1 de mayo de 2010

Jesús, el Buen Pastor, nos conduce a los manantiales de agua viva.


Este cuarto domingo de Pascua es llamado el del Buen Pastor porque aquí, Cristo resucitado se presenta bajo el signo del pastoreo, el que cuida del rebaño, aquel que va delante de las ovejas, -imagen con la que se describe a los cristiano-, para conducirlas a los pastos eternos, que indican el encuentro definitivo con el Padre del Cielo. Vemos cómo la presencia de Cristo bajo la figura del Buen Pastor está presente desde el comienzo mismo de la Iglesia, sobre todo teniendo en cuenta que los inicios de la fe posteriores a la resurrección del Señor estuvieron marcados por la difusión rápida del evangelio donde el cristianismo se iba haciendo cada vez más conocido en los ambientes de ese tiempo, junto con la presencia de la persecución y el rechazo más furibundo. En efecto, mientras algunos miraban con gusto el cristianismo y escuchaban el mensaje que se les transmitía, había quienes abiertamente rechazaban esta palabra de Dios.
Es decir que lo que nos dice el evangelio “mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” se hizo realidad en el inicio de la fe cristiana, siendo el libro de los Hechos de los Apóstoles un reflejo vivo de lo que fue la Iglesia en los primeros tiempos.
Justamente lo que acabamos de proclamar nos presenta a la persona de Pablo, ya convertido, y Bernabé, que se dirigen a llevar el evangelio de Cristo. Esta vez lo hacen rumbeando a Antioquia de Pisidia. Allí transmiten el mensaje del Señor y en un primer momento hay como una respuesta positiva de parte de los judíos y de sus seguidores a quienes se invitaba a permanecer fieles a Dios. Pero el mismo texto nos dice que al sábado siguiente, como si se hubiera meditado más la respuesta a dar, la actitud fue totalmente diferente. Estando en la Sinagoga, al ver la multitud diversa que estaba escuchando con gusto a Pablo y Bernabé, “los judíos se llenaron de envidia y con injurias contradecían las palabras de Pablo”.
Interesante el término que utiliza el texto bíblico: la envidia de los judíos.
La envidia es la tristeza por el bien del otro en cuanto que el envidioso vive ese bien del otro como disminuyéndolo a él. Esta es una definición clásica que abarca diversos bienes de la persona que vislumbro como empequeñeciéndome. Esto llevado a lo que señala el evangelio implica una envidia especial que en la enseñanza teológica se denomina la acedia o acidia que consiste en la tristeza por el bien divino ya en sí mismo o ya presente en alguna persona. O sea no es tristeza por cualquier bien del otro, sino que la tristeza está originada en el bien divino que va creciendo en la vida del otro.
Se percibe el crecimiento espiritual del otro en la vida de fe y, esto provoca tristeza en el corazón del envidioso ya que no se enmarca en esa situación privilegiada ya sea porque no está en condiciones interiores para crecer, o directamente rechaza la posibilidad de avanzar en la vida espiritual al no aceptar la Palabra que se le revela para su bien personal. Por eso la actitud de los judíos fue el rechazo de Pablo y Bernabé.
Por eso Pablo dirá con toda claridad que ya que rechazan la Palabra de Dios, se dirigen a los gentiles, es decir, a aquellos que no provienen del judaísmo, produciendo en medio de ellos una gran alegría, porque son aceptados por Dios.
No podía ser de otra manera, habida cuenta que Jesús, como Buen Pastor, viene al encuentro de toda la humanidad, no solamente del judaísmo, y se manifiesta salvando a los que escuchan su Palabra, y que por ello van entrando a esa vida nueva que ofrece el mismo Cristo nuestro Señor.
El texto dice que la Palabra sigue difundiéndose aunque no cesen las persecuciones por parte de los incrédulos, o como en este caso de los judíos que no aceptan la nueva fe, el nacimiento de esta nueva religión que viene a socavar los cultos antiguos.
El mismo Jesús asegura su presencia a aquellos que escuchan gustosamente la Palabra y que están dispuestos a cambiar.
El libro del Apocalipsis nos presenta una vez más la visión de Juan. Aquí el apóstol vuelve a encontrarse con la muchedumbre, imposible de contar, que están ante el Cordero sacrificado que es Cristo y que se presenta para reemplazar al cordero sacrificado del antiguo testamento celebratorio de la pascua.
Delante del Cordero, esta multitud rinde culto de adoración. A la cabeza se encuentran quienes llevan palmas en sus manos, que son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero, aludiendo así a la prueba del martirio.
La gran tribulación no es solamente la que termina con la muerte de los primeros cristianos, sino que hace referencia también a todo aquél esfuerzo que realiza el creyente para ir transformándose más y más en su amistad con Cristo, y que debe sufrir permanentemente los ataques o los rechazos de una sociedad incrédula.
Por lo tanto el proceder de la gran tribulación no sólo hace referencia a quienes la padecieron en ese tiempo, sino también aquellos que en el transcurso de la historia de la Iglesia han padecido o padecerán por causa de la predicación del Evangelio.
De hecho, cualquiera de nosotros, en la medida que trata cada día de vivir a fondo su fe, recibirá siempre un rechazo durísimo, no solamente de la familia, o amistades, o en el entorno del trabajo, sino de parte de todos los que no piensan ni viven como nosotros, y cuyos criterios referidos a los grandes temas de la fe o de la moral cristiana son disímiles con las enseñanzas del evangelio. Esto, al final, produce un estar soportando continuamente el rechazo, la burla o la indiferencia por causa de Cristo nuestro Señor resucitado.
Ante esta situación, el mismo Jesús asegura siempre su presencia de Buen Pastor, que está siempre con nosotros, que nos va guiando y dando fuerzas para seguir adelante este combate espiritual en orden a hablar de Cristo, a predicar el evangelio, y vivirlo a fondo en cada momento de nuestra vida. Por eso el libro del Apocalipsis dirá que el Cordero será el Pastor de los que han sufrido la gran persecución “y los conducirá a los manantiales de agua viva” y Dios- dice- “secará toda lágrima de sus ojos”.
Es decir que todo lo que haya sido causa de dolor o sufrimiento en este mundo, culminará con el encuentro definitivo del Padre del cielo.
La figura, pues, del Buen Pastor, está muy presente en la vida de la Iglesia desde los comienzos, asegurando el mismo Jesús que Él nos da la vida eterna.
El ser humano está deseoso siempre de la vida eterna, aún sin saberlo, de allí que busque siempre la felicidad y le duela el no conseguirla aquí, aunque siga buscándola, porque en el fondo intuye que existe más allá de nuestra temporalidad.
Por último es oportuno recordar también, que en este día, la iglesia celebra también la jornada de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas. En el marco del año sacerdotal hemos de elevar nuestras oraciones pidiendo por esta intención, para que quienes hemos sido elegidos para pastorear al rebaño que se nos ha confiado, llevemos al mundo la figura del Buen Pastor a través de nuestras personas.
Se hace cada vez más necesario que nuestra palabra sea la Cristo, que el testimonio manifestado siempre, sea el de mostrar la figura del Pastor eterno, transformados cada vez más en Él.
Quiera el mismo Señor bendecirnos abundantemente para que nos dejemos conducir siempre por Él a los pastos de la eternidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, en la Argentina. Homilía en el IV domingo de Pascua, ciclo “C”. 25 de Abril de 2010.- Textos: Hechos 13,14.43-52; Apoc. 7,9.14-17; Jn. 10,27-30.-
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com, www.nuevoencuentro.com/provida; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.



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