23 de noviembre de 2016

Ofrecidos al Padre por Cristo,constituimos “el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz”.


Pedíamos confiadamente al comienzo de esta Eucaristía: “Dios Todopoderoso y eterno, que quisiste restaurar todas las cosas por tu amado Hijo, Rey del Universo, te pedimos que la creación entera, liberada de la esclavitud del pecado, te sirva y te alabe eternamente”.
Luego encontrábamos la clave de esta súplica en el texto del apóstol san Pablo (Col. 1, 12-20) en el que se exalta la figura del Hijo de Dios hecho hombre.
Y así se describe que estaba  presente en la creación del mundo en cuanto segunda Persona de la Santísima Trinidad,  ya que “todo fue creado por medio de Él y para Él” y en Él subsiste la creación entera, y es “también la Cabeza  del Cuerpo, es decir, de la Iglesia”.
Como Cabeza de la Iglesia, enviado por el Padre, llevó a cabo la restauración de todo lo creado, sumergido en el pecado desde los orígenes mismos de la creación, por culpa del mal uso que el hombre hiciera de su libertad, cuando trocó la realización del bien por la elección de lo malo.
Restauración ésta que se concretó cuando Jesús con su muerte y resurrección nos libró del poder de las tinieblas y el Padre nos hiciera entrar en el Reino que inaugurara  Él como Hijo amado.
El texto del evangelio (Lc. 23, 35-43), precisamente refiere el inicio de este Reino con las palabras dichas al buen ladrón “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”, salvación otorgada porque humildemente este hombre no sólo reconoció su pecado y la justicia de su crucifixión afirmando “nosotros la sufrimos justamente porque pagamos nuestras culpas”, sino que da testimonio de la inocencia de Cristo a quien reconoce en su carácter divino, suplicando con confiada esperanza: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”.
Reino éste que no era temporal, ya que la muerte de todos los crucificados era inminente, de manera que la disposición del ladrón salvado fue suficientemente genuina como para merecer la misericordia divina y su incorporación en el número de los elegidos.
La actitud del ladrón aparece, pues,  como modelo de conversión verdadera ante los ojos de Dios, y digna de ser imitada, si queremos que Jesús reine de veras en nuestros corazones, ya que se trata del reconocimiento explícito de que la muerte injusta del inocente con mayúscula, es camino seguro a la santidad y a la participación de la vida divina en la gloria.
De hecho todos los mártires de la historia de la Iglesia siguiendo el ejemplo del Salvador murieron inocente e injustamente mereciendo la vida nueva junto al Padre y a los elegidos.
Nosotros estamos convocados a tener esa actitud fundamental en nuestro diario caminar, huyendo de  la tentación de sumarnos a la indiferencia de la gente  que ante la cruz sólo “permanecía allí y miraba”. ¡Cuánto de esta indiferencia existe en nuestros días ante la cruz salvadora! No pocos sedicentes creyentes miran la Cruz de lejos sin deseos de comprometerse ni de reconocer a Jesús como rey de sus vidas, porque ya han elegido servir al rey dinero, o al rey placer o a cualquier otra deidad pasajera que los colme de aparente felicidad ahora, para sembrar después nada más que soledad.
Pero los hay también en nuestros días, que como la soldadesca o el ladrón endurecido, esperan un hecho prodigioso para adherirse a Jesús, como diciéndole, si cambias las cosas de este mundo creeremos en Ti, ciegos a reconocer que es el pecado del ser humano el que nos ha sumido en la actualidad en las miserias más grandes de todo tipo y especie.
Queridos hermanos: dejemos que Jesús reine en nuestros corazones, reconociendo que Él como enviado del Padre, es el único que reúne en plenitud todos los corazones, como fuera anunciado ya en el antiguo testamento por medio de la figura del rey David (2 Sm. 5,1-3).
Vayamos con alegría a la Casa del Señor (Ps. 121), ya que por el misterio de la Cruz y resurrección de Cristo fuimos redimidos y fue sometida a su poder la creación entera para entregar al Padre “el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (prefacio propio de la Misa).
Al concluir hoy el año de la Misericordia divina, nos decía el papa Francisco que se cerraba la puerta santa del Jubileo, pero quedaba siempre abierta la puerta del corazón de Cristo, para que cada creyente debidamente convertido, ingresara a la fuente de la misericordia y recibiera abundantemente la gracia del perdón divino.
Tengamos siempre en cuenta esta gracia que se nos ofrece a nosotros pobres pecadores y, ayudemos a nuestros hermanos, aún a los más indiferentes ante el Señor, para que se animen a ingresar en el amor infinito divino que se nos ofrece.



Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Ciclo “C”. 20 de noviembre de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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