16 de septiembre de 2016

“Aunque pecadores, reconocidos como hijos del Padre, somos elevados por la gracia redentora a la altura del Hijo divino”.

Este domingo podríamos llamarlo como el de la misericordia divina, ya que  en los tres textos bíblicos refiere a la actitud de benevolencia de Dios para con cada uno de nosotros, que por otra parte no siempre es aceptada por parte del hombre, no pocas veces ensimismado en sí mismo y prescindente de su Creador.
En el libro del Éxodo (32, 7-11.13-14) el Señor advierte a Moisés que el pueblo se ha sumergido en la apostasía fabricándose un ternero de metal al cual le rinden culto de adoración, manifestándose así su obstinación en el mal, y que ha decidido exterminarlo por su infidelidad. Moisés intercede para calmar la ira divina recordándole su pacto de Alianza con los patriarcas desde Abrahán y, que Él mismo ha sacado al pueblo de la esclavitud de Egipto, logrando así que no se aplique la amenaza de  su aniquilamiento.
Tocado en sus entrañas por la oración suplicante de Moisés, Dios desiste de devastar al pueblo rebelde, permaneciendo en la historia del Israel el hecho frecuente de su infidelidad ante Aquél que siempre es fiel a lo prometido.
De hecho, la historia humana muestra de continuo la rebeldía del hombre que incluso prescinde de su Creador, mientras resplandece la fidelidad divina, ya que somos amados como las criaturas preferidas de la creación.
Es verdad, por otra parte, que no todas las respuestas humanas son iguales, ni están siempre todos los corazones endurecidos,  aunque esto sea hoy con frecuencia lo que más abunda en un mundo que ha olvidado a Dios. 
El apóstol san Pablo, precisamente, (I Tim. 1, 12-17) afirma convencido que “fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia”, pero sin embargo, “sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con  la fe y el amor de Cristo Jesús”.
De manera que queda en evidencia por un lado la falta de conocimiento de la verdad en el obrar negativo de Pablo, aunque abierto a la misma, y por el otro, la actitud misericordiosa de Dios que remueve en el corazón del apóstol todo obstáculo, ayudándole  a dar la respuesta de amor  que se espera de él.
Por lo demás, continúa el apóstol haciéndonos participes de una verdad fundamental en nuestra fe: “Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos”, verdad que lo lleva a mantenerse siempre fiel al amor recibido abundantemente, entregado de lleno a la misericordia recibida.
Más aún, se pone como ejemplo de pecador salvado para que nadie desespere de encontrar la benevolencia divina, ya que “si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en Él para alcanzar la Vida eterna”.
En el texto del evangelio (Lc. 15, 1-32),  aparece con claridad lo atestiguado por el apóstol san Pablo respecto a que Jesús viene a rescatar al hombre del pecado y posibilitarle su reconciliación con el Creador, y esto, por medio de tres parábolas: la de la oveja perdida y encontrada, la moneda valiosa que es buscada y hallada, y la del hijo derrochón de los bienes de su padre que vuelve a la casa paterna.
Como marco de referencia de las parábolas de la misericordia, Lucas dice que “todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo”, como dando a entender que aunque alejados de Dios, no eran felices en esa situación, y buscaban la verdad desconocida que intuían poder conocerla  sólo por medio  del Señor, disponiéndose a recibir la misericordia divina.
Ejemplo claro de esto lo tenemos en Mateo que llamado por Jesús que le dice “Sígueme”, deja la mesa de recaudación y va tras sus pasos como nuevo apóstol suyo, y Zaqueo que busca al Señor y lo lleva a su casa prometiendo cambiar de vida, ya que con Jesús ha entrado la salvación a su morada.
A su vez, los fariseos y escribas, que representan a los seguros de sí mismos, que creen que son impecables y no necesitan ser salvados, miran por encima a los pecadores y al autor mismo de la gracia, diciendo “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”, cerrándose a ser perdonados y reconciliados con el Padre. 
Jesús prescinde de esta actitud y presenta  seguidamente tres situaciones diferentes creadas  e irreales donde se hace presente la misericordia divina.
La búsqueda de la oveja perdida, relato irreal al decir del P. Cantalamessa, ya que nadie deja noventa y nueve ovejas para buscar una arriesgándose así a perder todas, nos evoca la actitud divina de perdonar a su pueblo que lo ha abandonado, como leíamos en la primera lectura,  devolviendo a cada uno a la comunidad de la Iglesia, al rebaño rescatado por la sangre divina del Redentor.
En la segunda parábola, sobreactuada también  dice el P. Cantalamessa, ya que en la fiesta realizada por la mujer con sus amigas por haber encontrado la moneda seguramente ha gastado más de lo que había perdido, se enseña que cada persona rescatada del pecado es valiosa para Dios, y así aunque alejado por el pecado, el ser humano, no pierde su dignidad de ser imagen y semejanza divina, de allí la alegría que provoca cuando reconociendo su dignidad creatural, se deja encontrar nuevamente por su Dios.
Es notable como se remarca la alegría divina ante el triunfo de la gracia sobre el pecado,  y cuando se piensa todo perdido, todo se recupera y ennoblece.
Alegría ésta compartida por todos, ya que la conversión de un pecador no sólo deleita el corazón de Dios, sino que debe colmar los corazones de todos los creyentes porque han recuperado al hermano que se había perdido y ha regresado a la casa del Padre. 
La parábola del hijo pródigo por último, que señala algo desacostumbrado en lo que es la repartija de bienes, ya que se podía heredar en vida de los padres pero sin el usufructo de esos bienes, resalta la figura del pecador como hijo.
Como dijimos, en la primera parábola descubrimos a la oveja que integra el rebaño de la Iglesia, y que rescatada con amor de su extravío, regresa al redil. 
En la segunda parábola aparece cada uno, pecador o no, como alguien valioso, único e irrepetible a los ojos del creador, y que como acontece con el hallazgo de la oveja perdida, causa profunda alegría, compartida por todos.
Y en el relato del padre que es buscado y encontrado esperando por el hijo, el pecador que regresa es acogido como hijo, elevado así a la dignidad más alta que puede aspirar un ser humano, ya que ante el Padre del cielo estamos llamados a permanecer a la altura de su mismo Hijo divino.
Queridos hermanos, descubriendo cuánto nos ama Dios en su Hijo hecho hombre, enviado para salvarnos de la miseria del pecado, nutramos nuestra existencia con el Pan de Vida, que nos mantiene en la altura a la que fuimos elevados por la gracia, para que podamos así proclamar con entusiasmo la alegría que nuestra conversión ha suscitado en el Seños que nos ha rescatado. 



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo “C”. 11 de septiembre de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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