13 de mayo de 2015

“A partir de la amistad que ofrece, el Señor recuerda la necesidad de permanecer en su amor viviendo sus mandamientos”


El apóstol san Juan en la segunda lectura que hemos proclamado (I Jn. 4, 7-10), afirma que Dios nos amó primero, lo cual se comprueba desde el primer momento de la creación del hombre como imagen y semejanza suya, colocando a su servicio todo lo creado.

Comienzan en ese momento las manifestaciones más grandes del amor preferencial de Dios para con el hombre, que se prolongan aún después del pecado al alejarse la creatura de su Creador. 
San Juan recuerda, además, que “Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de Él”, mostrándonos así el camino de retorno al Padre. 
Incluso  va más allá en sus dichos al afirmar del Hijo que fue enviado como “víctima propiciatoria por nuestros pecados”, ya que es en el árbol de la cruz donde Jesús se ofrece por la humanidad,  dejando en evidencia el cumplimiento de lo que expresa en el evangelio (Jn. 15, 9-17) “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.
Jesús llama a sus discípulos “amigos”, no servidores  que no conocen lo que hace su Señor, convocándonos también desde el bautismo, a entrar de lleno en esta existencia nueva que nos obtuvo con su resurrección, y ser así “amigos”, no sólo de palabra sino también en verdad.
A partir de esta amistad ofrecida, el Señor nos recuerda la necesidad de permanecer en su amor por medio del cumplimiento de sus mandamientos, como Él permanece en el del Padre, siguiendo su voluntad, que consiste en darle gloria y salvarnos por su Cruz. 
Para nosotros, los mandamientos no constituyen una carga, sino la liberación de toda atadura mundana, ya que nos permiten buscar también cuál es la voluntad del Padre, respondiendo con la generosa entrega de nuestra existencia, para que hechos amigos suyos, anticipemos lo que se nos promete y espera en la vida eterna.
Ahora bien, el amor de Dios para con la humanidad es tan grande que no hace acepción  alguna de personas. Sin embargo, el pueblo judío objeto de las promesas divinas, pensaba que podía exigir la circuncisión a los paganos convertidos, originando así controversias  en los primeros tiempos del cristianismo.
Hasta el mismo Pedro pensaba que este era el camino, por lo que, iluminado por Dios, debió cambiar de parecer.
Esto lo percibimos en la misma Sagrada Escritura (Hechos 10, 25-26.34-36.43-48), con ocasión de la conversión de Cornelio, que bien puede llamarse también la conversión de Pedro.
En efecto, Pedro cae en la cuenta que la voluntad de Dios es que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2,4), debiendo aceptar la universalidad del llamado a la salvación que incluye a los que provienen del paganismo, sólo pidiendo a cada persona, sea de la nación que sea, que le agrade temiéndolo y practicando la justicia.
Temer a Dios que significa buscarle con sincero corazón para servirle, y practicar la justicia expresada en  hacer el bien al prójimo.
Cornelio era observante de este doble mandato, ya que buscaba agradar a Dios, aún sin conocerlo en plenitud, y sus acciones eran honestas cuando referían a su relación con las personas.
La vivencia de estas exigencias hicieron al centurión agradable a Dios, por lo que recibió, junto con otros, el don del Espíritu Santo, abriendo el camino para la plenitud de la salvación, por la fe en Cristo, mediante el sacramento del bautismo.
La unión del cristiano con Cristo, por otra parte, exige ser capaz de amar como Él lo hizo, no de cualquier manera, o de un modo epidérmico, pasajero, o un simple sentimiento de simpatía, sino con la entrega de la propia vida en el amor a Dios y a los hermanos.
Esto conduce a preguntarnos quizás, ¿cómo ha de amarse a todos, sin distinción alguna? Cristo ama incluso a los que obran el mal o prescinden de Él en su vida cotidiana, los busca para otorgarles su misericordia previo arrepentimiento y conversión futura, siendo la muerte el último límite para la  espera y la transformación interior.
Por eso, el amor al prójimo supone no desesperar nunca de la posibilidad de conversión de persona alguna, buscando siempre su bien espiritual, por medio del esfuerzo personal y caritativo.
Hermanos: se nos interpela para que no reduzcamos el amor al prójimo únicamente al plano de la amistad social, o a la ayuda material que podemos prestar a determinada persona, ni siquiera al sólo hecho de acompañar a alguien en su dolor o enfermedad, sino que fundamentalmente pasa por ayudar a que cada ser humano se encuentre con su Creador y viva siempre como un hijo fiel que le agrada en su paso por este mundo.
Queridos hermanos, decidámonos por lo tanto a permanecer en el amor de Cristo, a través de estos signos que son los mandamientos, que no aprisionan sino que liberan al hombre de sus miserias y egoísmos, abriéndolo a la grandeza de una vida ofrecida a Dios y a los hermanos.
No pocas veces decimos que amamos a Dios, pero lo hacemos con la boca, mientras que con nuestras acciones nada buenas, ponemos de manifiesto que el corazón está lejos. No es posible agradar a Dios en algunos aspectos de la vida, mientras en otros permanecemos apegados a criterios personales. El amor a Dios y al prójimo es siempre inclusivo, ya que se respetan todos los mandamientos que se nos han dado, y es excluyente de la maldad que nos aleja del verdadero amar que se nos reclama.
Concluyamos pidiendo con confianza la ayuda de lo alto, para “continuar celebrando con intenso fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, de manera que prolonguemos en nuestra vida el misterio de fe que recordamos”(Oración colecta)

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo VI  de Pascua. Ciclo “B”. 10 de mayo de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com












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