12 de agosto de 2015

“La filiación divina es don que se nos concede y tarea que compromete a permanecer unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”.

En la primera oración de esta misa que llamamos “colecta” porque recoge las intenciones de todos los presentes, pedíamos a Dios a quien llamamos Padre movidos por el Espíritu Santo, que confirme “en nuestros corazones la condición de hijos tuyos, para que podamos entrar en la herencia prometida”.
Ciertamente Dios nos ha considerado siempre hijos suyos, de allí que nos cuide en medio de las dificultades de la vida temporal para que podamos crecer en esta filiación divina.
Recién escuchamos en el primer libro de los Reyes (19, 1-8) acerca de la angustia padecida por el profeta Elías perseguido por denunciar y perseguir la idolatría vigente en el reino de Israel en el reinado de Ajab quien casado con la pagana Jezabel, había introducido el culto a los ídolos, confundiendo al pueblo llevándolo a romper la alianza con Dios.
Elías perseguido, se siente como abandonado de Dios, y desea la muerte para escapar de las adversidades. Si  embargo, Dios se le manifiesta como Padre, le da de comer y beber en su camino al monte Horeb, donde recibirá su presencia reconfortante, como en otro tiempo aconteciera entre  Moisés y Yahvé, quien le asegurará su presencia confortante.
Camina Elías cuarenta días y cuarenta noches hacia el monte, evocando los cuarenta años de desierto de los israelitas antes de llegar a la Tierra prometida, los cuarenta días de encuentro entre Dios y Moisés, el largo tiempo de purificación, previo al encuentro con el Creador.
Este ejemplo profético nos debe llevar a la conclusión que nada hemos de temer si nos sentimos y creemos que somos los verdaderos hijos del Padre, a pesar de las dificultades de la vida, de las persecuciones de este mundo que muchas veces nos someten, en medio  de la salud probada,  o de la fama perdida,  o en el olvido de nuestros seres queridos que muchas veces soportamos. 
Cuando pareciera que todo sale mal y consideramos que somos los únicos que lo padecemos sin explicación alguna, más hemos de crecer en la seguridad que somos hijos del Padre,  que nunca nos abandona y aunque pareciera con frecuencia ausente, comprender que quiere purificarnos más para las obras para la que nos prepara, ya que las personas elegidas, se enaltecen en medio de las pruebas y de su respuesta fiel al Dios que  las convoca para una misión particular.
Los profetas sabían que sus vidas no transcurrirían en permanente felicidad o sin sobresaltos, al contrario, asumían su misión seguros del amor que por ellos profesaba el Padre, aceptando las pruebas, sintiéndose fortalecidos, como Elías, por el pan de la Palabra y el pan de la presencia divina, que para nosotros será el Pan vivo bajado del cielo, la Eucaristía, anticipada por cierto en el peregrinar de los profetas del Antiguo Testamento.
En el texto del evangelio (Jn. 6, 41-51) Jesús nos dice que nuestros padres “en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. 
Esta vida eterna vista no solamente como meta del peregrinar humano hacia el Horeb del cielo, sino que ya en la condición de caminantes  que buscan a su Dios cada día, anticipamos la eternidad al nutrirnos con el cuerpo del Señor resucitado, nuestra fuerza y vida cotidianas.
En este alimentarnos con Cristo, no sólo somos cuidados por Él, sino que también encontramos las respuestas más urgentes que brotan de nuestra condición humana, mientras nos unimos más al Padre del cielo, ya que nadie va al Hijo, -dice Jesús- si el Padre no le atrae.
Cristo como alimento, nos nutre en el camino por el desierto que recorremos, en medio de las dificultades por causa de nuestra debilidad y limitación humanas, o a causa de nuestra profesión de fe católica, por la que somos perseguidos y despreciados como le aconteciera a Elías  profeta.
Convencido de la presencia de Jesús y del Padre en nuestras vidas, es que san Pablo (Efesios 4, 30-5,2) nos exhorte diciendo “Traten de imitar a Dios, como hijos suyos muy queridos”, coincidiendo con lo que pedíamos en la primera oración: que el Padre nos confirme como hijos suyos.
Ahora bien, la filiación divina de cada uno por medio del bautismo, no sólo es un don gratuito que se nos entrega inmerecidamente, sino también una tarea, ya que en la unión con el Padre y el Hijo, de tal modo hemos de vivir que no entristezcamos al Espíritu Santo que nos ha marcado con su sello para el día de redención.
Continúa el apóstol mostrando el camino de esta vida nueva que requiere evitar todo lo que signifique agravios al prójimo, siendo por el contrario “buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo”. Y más todavía, “practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios”.
Queridos hermanos, para vivir este ideal de santidad que se nos propone busquemos alimentarnos siempre con Jesús Eucaristía, y si algo nos separa del Salvador, recurrir al sacramento de la reconciliación para que limpios de todo pecado podamos recibirlo a Jesús fortificando nuestra vida cristiana, profundizando en este encuentro con el Señor que nos lleva al Padre permitiéndonos vivir ya desde ahora anticipando lo que seremos.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XIX durante el año. Ciclo B. 09 de agosto de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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