesucristo y producir obras de caridad amándonos unos a otros como nos mandó (I Juan 3,18-24).
Y este creer y amar es el tercer paso del itinerario del que hablaba al comienzo.
La conversión, y el afianzarnos en el camino de una vida nueva por la unión con Cristo, culminan en la fe en el resucitado y el amor a Dios y al prójimo.
El cristiano de esta manera tiene la oportunidad de seguir creciendo en medio del mundo y de los problemas, ya que “permanece en Dios y Dios en él” al no amar sólo de palabra sino con obras y según la verdad.
Cristo resucitado nos invita una vez más a adherirnos a Él.
Si así lo hacemos estaremos recibiendo esa vida nueva que sólo Él puede concedernos, la savia, esto es la gracia, que no sólo ilumina nuestra inteligencia para saber cómo obrar en este proyecto de vida nuevo que nos ofrece el resucitado, sino que nos facilita el obrar en el amor según Dios.
Cada día, -en fin-, volvamos a suplicar la mirada de Padre de quien nos creó, redimió y santificó, para que los que creemos en su Hijo avancemos por las obras de caridad, hasta heredar la vida eterna.
Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos de la liturgia dominical del Vto. domingo de Pascua, ciclo “B”. 10 de Mayo de 2009.
ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; http://ricardomazza.blogspot.com.-
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