3 de enero de 2016

“Fortalecidos por el espíritu de sabiduría y de revelación, -gracia suplicada y concedida por el Padre- conozcamos e imitemos a su Hijo"


En este segundo domingo de Navidad somos conducidos a contemplar el misterio de la divinidad del Hijo, escondido desde antiguo y, develado plenamente en su nacimiento temporal como el Salvador de los hombres. 
San Juan (Jn.1, 1-18) describe la preexistencia divina del Hijo junto al Padre, y por Él, como Palabra suya, son creadas todas las cosas, para manifestar la gloria divina y para servir al hombre. 
San Pablo (Ef. 1, 3-6.15-18) también refiere a la existencia humana antes del tiempo, previa a la creación, ya que el Padre “nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor”. 
De alguna manera esto nos asemeja al Hijo preexistente, ya que como Él, es el pensamiento-Palabra del Padre, -nosotros, aunque de un modo distinto- estábamos también presentes en el pensamiento divino.
Más aún, una vez nacido para la temporalidad, el Hijo de Dios se encuentra con el hombre, hermanados ambos por la carne humana, concediendo Jesús “que a los que creen en su Nombre”, se les dé “el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Cf. Jn, 1) ya que fuimos predestinados por el Padre a ser hijos adoptivos, por medio de Él. (Ef. 1).
Ya el Antiguo Testamento anuncia la presencia en el tiempo de la Palabra eterna del  Padre de manera que se le ordena “levanta tu carpa en Jacob y fija tu herencia en Israel” (Eclo. 24, 1-2.8-12). Más aún “Ante Él ejercí el ministerio en la Morada santa, y así me he establecido en Sión;  Él me hizo reposar asimismo en la Ciudad predilecta, y en Jerusalén se ejerce mi autoridad. Yo eché raíces en un Pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su herencia”.
Ciertamente Jesús echó raíces entre nosotros, asumiendo nuestra vida terrena con sus limitaciones y grandezas, menos el pecado, y cargó sobre sí nuestras maldades por las que entregó su cuerpo a la muerte y muerte de cruz.
El estar compartiendo nuestra vida, hace posible la realización de lo que exhorta que hagamos el apóstol san Pablo, fortalecidos por el espíritu de sabiduría y de revelación, -gracia  suplicada y concedida por el Padre- de “conocerlo verdaderamente”.
En este tiempo de Navidad hemos meditado sobre  el cambio de la historia humana concretado por el advenimiento de Jesús, el Dios hecho hombre, que viene a mostrarnos el camino que conduce al Padre, nos ayuda  a transitarlo, redimiéndonos previamente del pecado.
Pero también otro punto importante de reflexión que ya mencionamos, es lo que la presencia de Jesús ha significado para el hombre, nada más y nada menos que ser elevados a la dignidad de hijos adoptivos de Dios.
El Hijo de Dios se hizo hombre, para que el hombre llegue a ser hijo de Dios. 
¡Qué admirable intercambio, por cierto! ¡El Hijo de Dios se anonada en la pequeñez de la carne humana, para que nosotros seamos enaltecidos!
Cada día debiéramos meditar sobre esta verdad tomando conciencia del don recibido, el de la filiación divina, y lo que se espera como respuesta humana.
Si Cristo es la luz verdadera que al venir a este mundo ilumina a todo hombre, hemos de dejarnos iluminar por el Señor, y de ese modo desechar de nosotros, las tinieblas del error, de la ignorancia, y del pecado.
Y una vez iluminados, transitar este mundo irradiando siempre la luz de Cristo, por medio de las obras de la luz, de la verdad y de la justicia.
Si Cristo es la vida, que nos la da al nacer en la carne y en el espíritu por el bautismo, la otorga continuamente a través de  la Eucaristía y de los demás sacramentos que nos obtienen la vida de la gracia, propia de los hijos.
A medida que el cristiano crece en santidad y amistad con Cristo a quien imita, escucha y sigue fielmente, se hace realidad la iluminación de nuestros corazones que permite valorar “la esperanza” a la que hemos sido “llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos”.
Queridos hermanos: no nos avergoncemos nunca de ser hijos de Dios, luchemos siempre para vivir en el mundo que nos ha tocado vivir con un corazón hambriento de Dios y de servicio a los hermanos. Que nuestro distintivo sea siempre el parecernos cada vez más a Jesús.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo de Navidad. 03 de enero  de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
























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