6 de octubre de 2010

“¿Hasta cuándo seguirás Señor sin escucharnos?”

Las tres lecturas de este domingo hacen referencia al tema de la fe, de capital importancia en la vida del cristiano. La fe que implica el creer en Dios, -es decir, que es el Señor de todo lo creado y nuestro, el todopoderoso- y, creer a Dios, o sea, en su palabra, en todo lo que revela en el transcurso de la historia para el bien de nuestra vida. Tomando la antífona del salmo responsorial podríamos poner en boca de Dios aquello de “ojalá escuchen hoy mi voz, no endurezcan el corazón de ustedes” (Salmo 94). Esa es la queja de Dios dirigida al pueblo elegido del Antiguo Testamento pero también incluyéndonos a nosotros mismos. El profeta Habacuc en la primera lectura (1,2-3; 2,2-4) se queja ante Dios diciendo, “¿hasta cuándo Señor?, ¿hasta cuándo pediré auxilio sin que Tú escuches?...sin que salves. ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias…?”.
Se refiere con este lamento al silencio de Dios, no sólo ante la inminencia de las tropas enemigas, que destruyen todo a su paso, sino también al estado de degradación del mismo pueblo elegido. Si bien es cierto los invasores son pecadores, los hijos de la alianza no lo son menos en sus desvíos, en su ruptura constante de la alianza, en su falta de fe.
Este gemido del profeta bien puede ser el nuestro, ya que le preguntamos también, “¿Hasta cuándo Señor seguiremos aguantando tantos males recibidos de la sociedad en la que estamos insertos, en nuestra Patria? ¿Hasta cuándo soportar la soberbia e impunidad de los malvados? ¡Haz cerrado tus oídos a nuestro clamor!”
Sin embargo el Señor pareciera querer decirnos como respuesta, “ojalá escuchen también ustedes mi voz, no endurezcan el corazón, ábranse para que entrando en cada uno pueda iluminarnos con mi Palabra”.
Ahora bien, Dios que es fiel siempre a sus promesas le dirá a Habacuc, -y nos lo repite en el presente-, que no tema, que tenga paciencia.
Sus tiempos no son los nuestros, de allí que dirá “el que no tenga el alma recta sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad”.
Y esta es una constante que se renueva en la historia de la salvación, ya que
en el transcurso del tiempo humano, el cristianismo fue perseguido por el judaísmo, el mundo griego, el imperio romano, y así sucesivamente en los dos mil años de historia de fe. A pesar de ello la Palabra de Dios se cumplió plenamente ya que más tarde o más temprano “el que no tiene el alma recta sucumbe, mientras el justo vivirá por su fidelidad”. El justo que “se justifica”, es decir, que es constituido en justo delante de Dios no por sus acciones sino fundamentalmente por la gracia de Dios.
Él va trabajando el corazón de cada uno, y cuando respondemos, es cuando nos hacemos justos ante su presencia.
Este ser justos no significa que estaremos exentos de problemas y dificultades. En efecto, los desterrados a Babilonia después de la profecía de Habacuc, no solamente eran pecadores sino justos también, y gracias a los que se mantenían fieles a la alianza, a pesar del destierro, el Señor les concede el regreso a su Patria.
En la segunda lectura (2 Tim. 1,6-8.13-14) aparece nuevamente el tema de la fe que tambalea en medio de las preocupaciones. El hombre al ser frágil y al estar rodeado por una fuerza hostil, guiada por el espíritu del mal, puede apagar o disminuir la llamada de Cristo. Pablo ha descubierto que Timoteo está en crisis, su fuerza va apagándose. Por eso le recuerda la gracia que ha recibido diciéndole “Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos”. El hecho de ser obispo (el primero de la comunidad de Éfeso) no lo libera de sentirse frágil y limitado. Como Timoteo, también nosotros hemos de reavivar el don recibido, fundamentalmente el del bautismo. Como Timoteo nos sentimos muchas veces débiles antes las dificultades y persecuciones de este mundo.
Un mundo en el que pareciera que sólo prospera lo malo en detrimento de lo noble y bueno, sin que nadie ni nada le ponga límites.
Ante esta situación, Pablo nos dice también a nosotros que hemos de reanimar el don recibido, recordando la enseñanza del apóstol que asegura que no hemos recibido un espíritu de temor, sino “de fortaleza, de amor y de sobriedad”.
Fortaleza asegurada porque estamos afirmados en Cristo Nuestro Señor, que es la roca viva. Y si Él es nuestro sostén, nada hemos de temer, orientándonos siempre a su amor y al servicio de los hermanos, en una vida que siempre le sea agradable.
“Es necesario que compartas conmigo los padecimientos a causa del Evangelio” –continúa San Pablo diciéndole a Timoteo y a nosotros. Nunca predicar el evangelio ha sido tarea fácil para quien quiera mantenerse fiel a su bautismo. Lo sabemos por experiencia propia. En nuestro trabajo cotidiano muchas veces somos burlados a causa de nuestra fe. La sociedad en la que estamos insertos está siempre atenta a descubrir alguna falta nuestra para pegarnos duro, como una forma de ocultar y defenderse por su propia infidelidad al Creador. Todo esto nos hace sentir mal y quizás caer en la tentación de abandonarlo todo. Al respecto, el Señor nos dice a través del apóstol que, reanimemos el don recibido en el bautismo.
Esto nos lleva como necesidad permanente a elevar nuestra súplica a Jesús, diciendo con confianza “Auméntanos la fe” (Lucas 17, 5-10), ya que no es fácil vivir la doble faceta de la misma. Por un lado nos cuesta creer en Dios, o aceptar que nos escucha cuando pareciera que está sordo a nuestras súplicas, o que no nos abandona, o que es el todopoderoso; y creer a Dios, lo que nos enseña, lo que nos comunica a través de su palabra o por medio de la Iglesia que Él fundara.
Para entender el mandato de Jesús de perdonar siete veces al día a quien ha ofendido y reclama nuestro perdón, como Él lo hace con nosotros, se requiere el que se nos aumente la fe que hemos recibido. Para sostener y vivir el seguimiento de Cristo, también necesitamos crecer en la vida de fe que se traduce en obras, es decir, en el conocimiento, seguimiento e imitación de Jesús.
Cristo ante este pedido, conocedor como es de nuestras flaquezas, nos reclama por lo menos que tengamos el deseo de que esta fe crezca, y lo hace con el ejemplo del grano de mostaza.
En efecto, si nuestra fe fuera aunque sea del tamaño de un grano de mostaza, y la entregamos al Señor, la hará fructificar. La semilla de mostaza es tan pequeña que casi ni se ve, pero que arrojada y fecundada en la tierra se transforma en un gran arbusto.
Lo mismo pasa con nuestra fe pequeña. Una vez fecundada por la gracia de lo Alto nos permite soportar las dificultades de la vida y, avanzar en el seguimiento de Cristo, sabiendo siempre que somos simples servidores suyos, siendo nuestro gozo la posibilidad de hacerlo fielmente como Él es fiel a nosotros desde el principio hasta el fin de nuestra existencia.
Pidamos que este aumento concedido de nuestra fe nos permita ser intrépidos evangelizadores en un mundo que aunque parezca indiferente necesita de la voz del Señor.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXVII durante el año, ciclo “C”, 03 de octubre de 2010.
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