31 de julio de 2016

“La verdadera riqueza consiste en vivir en amistad con Dios, descubriendo que el sentido de las cosas está en servirnos para llegar a Él”


La enseñanza que nos deja este domingo la Iglesia con la liturgia, por medio de la Palabra de Dios, está centrada en la carta de san Pablo a los colosenses (3, 1-5.9-11) que dice: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”.

La muerte y resurrección de Cristo ha significado para nosotros el comienzo de una nueva vida. De allí, que al resucitar con Cristo, nuestra mirada debe orientarse a los bienes del cielo, ya que se supone hemos adquirido el verdadero sentido de las cosas a la luz de la fe. Es decir, lo temporal recibe una luz nueva del ámbito sobrenatural.
Ahora bien, en la liturgia de hoy comprobamos que tanto el libro del Eclesiastés como el evangelio según san Lucas, confluyen en san Pablo.
Los textos nos hacen considerar la vanidad o frivolidad de este mundo y por otra parte lo realmente importante que es el encuentro con Jesús Salvador.
Lo terrenal, como la lujuria, la fornicación, la  avaricia y demás pecados deben ser desterrados de nuestra nueva condición de resucitados (Col. 3, 1-5).
Todo esto esclaviza, y el mundo está sujeto a ello hoy, lamentablemente,  nos vacía  de nosotros mismos aflorando la triste condición de pecadores. 
Podríamos afirmar que la búsqueda de los placeres por el hombre actual, es la expresión neurótica de la angustia, ya que el miedo a la muerte y la incapacidad de detener el tiempo que se esfuma se unen, y así  la persona piensa que será  alguien en el desenfreno y en la posesión de las cosas.
Al no conseguir retener lo que queremos, caemos en la cuenta, aún sin admitirlo, que todo es frágil y no tiene consistencia por sí mismo, y si además estamos lejos de Dios, el vacío interior se agudiza, cada vez más insatisfechos.
En la primera lectura  bíblica de este domingo (Ecl.  1, 2; 2, 21-23), el predicador que escribió en Jerusalén, siglos antes de Cristo, reflexiona sobre lo poco que vale  todo lo que realizamos: “¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol?”
En realidad cuando no se vive de la fe y Dios está ausente del corazón del hombre, acontece que “todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón”, y esto sucede porque las cosas han sido creadas para que nos sirvan a crecer como personas de bien, pero muchas veces nos convertimos en esclavos de ellas, y sólo buscamos el dinero,  la fama, el honor, el poder o el placer.
Vivimos inquietos por tener todo lo que es placentero, y dejamos de lado la búsqueda de lo mejor que consiste en descansar en Dios nuestro Señor.
En el evangelio que hemos proclamado (Lc. 12, 13-21), Jesús nos ofrece una enseñanza que encontramos también en la vida cotidiana: “Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”, de manera que aún queriendo poseer todo lo que nos apetece, nunca tenemos la certeza de alcanzarlo o de lograr disfrutar durante mucho tiempo, ya que todo se diluye por el paso del tiempo.
Jesús en el evangelio nos hace ver que muchas veces actuamos como este hombre de la parábola, proyectamos para el futuro sin saber si tenemos asegurado el presente.
Pensando en nosotros mismos, “mis cosechas”, “mis graneros”, “mi vida”, “date buena vida”, “come y bebe”, cerrando el corazón a las necesidades del otro, vivimos como si estuviéramos muertos por el pecado antes de la redención, poniendo la esperanza sólo en lo perecedero que lleva a la muerte.
Agotando el tiempo que se nos da en proyectos terrenales, llegamos, muchas veces al fin de la existencia, sin haber sembrado nada para la vida eterna, de manera que en la muerte vacía se cumple lo enseñado por Jesús: “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.
Acumula riquezas para sí el que vive pensando en acopiar fortuna, propiedades, honor, fama, poder, cerrando su corazón a las necesidades de los demás, pensando únicamente en darse placer a sí mismo “cebándose para el día de la matanza” como dice el libro de Santiago (5, 5), es decir, engordando su ego para el día en que deba dar cuenta a Dios de su vida.
Como Dios no es un Señor de este mundo, no lo podemos comprar ofreciendo fortuna alguna, sino sólo obras de bondad en las que brillen las tres virtudes teologales, y por las que encontramos la felicidad verdadera.
La verdadera riqueza  consiste en vivir en amistad con Dios y desde esta altura de santidad encontrar un verdadero sentido a las cosas materiales, que siempre deben servirnos y no esclavizarnos.
Al respecto, san Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales,  en la meditación del principio y fundamento nos enseña que “tanto cuanto hemos de usar de las cosas de este mundo, tanto cuanto nos llevan al Creador, y tanto cuanto hemos de dejarlas tanto cuanto nos alejan de Él”.
¡Qué distinta sería nuestra vida si para conseguir los bienes del cielo nos esforzáramos como lo hacemos  para conseguir los bienes de este mundo!
Ambos bienes, tanto materiales como espirituales, son necesarios, pero la preocupación por darle prioridad a los bienes del cielo que son para siempre, y de los que habla san Pablo a los colosenses, otorga la verdadera felicidad porque tienen la impronta de fines, mientras que los temporales son sólo medios para llegar a la gloria para que fuimos creados.
Por el contrario, el ser humano vive tentado por invertir los sentidos de las cosas, y así cuando le concede  la importancia  de fin último a la posesión de las mismas y al placer que de ello se obtiene, encuentra vacío su corazón ya que no encuentra la plenitud que lo atrae y a la que lo material no conduce.
En este domingo Cristo nos invita una vez más a ubicarnos en el verdadero uso de las cosas, nos ilumina para que descubramos que Él es nuestra verdadera riqueza y nos fortalece para que seamos capaces de vivir este ideal.
Queridos hermanos: san Pablo nos recuerda que hemos pasado del estado de hombre viejo a la condición de hombre nuevo por la muerte y resurrección de Jesús, realidad nueva recibida por el bautismo. Que esto nos permita avanzar constantemente hacia el conocimiento perfecto de Cristo, renovándonos así según la imagen de nuestro Creador.

Pintura: Naturaleza muerta de vanidad (Hendrik Andrieszen)

 Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XVIII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 31 de julio de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






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