13 de diciembre de 2016

“Dios amaba al ser humano -entre ellos a María Virgen- antes de crearlo, porque lo contemplaba en la grandeza de su Hijo hecho hombre”.


En esta solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima, la liturgia nos ofrece este bello himno de san Pablo a los Efesios (1, 3-6.11-12) por el que llamamos bendito a Dios porque a su vez nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales por medio de Cristo.
Tan importante y valioso es el ser humano que el apóstol asegura que “nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo”.

¿Meditamos alguna vez en esta afirmación de haber sido elegidos, y desde antes de la creación del mundo? Elección que no fue entre “varios” iguales, sino en el sentido de “preferir”, es decir, una elección que sopesa, distingue y selecciona al ser considerado como más óptimo, noble, bello y digno de ser amado por sí mismo.
Dios ya estaba enamorado del ser humano aún antes de crearlo, porque lo contemplaba en la nobleza de su Hijo hecho hombre.
¡Qué misterio tan grande el del amor temporal y eterno de Dios por nosotros!  
Aún incluso sabiendo anticipadamente de nuestra infidelidad, Dios ya tiene un mirada providente sobre nuestra dignidad de hijos adoptivos, que decide mantenerla a pesar de nosotros mismos.
El apóstol sigue manifestando el para qué de tantos bienes recibidos recordando que fuimos elegidos “para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor: Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”.
¡Santos e irreprochables! Allí está la clave de nuestro malestar interior cuando no vivimos como tales. Podemos tratar de evadirnos de la amistad con Dios, buscar incluso otros goces, pasajeros al fin, pero es imposible no sentirnos profundamente infelices cuando no vivimos en santidad de vida.
Fuimos creados para Dios, siendo por lo tanto imposible alcanzar la felicidad plena prescindiendo de Él.
Esta verdad se muestra profundamente cuando habiendo pecado el hombre en los orígenes, pretendiendo asemejarse a su Creador, cae en el desasosiego permanente de su alma, y aunque pretende descargar sus propias culpas en la  responsabilidad de otros, no logra reconciliarse con Dios, sino que necesita que éste lo eleve y le prometa  la venida de un Salvador.
Entre las criaturas amadas desde antes de la creación del hombre, se encuentra por cierto María, la cual por un don especial y privilegiado que el Creador le otorga, es engendrada sin la mácula del pecado original que todos heredamos, y así prepararla a la alta misión de hacer posible que el Hijo asuma en su vientre la naturaleza humana.
En María, pues, el anuncio de que “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” se cumple cuando es concebida sin pecado original y cuando queda a la espera de que crezca en su interior el fruto del Espíritu y suyo, Jesucristo.
Ante el anuncio del ángel de su maternidad divina y aún sin entender mucho cómo sería concretada la misma, responde libremente “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra”, comenzando así el inicio de la salvación humana.
Con la plenitud de gracia que la invade, María inicia así el designio divino que contempla que toda persona  está llamada a recibir la plenitud de la presencia divina, y que sólo es necesario que ante tanta bondad  responda entregando lo mejor de sí misma.
Queridos hermanos cantando al Señor un canto nuevo porque Él hizo maravillas en nosotros (Cf. salmo 97), pidamos que como María “también nosotros lleguemos a ti purificados de todas nuestras culpas” (Oración colecta).
Certeza ésta que se afianza aún más en esta celebración, porque “nosotros, los que hemos puesto nuestra esperanza en Él, hemos sido constituidos herederos y destinados de antemano, para ser alabanza de su gloria, según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad”.
Supliquemos humildemente la bendición de lo Alto para poder ser alabanza de Dios Trino y Uno con nuestras palabras y acciones según lo espera y atrae la misericordia y bondad divinas.

Imagen: “La cieguecita”. Talla en madera policromada y estofada. Catedral de Sevilla. De Juan Martinez Montañés (español 1568-1649) 


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 08 de diciembre  de 2016. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 




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