29 de mayo de 2015

“El Espíritu ilumina para comprender lo que enseña el Señor, y comunica la fuerza de Dios para anunciarlo con valentía y alegría”


En la última cena Jesús les dice a sus discípulos (Jn. 15,26-27; 16, 12-15) que enviará desde el Padre al Espíritu, al Paráclito, es decir, al que consuela, “al Espíritu de la verdad que proviene del Padre”, presente en el misterio mismo de Dios, para dar testimonio de Él, es decir, de la verdad que hace pleno al mismo ser humano.
Esto nos hace ver cuán importante es que tengamos plenamente abierto el corazón ante la acción del Espíritu. El mismo Jesús reconoce en el texto que hemos proclamado, que  “todavía tengo muchas cosas que decirles, pero no las pueden comprender ahora”. Esta afirmación del Señor la encontramos muchas veces presente en nuestra vida, en el sentido de que muchas verdades que nos ha enseñado por sí o a través de la Iglesia, no las terminamos de entender, de comprender, ya que muchas veces el espíritu del mundo combate en nuestra vida cotidiana lo que hemos oído y conocido.
El espíritu del mundo no nos enseña la verdad, la que nos hace totalmente libres, sino que nos muestra el engaño disimulado como verdad aparente para que la aceptemos sin dudarlo, como por ejemplo hacernos creer que todo lo podemos sin Dios, o que la vida humana no tiene más fin que el goce del presente, sin futuro sobrenatural alguno, conduciéndonos a una existencia sin sentido que culmina en la ruina de las personas y de la sociedad misma. 
Es necesario comprender, en cambio, que el único que nos presenta la verdad, tal como es, a veces dura para nosotros, es el Espíritu que proviene del Padre y del Hijo, testimonio vivo de la intimidad del misterio trinitario.
El Espíritu busca siempre nuestra grandeza como hijos de Dios, quiere iluminarnos como lo hizo con los apóstoles en Pentecostés para que seamos capaces de comprender lo que nos ha enseñado el Señor, y quiere comunicarnos la fuerza que proviene de Dios para anunciar con valentía y alegría todo que lo que hemos recibido del Salvador.
Esto nos hace ver la necesidad de ser dóciles a la acción del Espíritu para que sea realidad lo anunciado por el apóstol Pablo (Gál. 5, 16-25): “Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, para que no los arrastren los deseos de la carne”. 
Será tarea nuestra no dejarnos guiar por los deseos del pecado, como la “fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambicione y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías y todos los excesos de esta naturaleza”, males  tan presentes en nuestra vida diaria  que hacen realidad el que “la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, no pueden hacer todo el bien que quieren”.
El Espíritu, en cambio,  nos conduce siempre a lo que es bueno y noble, lleva a la perfección al hombre como hijo de Dios, siendo abundantes  sus frutos  “amor, alegría y paz,  magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia”, haciéndonos santos para el tres veces Santo.
En estos días del tiempo pascual hemos escuchado a Jesús, el cual con su muerte y resurrección nos ha conducido a una existencia nueva, perfeccionándola por medio de su ascensión al cielo, ya que anticipa  nuestra llegada futura a la meta de la eternidad, asegurando nuestra madurez interior con el envío desde el Padre, del don del espíritu Santo.
En la secuencia que escuchamos recién, como una especie de himno de alabanza del Espíritu, se nos mostraban las múltiples acciones del mismo en la vida del hombre, necesitando nuestra apertura de corazón para que su obrar sea una realidad permanente mientras caminamos por este mundo.
Con frecuencia el ser humano se deja fascinar por estímulos pseudo sobrenaturales que ofrecen distintas vías del mundo oriental, promesas de realización nunca alcanzadas, energías ocultas que deben salir a la luz, liberadoras de la pesadez del cuerpo y encauzadas por quien sabe qué “espíritu”, mientras tenemos a nuestro alcance la verdadera liberación y acción interior que causa el Espíritu de Dios.
El Espíritu viene a continuar y perfeccionar la obra comenzada por Jesús, y nos impulsa a la misión, es decir, a llevar al mundo de las periferias, las maravillas que ya ha obrado en nosotros el salvador de los hombres.
Ayer en la misa de la vigilia escuchamos cómo la confusión de lenguas fue fruto del pecado (Gén. 11,1-9), cuando la soberbia del hombre quiso ilusionarse de ser como Dios construyendo una torre que llegara a las alturas, repitiendo así el pecado de los orígenes de querer igualarse al Creador. 
Por el contrario, en el libro de los hechos de los apóstoles (2, 1-11), escuchábamos que a pesar de hablar en distintas lenguas los judíos llegados a Jerusalén desde la diáspora, -que vivían en el extranjero-, todos se entendían por medio de la única lengua universal, la del Espíritu de Dios.
La dispersión y confusión de lenguas que tienen lugar en los orígenes a causa del pecado, se transforman por la acción divina, en señal de la presencia de la Iglesia en distintas culturas y naciones, consagrándose su vocación a la universalidad de la evangelización.
La diversidad de lenguas ya no es, por tanto, signo de dispersión como al principio, sino que por la acción del Espíritu se transforma en signo de la presencia en el universo todo de la única fe que profesa la Iglesia.
Hermanos, pidamos al Espíritu Santo cada día de nuestra vida, que venga a nuestro interior y nos haga ver cuál es la voluntad del Padre, cuál el camino preparado para que cada uno de nosotros crezca en santidad convirtiéndonos en dóciles instrumentos en manos de la Providencia.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo de Pentecostés. Ciclo “B”. 24 de mayo de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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