26 de febrero de 2010

Las tentaciones y el “ayuno” vencedor de las mismas.


La liturgia de este domingo primero de cuaresma se inicia con la oración en la que pedimos a Dios la gracia de progresar en el conocimiento del misterio de Cristo para poder vivir de acuerdo al mismo. Precisamente es la misma Palabra de Dios la que nos permite crecer en este intento, recorriendo el Antiguo Testamento que prepara y conduce a la plenitud de las enseñanzas del Nuevo.
El Deuteronomio (o segunda ley) nos trae hoy la respuesta del hombre ante tantos beneficios recibidos de parte de Dios, preanunciando lo que acontecerá de igual modo en los tiempos venideros.
En el texto bíblico de referencia, Moisés recuerda al pueblo que ha sido liberado de la opresión de Egipto para llegar por esta pascua antigua a la verdadera libertad, conducido a la tierra prometida que mana leche y miel – signo de la abundancia de los dones de Dios- , para continuar recibiendo allí las bendiciones de Aquél que está presente en medio de los elegidos y depositarios de sus promesas, en el marco de la Alianza del Sinaí.
Esto reclama del israelita una respuesta agradecida entregando en ofrenda a Dios las primicias de las cosechas, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, significando el compromiso de entregarse él mismo a su Creador.
De este modo se reconoce que todo don viene de lo alto y, que el hombre confiando y ofrendándose a su Señor, irá creciendo como hijo de Dios y miembro de la comunidad de los hombres.
Todo esto representa un camino que nos lleva a Cristo para entregarle a Él una respuesta de fe siempre nueva que permita entrar de lleno en su vida, en sus sentimientos, en todo su ser.
La vida del hombre se hace historia de salvación, ya que la fe en el Dios de la Alianza se funda en hechos salvíficos concretos, no meramente en palabras o en intervenciones divinas nunca concretadas como sucede en el mundo pagano, sino acontecimientos que se viven como salvadores, como liberadores de circunstancias de opresión y desvalimiento.
Así como el pueblo de Israel basaba su creencia en acontecimientos históricos que le permitían descubrir la presencia del Creador, para nosotros, el hecho histórico salvífico que da sentido a nuestra vida es la muerte y resurrección del Señor, cumplimiento de las profecías, y certeza de la presencia divina que quiere siempre nuestro bien.
Por eso el tiempo de cuaresma es siempre una entrada al desierto con el Señor para dirigirnos a Jerusalén donde será crucificado, muerto y resucitado, realizando así la salvación de la historia.
Este marchar con Cristo al misterio de la redención, consuma una nueva profesión de fe salvadora ya que “si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás” (Rom. 10,9).
Sabemos lo que ha vivido el pueblo de Israel, y nosotros experimentamos de continuo la predilección de Dios, en la novedad del misterio pascual.
El tiempo de cuaresma, decíamos, es un encuentro con el Señor, avanzando en el conocimiento profundo de su misterio y en la vivencia del mismo.
En esta oportunidad nos enseña a vencer al espíritu del mal que acecha al hombre desde que el hombre obnubilado por la tentación cedió al deseo de querer ser como Dios y se alejó de su Creador.
El pueblo de Israel experimentó en el desierto las tentaciones del diablo sucumbiendo a sus ilusiones, cayendo en la idolatría y la infidelidad a su Dios verdadero.
A nosotros Cristo nos muestra el modo de liberarnos de las diversas formas de esclavitud a las que nos quiere sujetar el demonio, llamado el príncipe de este mundo. Término este que aparece reconocido cuando en una de las tentaciones se declara señor de los reinos de este mundo y tiene la osadía de prometerlos a Jesús si le adorare.
Es también el padre de la mentira, mentiroso desde el principio cuando engañó a Adán y a Eva en el paraíso con falsas promesas de divinidad. Todo lo consigue por medio del engaño, con falsas promesas, por eso Cristo nos enseña a combatirlo.
Y esto se hace necesario ya que el mismo Evangelio asegura que las tentaciones no se terminan con Jesús sino que continúan en la vida de la Iglesia, en cada uno de nosotros: “Una vez agotadas todas las formas de tentación el demonio se alejó de Él hasta el momento oportuno”.
Momento oportuno en relación con Cristo, será cuando clavado en la cruz se le grite “si eres el Hijo de Dios, bájate ahora mismo de la cruz”, como en la tercera tentación que escuchamos en el texto de hoy “si eres Hijo de Dios, tírate abajo…”.Es la tentación de lo espectacular, de pretender que el Hijo de Dios haga algo para convencernos de lo que Él es, para que no queden más dudas. Su respuesta seguirá siendo el silencio de la cruz, de la humillación y el abandono.
El momento oportuno describe también la presencia del demonio en la vida de la Iglesia, en la de cada uno de nosotros.
Por eso resulta importante lo que la misma Iglesia nos propone en este tiempo de penitencia con sus signos especiales como el ayuno.
Para San León Magno el ayuno verdadero se focaliza en el ayuno de pecado. Para San Clemente de Alejandría el ayuno verdadero es el “ayuno del mundo”.
¿Qué significa el ayuno del mundo? El abstenerse de todo modelo de vida que no sea el evangelio. La gran tentación del ser humano, hoy y siempre, es copiar el modelo del mundo, las costumbres del mundo, las cosas que continuamente se nos quiere imponer a la inteligencia y voluntad hasta tal punto que sin darnos cuenta estamos obviando el vivir como bautizados, como hijos de Dios redimidos por Cristo en la Cruz y Resurrección.
El espíritu del mal a través del espíritu mundano, por ejemplo, nos sugiere que lo más importante en la vida es el poder, la riqueza, el dominio sobre los demás imponiéndole al otro lo que uno quiere, el creer que el único modo de triunfar en la vida supone pisotear al prójimo. Ese es el espíritu del mundo y que el maligno lo deja en claro en la segunda tentación que describe san Lucas.
También el espíritu mundano nos vive insistiendo en la supremacía del tener sobre el ser.
Este criterio “valorativo” concluye estimando al ser humano en la medida que ostente cosas, concluyendo esas cosas poseyéndonos a nosotros mismos, dominándonos, llevándonos al olvido de lo que somos, hijos de Dios, llamados a vivir con la dignidad propia de los mismos.
El espíritu del mundo es permanentemente contrario al evangelio.
Y lo observamos en la forma de pensar y de obrar de muchos católicos hoy en día en diferentes situaciones.
En efecto, ¿qué pensamos acerca de la familia, de la educación de los hijos?, ¿no está allí metido el espíritu mundano con olvido de lo que supone el ser bautizado cuando por ejemplo no se transmite la fe? ¿Qué pensamos acerca del matrimonio y la preparación al mismo a través del noviazgo?
En el presente, por ejemplo, con total tranquilidad, muchos bautizados comienzan a vivir en pareja antes de casarse, y ellos, y no pocas familias de las que provienen, lo ven como algo normal.
Piensan que antes se vivía de una manera, pero ahora hay otros vientos que se deben aceptar, y hacen la vista gorda engañándose pensando que está bien lo que no sigue la enseñanza de Jesucristo.
¡Cuántas veces se piensa por qué no he de robar si todo el mundo hace lo mismo! Si todo el mundo miente, ¿por qué no he de forjar lo mismo?, ¿por qué se me exigen cosas que nadie realiza? Es la inspiración concreta del espíritu del mundo que nos aparta insensiblemente del evangelio.
El culto idolátrico requerido por el diablo a Cristo se repite también en nuestros días. El demonio nos tienta a adorar falsos dioses: el dinero, la fama, el placer, el hacer lo que a cada uno le viene en gana, el no tener freno en nada, el discutirlo todo, el postular que Dios no puede ponerme límites. Esta concepción, en fin, reclama un ayuno de nosotros mismos.
Se hace necesario descubrir los impedimentos que hay en nosotros para entregarnos más a Cristo y disponernos a dejarlos de lado para crecer como creyentes y avanzar en el conocimiento de Cristo que es profundizar en la Verdad que se convierte en vida en la realidad cotidiana.
Por eso la Iglesia nos invita a entrar en el desierto, porque la renuncia de lo que nos aparta del ideal cristiano es ardua, difícil, costosa, pero que con la gracia de quien triunfó sobre el espíritu del mal es posible florecer en esta vida nueva que se nos ofrece.
¡Qué hermoso si podemos llegar a la Pascua del Señor, celebrando también nuestra propia Pascua, el paso de la muerte a la vida! Pidamos esta gracia y luchemos para conseguir este ideal.

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Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Homilía en el 1er domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 21 de febrero de 2010. Textos bíblicos: Dt. 26,4-10; Rom.10, 8-13; Lc. 4,1-13.-
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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