8 de noviembre de 2016

“¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia!” (Sal. 16)


 Próximos ya a concluir el año litúrgico, la Iglesia centra su atención, para que reflexionemos, en los últimos acontecimientos de nuestra vida, que enmarcan por  lo tanto una mirada escatológica de la misma.
Los textos bíblicos de hoy se resumen en lo afirmado por Jesús en el Evangelio (Lc. 20,- 27-38) recordando con Moisés que Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos en efecto, viven para Él”, afirmación perfeccionada por san Pablo cuando enseña que “si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos; por tanto, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos” (Rom. 14,8).
¡Qué hermosos sentimientos si también nosotros considerarnos que somos pertenencia del Señor, ya en la vida como en la muerte!
Los hermanos Macabeos (2 Mac.6,1; 7,1-2.9-14) estaban convencidos de estar unidos al Dios de la Alianza desde los orígenes, de allí que su vida se desarrollaba dentro de la ley del amor a Dios, por quien estaban dispuestos a sacrificarse si fuera necesario.
Y llegó el  momento de dar testimonio cuando el rey seléucida Antíoco IV que se hacía llamar Epífanes, es decir, ilustre, a quien el profeta Daniel califica como “hombre despreciable que se apodera de la realeza por la intriga” (Dn. 11, 21), resuelve imponer el culto a las deidades griegas entre los judíos, y decidido a martirizar a quien observara la ley mosaica.
Como sucede con quienes se consideran fuertes, apunta a estos siete jóvenes pretendiendo obligarlos a realizar el  mal, los cuales afirmándose en la certeza de la resurrección y de la vida eterna que les espera, se niegan a realizar el mal.
¡Qué hermoso ejemplo seguido por tantos santos jóvenes, especialmente, que prefirieron dejar la vida temporal antes que pecar, “dispuestos a morir, antes que violar las leyes de nuestros padres”!
Reconocen los muchachos que sus jóvenes miembros corporales son un don de Dios y no temen perderlos ya que los recibirán de nuevo cuando estén junto a Dios, y más todavía, no temen perder la vida temporal ya que se les premiará con la Eterna.
Y ante la maldad de los hombres que pudiera hacer flaquear la fidelidad debida a Dios, nace de los macabeos la bella afirmación nacida de la fe: “Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por Él”, vivencia ésta que debemos tener en cuenta también  nosotros si nos ocurriera algo similar, estando en manos de los pecadores y enemigos de Dios.
La certeza de contar con la fuerza de Dios, a su vez, les hace profetizar el desenlace angustioso y dramático que terminaría con la vida del rey pagano: “Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.
El apóstol san Pablo (2 Tes. 2,16-3,5), por otra parte, reconoce la existencia de los malos que buscan la perdición de los creyente, exhortándonos a la esperanzada oración: “Rueguen también para que nos veamos libres de los hombres malvados y perversos, ya que no todos tienen fe”, asegurando de esa manera la ayuda divina, porque “El Señor es fiel” y  “Él los fortalecerá y los preservará del Maligno”.
Si tomamos el texto del evangelio (Lc 20,27-38) nos encontramos con la concepción de los saduceos respecto a la vida eterna. Como  no creen en la resurrección de los muertos no pueden esperar alcanzar la vida eterna una vez concluido el curso de la vida terrenal.
Esta falta de fe tiene, por cierto, consecuencias concretas en la vida cotidiana, ya que para ellos lo importante es acumular riquezas en este mundo y disfrutar de lo pasajero mientras viven soñando con dejar para sus descendientes una vida también cómoda junto con la memoria de quienes les dejaron ese buen pasar. 
Para los saduceos y todos los que viven despreocupadamente profetiza Amós (6, 1ª.4-7): “Por eso, ahora irán al cautiverio al frente de los deportados, y se terminará la orgía de los libertinos”
Esta mentalidad “saducea” está presente también entre nosotros y en el hoy del devenir humano, de modo tal que no son pocos para quienes la  vida terrenal implica darse todos los gustos, soñar siempre con acrecentar fortuna, gozar al máximo hasta que el cuerpo humano esté ahíto de placeres, mientras languidece el alma espiritual que no espera más que soledad y muerte, sin meta eterna alguna.
Jesús, ante la falacia que le presentan respecto a la situación futura de la viuda por siete veces, responde que “los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección”.
Respecto a la resurrección y el mundo futuro, el mensaje es claro, ya que existe la resurrección para la vida eterna para quienes son juzgados dignos como enseña Jesús, y una resurrección para la condenación para quienes son rechazados como se le profetiza a Antíoco:  “Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.
Esta realidad nos lleva a confiar, mientras vivimos en este mundo, en la gracia de Dios ya “Que nuestro Señor Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, los reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena” (2 Tes. 2, 16-3,5).
Provistos con estos dones de lo Alto, hemos de suplicar poder propagar rápidamente la Palabra divina, de manera que aumente el número de los que creen en la Vida Eterna, y así creyendo se empeñen en obtenerla con una vida acorde con la Persona de Jesús y sus enseñanzas, fortalecidos al mismos tiempo con el alimento eucarístico que anuncia desde ahora la participación de la vida divina.



Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXXII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 06 de noviembre de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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