“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos tampoco se convencerán” (Lc. 16, 31). El texto citado está apuntando a la actitud de fe frente a la Palabra de Dios, ya que cuando no se acepta ésta como enseñanza del Señor y como manifestación del designio que tiene sobre cada uno de nosotros es inútil pretender apariciones u otras situaciones fantasiosas. De hecho, toda esta gente que denuncia el profeta Amós en su tiempo, había recibido las enseñanzas de Moisés, y escuchaban a los profetas y, sin embargo estaban sumergidos en las riquezas que la prosperidad de ese momento les brindaba y hacían caso omiso a la Palabra de Dios que había manifestado –y así lo expresaba la ley de Moisés- la necesidad de abrir el corazón no sólo al Creador sino también a las carencias del hermano, del prójimo. En efecto, como decíamos el domingo pasado y se continúa en éste, la situación social que se vivía en el reino de Israel (s. VIII a.C.) era de una injusticia galopante. Unos pocos se enriquecían y se daban la gran vida mientras la mayoría de la gente, explotada, se consumía en medio de sus miserias. Pero he aquí que Dios en su Providencia, a través de la historia misma de los pueblos, va mostrando su designio de salvación, señalándolo duramente el profeta Amós diciendo, “por eso irán al cautiverio al frente de los deportados y se terminará la orgía de los libertinos” (Amós 6, 7), refiriéndose a la caída de este reino en el año 721 a.C.-
La historia humana es historia de salvación, pero también de condenación, toda vez que el hombre se aparta de su Dios y quiere construir su vida a sus espaldas, prescindiendo de sus hermanos dando curso a una vida preñada de injusticias y falsas seguridades que a su tiempo cae estrepitosamente.
En la historia humana cuando se ingresa en la corrupción de todo tipo en los pueblos, concluye esta situación devorándose a sus mismo hacedores.
El texto del evangelio sigue en la misma línea de la profecía de Amós y en lo que habíamos reflexionado ya el domingo anterior.
Aquí se presenta la figura de un hombre rico. La descripción es muy cruda señalando de entrada un estilo de vida disoluto ya que vestía de “púrpura y lino finísimo”, dejando al desnudo así la frivolidad de aquél tiempo. No se repara en gastos para una vida lujosa signada por espléndidos banquetes, despreocupados todos de la miseria, fruto de la injusticia humana, que acechaba a su alrededor.
Dejándonos llevar por la imaginación podemos escuchar las conversaciones que dominaban la atención de los fiesteros, descripciones sobre cómo hacían dinero, oprimiendo todo a su paso, jactándose sobre sus astucias para ir prosperando cada vez más, convalidando nuevos y oportunos negocios que incrementaran insaciablemente sus fortunas mal habidas, forjadas en la sangre de los pobres. Esta realidad presente en la época de Cristo y que continúa lamentablemente en nuestros días, va mostrando hasta que punto el corazón del hombre es capaz de ir cerrándose ante Dios, volviéndose insensible frente a su Palabra, y ante las necesidades de los demás hombres.
En efecto, este hombre Lázaro, que estaba yaciendo en su pobreza, representa a toda una sociedad despojada de aquello que le es propio por designio particular de Dios que ha destinado los bienes creados para el bien de toda la humanidad.
Podemos intuir en este cuadro de necesidades a aquellas personas que víctimas hoy de tantas injusticias sociales en el mundo, reclaman desde el yacente Lázaro lo que se les niega en un sistema político, social, económico y cultural que privilegia a los poderosos y excluye sistemáticamente a aquellos que no cuentan para una visión utilitarista del hombre.
El hecho de que el pobre tenga nombre, Lázaro, -mientras que el rico está despojado del mismo-, indica que estas miserias claman al cielo con nombre y apellido, que Dios los atiende ya que guarda memoria de los excluidos.
En el texto del evangelio no se pretende condenar la riqueza o la personal figura del rico, sino que se fustiga el mal uso que de esas riquezas se hace. Tampoco se canoniza la pobreza, ya que Dios no quiere la situación misérrima que viven tantos lázaros en el mundo, ni es su intención consolarlos prometiéndoles una vida mejor después de la muerte, ya que la injusticia que padecen es fruto de la opulencia y el egoísmo de tantos que, cerrados en sí mismos, no abren caminos, pudiéndolo hacer, para dignificarlos.
El evangelio proclamado señala la gravedad de estos hechos introduciendo el tema de la retribución después de la muerte.
Para ser entendido Jesús utiliza términos del judaísmo vigentes en su época y, como se dirige a los fariseos marcará la necesidad de la fe en su persona y su enseñanza que reclama una nueva visión de las cosas y de la vida como condición para un cambio posible del hombre y su paso por este mundo en medio de los bienes terrenales.
La actitud del rico reclamando “pruebas” para los todavía vivos que motive su conversión, es rechazada rotundamente en el texto. Jesús exige una actitud totalmente nueva, la de la fe en su persona, ya que cuando el hombre pide pruebas no es porque le interese creer, sino porque quiere enmarcar lo espiritual y trascendente en las “falsas” seguridades de su mundo volátil.
Sucede para quien vive la sicología propia del rico de la parábola que tan encerrado está en su mundo insensible que es incapaz de abrirse a la vida de fe, siendo su “ver” un permanente “no ver”. Un ejemplo lo tenemos en la resurrección de Lázaro, hermano de Marta y María, que provocó la fe de algunos presentes junto a su tumba, pero que endureció aún más a los fariseos, hasta tal punto de querer matar tanto al recién revivido como a Jesús. Estos incrédulos veían sin ver en absoluto. Jesús les dio por lo tanto un signo, adelantándose a su propia resurrección, pero se cerraron totalmente al mismo.
Así sucede con la riqueza que es capaz de cegar a las personas hasta tal punto que se cierran a toda perspectiva de fe porque han excluido a Dios y al prójimo que son los únicos que podrían, si se los reconociera, cambiar sus proyectos egoístas de vida.
El “signo” o la “prueba” que les da Jesús para que se conviertan de su dureza de corazón es la de Lázaro. Es decir que Él mismo se presenta humillado y sangrante en su pasión como varón de dolores que asegura, para quien lo reciba, el participar de su misma resurrección.
Es decir que es necesario volver a las fuentes, regresar a Él cubierto de llagas y de miserias en las personas excluidas de este mundo, para que recibiéndolas en nuestra sociedad, -que es recibirlo a Él mismo-, dignificándolas, obtengamos todos como hermanos la realidad de resucitados a la vida de la gracia y de hijos amados del Padre.
En definitiva se trata de vivir lo que exhorta hoy San Pablo (1Tim. 6, 11-16): “Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad, pelea el buen combate de la fe” – o sea jugate por tus convicciones de fe cristiana, no te dejes separar de Cristo por las promesas fáciles del mundo. “Conquista la vida eterna a la que has sido llamado y en vista de la cual hiciste una magnífica profesión de fe”. En efecto, la vida eterna que es siempre meta del cristiano supone ir conquistándola permanentemente en esta fidelidad a la persona de Jesús y a sus enseñanzas, y a nuestros hermanos.
Queridos hermanos, esta parábola ha sido proclamada muchas veces entre nosotros los creyentes. Sin embargo todavía sigue sin calar hondo en nuestro corazón. Pidamos al señor nos ayude a entender su interpelación y nos dé fuerza para vivir este ideal cada uno en la parte que Él nos reclame.
Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Homilía en el XXVI domingo ordinario, ciclo “C”. 26 de septiembre de 2010. ribamazza@gmail.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://sanjuanbautista.supersitio.net/; http://stomasmoro.blogspot.com.-
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