Los textos bíblicos de esta liturgia dominical ponen el acento en el misterio del amor.
Misterio del amor digo, porque amar implica siempre entrar en la intimidad de Dios, en el ofrecimiento al hombre de la gratuidad divina. Esta gratuidad propia del amor se expresa en toda su profundidad cuando proviene de Dios.
Ese Dios que nos ama y que nos interpela para que respondamos con la doble vertiente de orientar ese amor a Dios y a nuestros hermanos, a todos aquellos que como nosotros han sido elegidos y amados desde toda la eternidad.
Y así el amor del Padre ha pensado en cada uno de nosotros desde toda la eternidad. Desde todos los tiempos cada uno ha estado presente en el pensamiento de Dios.
Ese amor del Padre que se traduce en el llamado a la existencia, ese amor de Padre que viendo nuestra caída en el pecado busca el remedio enviándonos a su Hijo para que hecho hombre nos mostrara justamente el camino del amor que es el regreso al Padre y encuentro también con los hermanos.
El apóstol Juan nos dice en la segunda lectura que no hemos amado nosotros a Dios, sino que Él nos amó primero.
De hecho la existencia de ese primer gesto, de este llamado de amor y de salvación que Dios va preparando para cada uno por medio de su Hijo nos habla de su infinito amor.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, Pedro va entendiendo que el llamado de Dios es para toda la humanidad. Que si bien eligió un pueblo para que sea depositario de las promesas de salvación, sin embargo es toda la humanidad la que está llamada a encontrarse con su Dios.
Y por eso dirá a Cornelio, el centurión, “Dios no hace acepción de personas”.
En efecto, Dios no llama solamente a los judíos convertidos, sino también a los que provienen del paganismo.
Y el apóstol Pedro va mostrando cómo ese llamado universal ha sido manifestado por medio de Cristo, que muere por todos, e inmediatamente otro signo se manifiesta en el don del Espíritu Santo, que es el Amor entre el Padre y el Hijo, que se derrama sobre los paganos.
Los judíos convertidos quedan confundidos porque no terminan de entender que no son los únicos llamados a vivir en plenitud la filiación divina: “se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles”.
Y así entonces, el Padre que ama, y el Hijo que continúa el amor del Padre entre nosotros, va transformando el corazón del hombre y nos convoca a una respuesta: “Como el padre me amó yo también los amo, permanezcan en ese amor”.
Es una invitación a la grandeza humana permanecer en el amor de Dios y descubrir que cada uno de nosotros es como un proyecto de Dios, proyecto de grandeza.
De allí que el ser humano tiene la oportunidad de manifestar que no está llamado a la pequeñez, a la mediocridad, a la chatura, sino a la grandeza, que es entrar de lleno en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Y Jesús nos va dando como caminos para ir concretando esa respuesta de amor.
Por eso nos dice:“Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.
Y sigue insistiendo llamándonos sus amigos no sus servidores. De ese modo, Jesús nos invita a entrar en ese diálogo de amigos con Él.
Y el que podría llegar a dar la vida por el otro es ciertamente el amigo. Y Cristo lo hizo en la Cruz, invitándonos a hacer otro tanto.
De allí que nos diga: “No son ustedes los que me han elegido, Yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto”.
Una prueba más de su amor es el que nos haya elegidos con nuestras fallas y debilidades, con nuestras limitaciones, pecados y miserias y que nos haya enviado, como Él fue enviado por el Padre, para que demos frutos abundantes.
Y nos ha elegido porque ya lo ha hecho el Padre desde todos los tiempos.
Pero esa elección está reclamando una transformación en nuestra vida.
Por eso en la primera oración de esta liturgia dominical pedimos al Señor que ya que estamos celebrando con alegría el misterio pascual, nos transforme de modo que en nuestras obras, viviendo como resucitados, manifestemos la pascua del Señor.
De allí que el mismo Jesús nos diga “Ámense unos a otros”. Afirmación ésta tan mal usada muchas veces , cambiada, retorcida, porque significa muchas veces egoísmo, centralidad en uno mismo y no en Dios y en el hermano.
“Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. Esa es la medida, como Cristo nos amó.
En nuestra relación con el hermano en la fe hemos de amar como Cristo nos ama, es decir, ver en el otro el rostro de Cristo. No solamente en el pobre sino en todos.
Muchas veces descuidamos el rostro de Cristo en el hogar, en la familia, en los padres, en los hijos, o en la oficina, cuando atendemos al otro de mala gana.
Ver el rostro de Cristo en el otro que es retomar lo que nos dice el libro de los Hechos de que Dios no hace acepción de personas, sino que atiende realmente a todos porque a todos ama.
Amor que no es convalidar a quien está perdido o alejado del Señor, sino al contrario, el amor es el que corrige, el que muestra un camino nuevo, el que advierte, el que a través de la purificación nos atrae nuevamente al camino de la verdad y de la auténtica libertad interior.
Ese ámense unos a otros que también se debe revelar en la vida cotidiana, en la vida social.
Y así la misma doctrina de la Iglesia nos va señalando permanentemente lo que significa el amor al otro en las distintas relaciones humanas: obreros, empresarios, sindicalistas, políticos etc.
Buscar siempre el bien común, es decir, ir generando y posibilitando aquellos ámbitos a través de los cuales el ser humano pueda desarrollarse como tal y pueda crecer en la dignidad de hijos en la que fuimos creados y llamados a vivir cada día.
Cuando en el mundo de la política, por ejemplo, se busca nada más que el interés personal, enriquecerse a través del poder, o enriquecer a los amigos, y no legislar , conducir o administrar justicia por el bien de todos, no se está cumpliendo con esto que pide el Señor de ámense los unos a los otros.
De manera que este mandato de Cristo no es algo meramente romántico o poético, sino que es un amor que debe ejercerse en la vida cotidiana, cada uno en la misión que Dios le ha encomendado o que le vaya pidiendo cotidianamente en el transcurrir de la vida.
Y así la tarea del cristiano debe ir descubriendo en su vida concreta cómo debe vivir y actualizar a Cristo resucitado en su relación con Dios pero también en la relación con los demás.
Los compromisos, los requerimientos, y la interpelación de Dios son diferentes en cada uno, según el trabajo, el oficio, la profesión, y la misión que cada uno desempeña.
Pero en todos los ámbitos podemos ir descubriendo lo que el mismo Jesús nos manifiesta.
Llamados por el amor del Padre a una vida de plenitud que alcanzamos por el sacrificio de su Hijo hecho hombre y por la acción del Espíritu Santo que nos va moviendo para encontrar al Señor, a nosotros mismos y a nuestros hermanos.
Pensemos en todo esto, pidamos ser iluminados y fortalecidos por la luz y fuerza de Dios para que en amor a Dios y al prójimo demos frutos abundantes.
¡Vayamos mostrando al mundo que vale la pena estar bautizados y seguir a Cristo, que es motivo de alegría el ser creyentes!
Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la liturgia del 6to domingo de Pascua (Hechos 10,25-26.34-35.44-48; I Juan 4,7-10; Juan 15,9-17). 17 de Mayo de 2009.
ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; http://ricardomazza.blogspot.com.-
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