"Lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada." Edmund Burke
19 de febrero de 2010
Con Dios o sin Él, los caminos propuestos a nuestra libertad.
La primera lectura de este domingo nos muestra lo que suele acontecer en la vida humana, esto que en la antigüedad se denominaba con el término de los dos caminos.
En términos actuales podemos hablar de la opción fundamental, que consiste en aquella decisión que el ser humano toma en el presente respecto a su relación con Dios y que tiene proyección en su vida futura.
Se llama opción fundamental porque la disposición que se toma en la vida constituye el fundamento del caminar humano. Y así, hay quienes eligen el camino por Dios y con Él, constituyendo Éste su cimiento, y quienes prescinden del mismo en sus comportamientos diarios durante su vida o gran parte de ella.
Esto está indicando en relación con la meta última, una falta de fe. Porque si se elige como fundamento de la vida la ausencia o prescindencia de Dios, no se aspira a Él como meta última.
De allí que no sorprende lo que San Pablo dice en la segunda lectura que quienes niegan la resurrección de los muertos, y por lo tanto el orientarnos a Dios como resucitados, previamente niegan también la de Cristo.
Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, ya que no podemos esperar la propia, y por lo tanto resulta sin sentido pretender dar a la vida humana orientación sobrenatural alguna.
Se da lugar en el hombre un esquema de vida en el que no se acepta a Dios como meta última porque ya no se lo reconoce como origen, y se construye la vida sin Él poniendo como fundamento –porque el hombre siempre busca un fundamento, algo que lo sostenga aunque sea ilusorio- la riqueza, el poder, los proyectos humanos, la profesión, los negocios, los éxitos personales, lo que el profeta Jeremías llama el apoyo en la carne donde no se considera para nada el espíritu.
Y así, esta persona camina por esta vida relegando totalmente a Dios, porque no lo necesita, dice que no lo necesita, ya que la seguridad que le dan las cosas, el dinero, la fama, el poder y la salud, le permiten vivir un mundo de ilusoria seguridad.
Pero cuando pierde alguna de estas cosas en las que pone su confianza, se derrumba totalmente, como grafica Jeremías diciendo que quien así vive “habita una tierra salobre e inhóspita”, residiendo “en la aridez del desierto” y sin que se vislumbre crecimiento alguno.
Contrariamente a este vacuo estilo de vida, consta la otra persona que ha decidido cimentar su vida en Dios. Percibe en su interior un dinamismo que lo orienta al Creador como fin de su vida, que le da sentido, porque lo admite como origen, y decide –aún con sus limitaciones y caídas en el pecado- fundar su vida con confianza en el que percibe como Absoluto.
Es importante destacar que una señal clarísima de la opción fundamental por Dios que alguien ha concebido, queda en evidencia cuando al alejarse de Dios por el pecado, busca enseguida -por la reconciliación a través del sacramente-, retornar nuevamente a su verdadero camino, tratando de vivir así su existencia cotidiana.
Siguiendo el pensamiento de San Pablo, al tener su vida sentido de finalidad, esta persona cree en la resurrección de Cristo y en la propia, como culminación de hombre caminante.
Jeremías dirá de quien así actúa, que echa raíces, crece como el follaje del árbol bien regado y, produce abundante fruto.
En el presente, sin forzar mucho nuestra imaginación, podemos encontrar este doble tipo de vida alrededor nuestro.
Y así, con frecuencia, comprobamos la presencia de muchos que dedican su existencia, -por ejemplo- únicamente a obtener y poseer dinero.
Esta realidad produce en nosotros frecuente asombro, ya que la presencia de quienes se enriquecen de la noche a la mañana sin que su remuneración habitual pueda justificar tal incremento patrimonial, nos lleva a inferir manejos sucios en la adquisición de esos bienes.
El estado de corrupción que muchas veces comprobamos en nuestra Patria, va dejando al desnudo cómo los intereses en el orden social, político o económico están puestos en conseguir cada vez más poder, riqueza, negocios, vislumbrándose así que el fundamento no es ciertamente Dios, lo cual presagia un futuro y seguro derrumbe, ya personal o social.
El texto del Evangelio anuncia hoy que “¡Ay de ustedes los que ahora ríen!”, los que se ríen de sus prójimos porque no son vivos como ellos, los que se ríen de todo el mundo haciendo impunemente lo que quieren porque quienes debieran defender al inocente y débil no lo hacen. A todos ellos se dirige la advertencia que“¡conocerán la aflicción y las lágrimas!”
“¡Ay de ustedes lo que ahora están satisfechos!”, los que están ahora tan hartos, tan llenos y sobrados de todo, que no saben qué hacer con lo que han conseguido despojando a otros de lo más elemental para vivir dignamente. A ellos se les predice que “¡tendrán hambre!”
El evangelio, en cambio, anuncia a “los que tienen hambre” de justicia, de verdad, de todo lo que sea noble y honesto, que principalmente se identifica con el hambre de Dios, que “serán saciados”
A estos que tienen hambre de Dios, Jesús en otros pasajes de la Escritura, invita a dirigirse a Él para resultar satisfechos.
Más aún, continuando con lo anunciado por el profeta Joel, “derramaré mi espíritu sobre toda carne” (cap.2, 28), Jesús dirá “El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí”, refiriéndose al don del espíritu (Jn. 7,37-39). El hambre y la sed que Cristo viene a saciar es la de Dios, la del Espíritu, vida nueva que ennoblece a los hombres y los orienta a crecer cada día más como hijos adoptivos del Padre.
Pero también nos dice Jesús, “Felices ustedes los pobres porque el reino de Dios les pertenece”. Con esta afirmación el Señor no propicia la lucha de clases, ni emplaza a los pobres contra los ricos y viceversa, sino permite vislumbrar la contradicción entre la pobreza y la riqueza.
Dios no quiere la pobreza, ni la miseria, ni la carencia de lo necesario para que toda persona viva dignamente como corresponde a todo ser humano por el sólo hecho de serlo.
Lo que enseña es que quien tiene espíritu de pobre –San Mateo expresará “felices los pobres de espíritu”- es aquel que ha puesto su confianza y seguridad en Dios ya que advierte la caducidad de las cosas de este mundo, y usará de las cosas materiales tanto cuanto le ayuden a acercarse a Dios y se alejará de ellos cuanto lo separen de Él.
El pobre que vive austera y honestamente de su trabajo, que pone lo mejor de sí al servicio de los demás, está más abierto al Reino de los Cielos.
Reino de los cielos que comienza en este mundo con la venida de Cristo que establece un orden nuevo e invita a una pertenencia y conformación mayor con su persona y su vida, orientándose siempre a la vida eterna.
La riqueza, en cambio, cierra el corazón del hombre, no sólo ante Dios que deja de ser su riqueza más preciada, su tesoro “escondido” en el campo, ya que no lo necesita, sino que se clausura también en relación a los demás ya que éstos se presentan como posibles perturbadores del bienestar que vive con tranquilidad. La apertura al otro implica perder poder y bienestar, sacándolo del encandilamiento que le produce el espejismo de una aparente y precaria felicidad.
El espíritu del evangelio está insistiendo en lo que leíamos en Jeremías, esto es, colocar el acento de nuestra vida en Dios.
Esta presencia divina en nuestro caminar representa un riesgo muy grande, por cierto. Hay que tener coraje para querer sostener la vida en Dios, en Cristo, en la fe cristiana. No es para cualquiera.
De allí, que no es de extrañar, que a veces aparezcan excusas para no asumir una vida en Dios, presentes en críticas a la Iglesia y a sus miembros, verdaderas a veces, falsas otras, pero que en definitiva esconden algo más profundo, el no querer entregar la vida al Señor.
Fundar la vida en Cristo, para los ojos del mundo, para la cultura de nuestro tiempo, es un asentarse sobre dificultades y problemas.
Dios es una molestia continua por los conflictos que provoca sobre todo seguidor suyo. Y lo asegura el mismo Cristo cuando afirma “Felices ustedes cuando los hombres los odien, los excluyan e insulten y proscriban el nombre de ustedes considerándolos infames a causa del Hijo del hombre”. Y continúa recordando que de la misma manera sus antepasados trataban “a los profetas”. De modo que el cristiano no puede pretender un trato diferente al que recibieron los profetas del Antiguo Testamento.
Más aún, cuando los cristianos que no viven comprometidos con la vida nueva que ofrece el Señor son elogiados por los deshonestos, sepan que “así trataban a los falsos profetas”.
Esta persecución que anuncia Jesús se dirige a todo aquél que lo siga a Él.
Persecución que en la actualidad reviste nuevas formas que se distinguen de lo experimentado en la antigüedad.
Modos sutiles como pretender sacar la imagen de la Virgen de la Plaza Constituyentes, quitar los crucifijos de los lugares públicos para que no recuerden con su presencia que fuimos salvados por Cristo, proyectar la parodia del mal llamado matrimonio unisexual, proyectar legalizar el aborto y la eutanasia, imponer el libertinaje sexual para obtener personas que sólo busquen el placer y se olviden de aquellos objetivos que los ennoblecen, hacer la vista gorda al consumo de la droga “personal” para obnubilar y destruir las mentes, y tantas otras especies de corruptelas. Lamentablemente estas nuevas formas de cambio cultural prosperan sin que nosotros reaccionemos, aprendiendo a convivir y hasta aceptando el error más evidente, ya que poco a poco hemos perdido las naturales defensas que provienen del sentido común, sumiéndonos en el desconcierto o en la despreocupación fatalista que piensa que no vale la pena luchar.
La persecución se hace presente también –entre otros ámbitos- en el mundo del trabajo. Cuántas personas que no se dejan llevar por el chanchullo, la coima o la deshonestidad tienen que enfrentar la pérdida de su empleo, el ver el desprecio de los cada vez más impúdicos corruptos, o el asistir a la imposibilidad de obtener merecidos ascensos.
En el campo de la justicia, sobre todo en el orden nacional, esto fue y es palpable. Cuando alguien desatiende los requerimientos de los perversos, cae en la desgracia más impiadosa. Si el cristiano en un ambiente de deshonestos no es perseguido, seguro es que se ha “acomodado” con la situación no molestando ya a nadie.
Todos conocemos situaciones de este tipo. Incluso en el ámbito de la familia se observa esta persecución ya anunciada por el mismo Jesús al advertir que por Su causa estarán el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija, la hija contra la madre (Cf. Mateo 10,34-35). Lamentablemente todavía existen padres que prefieren que sus hijos vivan en la pavada, en la vulgaridad de una vida vacía, antes que verlos cada día con un compromiso mayor con Cristo.
Aprovechemos estas enseñanzas del Señor para pedirle humildemente que nos ilumine y fortalezca para que fundando cada día nuestro existir en Él, crezcamos cada día en un sincero espíritu de verdad.
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Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Homilía sobre los textos bíblicos del sexto domingo del tiempo ordinario, ciclo C. (Jer.17, 5-8; 1 Cor. 15,12.16-20; Lc. 6, 12-13.17.20-26).- 14 de Febrero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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