"Lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada." Edmund Burke
5 de febrero de 2010
Elección, vida y persecución del profeta de Dios
La palabra de Dios viene siempre a nuestro encuentro para iluminar y alimentar nuestra vida de seguimiento de Aquél que nos ha creado por amor y destinado al amor eterno, la vida con Él, como lo refiere el apóstol san Pablo.
Para llegar al amor pleno de Dios es necesario vivir acorde con lo que ha dispuesto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad.
En el texto de Jeremías que hemos proclamado, se describe precisamente el origen de la vocación de este profeta. Se afirma que antes que naciera, Dios lo conocía, conocimiento que implica su elección concreta con vista a una misión determinada.
Dios ha creado al profeta y, en su eterno proyecto lo ha pensado para que sea su portavoz, siempre en orden a manifestar su infinita bondad, acercando a todos a la vida nueva que siempre se le ofrece al hombre.
Jeremías deberá ser fiel en la transmisión de la Palabra divina que expresa su designio de amor para con el hombre:”Ve a mi pueblo y dile lo que te he de manifestar”
Por cumplir esto muchas veces se sentirá torturado entre la exigencia de Dios y el rechazo del pueblo de Judá que lo considera profeta de calamidades, –ya que anticipa la caída del reino y su posterior destierro a causa de sus múltiples infidelidades al Dios de la Alianza- y por lo tanto no desea escucharlo.
Será demasiado tarde para el pueblo cuando advierta en el futuro que fue su propio pecado el que engendró tantas penurias.
Para cumplir con su misión, Dios le dice a Jeremías que no tenga miedo en medio de los desaires y persecuciones, ya que siempre contará con su ayuda, advirtiéndole que si arrastrado por el temor abandona el anuncio, será Él quien le meterá temor.
Como diciendo, “si por miedo estás tentado en “aguar” la Palabra que se ha de anunciar, para no tener problemas, te señalaré mi descontento.
Pero Jeremías, habiéndose dejado seducir por Dios (cf. Jer.20, 7-9), entregará su vida por la causa del Señor, hasta tal punto que es perseguido, torturado, arrastrado a Egipto y allí asesinado.
En su muerte, el profeta, ante los ojos de los hombres aparece como un fracasado, ya que Dios le ha prometido sostenerlo siempre y sin embargo es muerto por sus enemigos. Sin embargo, a la luz de la fe, la muerte del profeta significará la vivencia más plena del amor, de ese amor del cual nos habla San Pablo en la segunda lectura, como signo de la perfección.
En el evangelio se prolonga con lo señalado en el Antiguo Testamento a través de Jeremías, en la persona de Jesús el enviado del Padre.
Encontramos al Señor en la sinagoga de Nazaret donde en un primer momento es aceptado, provocando admiración en sus oyentes, dando testimonio a favor de Él, tal como había sucedido en Cafarnaúm.
Pero inmediatamente cambia el escenario favorable en su pueblo de Nazaret, ya que lo arrastran a las afueras de la ciudad para despeñarlo. ¿Qué había sucedido para que se concretara ese cambio de actitud por parte de sus oyentes? En primer lugar tenemos que decir que esto no es de admirar teniendo en cuenta la condición inestable del hombre que rápidamente pasa de la aprobación al rechazo más profundo de alguien, ya sea arrastrado por el influjo negativo de otros, ya porque así reacciona cuando algún decir de quien fuera aprobado previamente, es considerado desagradable en otro momento.
Es una realidad que el corazón del hombre quiere y no quiere a la vez, está con Dios en un instante y lo rechaza en el otro. Nosotros mismos percibimos con frecuencia este modo de reaccionar en nuestro interior, ya que somos un misterio que sólo madura en la comunión con su Creador.
En segundo lugar hay que advertir que a Jesús se le ha ocurrido dar a entender que realiza signos cuando quiere, como quiere y a favor de quien quiere ciertamente en referencia a Cafarnaúm, ya que en Nazaret no había realizado alguno, según aquello de que “nadie es profeta en su tierra”.
Se trata de dejar en claro que a Dios “nadie lo aprieta” exigiéndole su obrar en beneficio de alguien.
Esto produce malestar entre los oyentes de la sinagoga, y mucho más cuando Jesús recuerda a la viuda de Sarepta y al sirio leproso Naamán, que son auxiliados por los profetas Elías y Eliseo respectivamente, a pesar de no provenir ellos del pueblo elegido en el que abundaban también muchas personas necesitadas.
Es decir, les reprocha abiertamente su falta de fe ya que piensan de Jesús “médico, cúrate a ti mismo”, y les recuerda que Él viene a salvar a toda la humanidad descubriendo el designio salvador del Padre presente desde toda la eternidad y comunicado a través suyo.
De hecho, Jesús, culminará su vida en la Cruz manifestando así la plenitud del amor del que habla San Pablo.
A Jesús, como a Jeremías, Dios nos les promete una vida fácil sino el apoyo y firmeza necesarios para cumplir con su misión que se perfecciona en la muerte y rechazo de sus contemporáneos.
La vida y figura del profeta es siempre una contradicción entre la promesa del apoyo divino y el rechazo de la gente, ya que siempre acontece que el ser humano escucha con gusto lo que coincide con sus puntos de vista, y rechaza lo que le disgusta.
Sucede que cuando la Palabra de Dios no concuerda con nuestro pensamiento, fácilmente la rechazamos o la ponemos en el freezer con la esperanza de que Dios se modernice.
Pensamos que Dios no tiene porque perturbarnos ahora con nuevas obligaciones –sobre todo en la actualidad en que sólo se pone énfasis en los derechos-, cuando sólo interesa el disfrute de lo placentero.
Lo mismo sucede cuando la Iglesia –continuadora de Jesús- anuncia el mensaje de salvación o formula enseñanzas concretas –como la doctrina social- que se derivan de ella. Tendrá seguidores, pero también –y en mayor medida- sufrirá persecución y desprecio incluso por parte de los bautizados que se dicen católicos.
Se busca cualquier pecado de los miembros de la Iglesia para atacarla y pretender quitarle credibilidad a sus enseñanzas, apuntando finalmente al mismo Cristo que la fundara.
Como Jeremías, también nosotros los bautizados, presentes en el pensamiento de Dios antes de ser engendrados por nuestros padres, somos elegidos para una misión concreta, siendo nuestra existencia necesaria para la realización del designio de Dios en la edificación de su Iglesia.
De allí que un cristiano nunca pueda decir “mi vida no tiene sentido”, o ¿para qué vivo?, o “mejor es morirse”, porque nuestra existencia no es una “pasión inútil”, sino que reconocidos en el designio de Dios como sus hijos, nos dirigimos a la perfección humana ya desde esta vida temporal que prepara la futura eterna.
Si somos fieles a la vocación recibida en el sacramento del bautismo nos sucederá lo de Jeremías y lo de Cristo, es decir, seremos perseguidos. Cuando un cristiano proclama la verdad tendrá complicaciones, ya que para muchos será insoportable su mensaje.
Por otra parte hay quienes apetecen ser halagados en sus oídos, o sea, quieren escuchar aquello que coincida siempre con sus pensamientos, sus deseos y proyectos, aún en el menoscabo de la verdad misma.
De allí que resulta importante encarnar en nuestra vida aquello que sostenía San Pablo “nuestra predicación procura agradar, no a los hombres, sino a Dios, que penetra los corazones” (1 Tes. 2,4). Y en otra parte “¿Acaso tenemos que agradar a los hombres? Si tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal. 1,10).
Este servicio a la Palabra de Dios está unido a lo que describe San Pablo como lo máximo en la perfección cristiana, es decir, el amor, el cual se caracteriza por mostrar cualidades muy precisas y perfeccionadoras de la persona: no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra con la injusticia sino que se regocija con la verdad, es paciente.
Pues bien, el cristiano que se compromete seriamente con la vocación profética recibida en el bautismo, continúa los pasos de Jeremías y de Jesús denunciando la injusticia reinante en la sociedad, mostrando -según sus posibilidades- caminos de solución a los grandes problemas que nos aquejan, viviendo la verdad evangélica en su diario existir, guardando una conducta intachable en la vida familiar, social, política y económica.
Todo lo cual significa vivir en concreto la plenitud del amor a Dios y al prójimo que culmina o con la muerte, o con el desafuero de una sociedad que es permisiva con el mal, y a la cual le molesta la presencia del creyente que se “juega” por su sus creencias.
Aunque sostenidos por la fuerza de lo alto como Jeremías y Jesús, nosotros mismos sabemos que la fidelidad a la Palabra de Dios nos conducirá a lo que el mundo tiene como fracaso pero que para nosotros será la plenitud del amor, como lo fue la Cruz de Cristo.
El creyente ha de ser capaz de sufrir persecución con tal que la voz del señor llegue al corazón de todos.
Y no temamos los desprecios o la hiriente indiferencia de muchos, ya que contamos siempre con la fuerza de Dios, a pesar de lo que hemos de padecer de parte de una cultura hostil a su Creador.
Hacer presente a Cristo en la sociedad es el mejor servicio que podemos prestar a la perfección del amor cristiano.
Muchas veces decimos que la Iglesia es muy dura en su enseñanza cuando realiza su misión de proclamar la verdad, sin que advirtamos que esa firmeza en el anuncio de la verdad va siempre acompañada con la perfección de la caridad.
Por ejemplo, cuando enseña respecto al aborto es clara en su exposición, no puede aguar el evangelio ni aceptar la confusión de aquellos grupos que maliciosamente, para confundir, se hacen llamar “católicos por el derecho a abortar”, ya que ni son católicos, ni el matar a otro constituye derecho alguno. Ni tampoco puede compartir las justificaciones que en este tema presenta la cultura de nuestro tiempo a través de sus diversos corifeos.
Pero, junto con la transmisión de la verdad íntegra sobre el respeto absoluto a la vida, también enseña que toda persona que haya incurrido en el pecado, por grave que sea, tiene la posibilidad de recibir el perdón de Dios, fruto de su misericordia, si se convierte de corazón y se compromete a cambiar de vida.
De este modo la proclamación de la verdad de la dignidad de la vida, se completa con la verdad proclamada del amor-perdón.
Pidamos al Señor en este día que asumiendo nuestro llamado a proclamar su mensaje seamos capaces de hacerlo con la disposición constante de llevar el amor cristiano a su plenitud.
Encabezado: (Jesús enseña en la sinagoga de Nazaret, panel de madera polícroma del techo artesonado, segunda mitad del siglo XII, iglesia de San Martín, Zillis, Suiza).
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Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro” de Santa Fe, Argentina. Homilía en el IV domingo “per annum” ciclo “C”. 31 de enero de 2010. Textos bíblicos: Jer. 1,4-5.17-19; I Cor. 12,31-13,13; Lc 4, 21-30.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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