28 de diciembre de 2016

“Mientras Dios se empequeñece haciéndose hombre e ingresando al mundo, el hombre restaurado en su dignidad, es elevado a la filiación divina y llamado a heredar la vida eterna”


Una vez más celebramos la Natividad del Señor. La celebración cada año de nuestro propio nacimiento nos recuerda que estamos vivos y que ascendemos lentamente pasando de la condición de niños a jóvenes y posteriormente a adultos.
Con el nacimiento de Jesús acontece lo mismo, ya que  cada año celebrado nos interpela y convoca a comprobar si crecimos  en la fe, si hemos dejado atrás la fe y esperanza humanas para adelantar en la madurez de hijos de Dios.
Los distintos textos bíblicos mencionan el carácter luminoso de la Navidad, y así “hasta que irrumpa su justicia como una luz radiante y su salvación como una antorcha encendida” (Is. 62, 1-5), anuncia la misa de la Vigilia; y “el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz” (Is. 9, 1-6); “la gloria del Señor los envolvió con su luz” (Lc 2, 1-14) recuerda la misa de la noche; y “la Palabra era la luz verdadera que al venir a este mundo, ilumina a todo hombre”(Jn. 1, 1-18) señala  el evangelio del día.
Esta insistencia en Cristo como luz de cada uno y del mundo, nos ayuda a comprender la necesidad de acrecentar nuestra adhesión al Señor, ya que la gran tentación es que prefiriendo las tinieblas a la luz, no avancemos en el camino de la perfección evangélica.
El anuncio del nacimiento del Señor es acompañado con la alabanza celestial del “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él” (Lc 2, 1-14), que mientras exalta la grandeza divina, destaca cómo el hombre es amado por su Señor, de modo que pone al servicio del mismo todo lo creado por medio de la Palabra, esto es, mediante el Hijo de Dios vivo.
Tanto ama Dios al hombre que lo eleva por encima de los ángeles mismos a través de la humanidad del Hijo (Hebreos 1, 1-6), lo salva por el bautismo y renueva por el Espíritu (Tito 3, 4-7), lo constituye su hijo adoptivo (Jn. 1, 1-18), “mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús” (Tito 2, 11-14),  la vida eterna.
Mientras Dios se empequeñece con el nacimiento en carne e ingresa a la historia humana, que transcurre lejos de su Creador,  el hombre es restaurado en su naturaleza humana original, esto es, creado a imagen y semejanza de Dios, es elevado a la dignidad de la filiación divina y orientado para siempre a  heredar  la vida eterna.
Esta dignidad de hijos de Dios, que obtenemos por el misterio de la Encarnación del Hijo del Padre misericordioso, que grafica san Pablo al decir “la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado”(Tito 2, 11-14), requiere de parte nuestra una respuesta de despojo personal que nos lleve a “rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad”, o sea, conforme al mensaje del apóstol Juan en el prólogo, rechazar las tinieblas del pecado para vivir inmersos en la luz de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz.
Esta nueva vida que supone responder al don recibido del Niño Naciente, implica por un lado que “aguardamos la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús”, y por otra parte, que por el misterio pascual de su muerte y resurrección, ya anunciado y presente de alguna manera en su nacimiento humano, Jesús nos libra de toda iniquidad, nos purifica y nos hace formar parte de su Pueblo elegido (cf. Tito 2, 11-14).
La debilidad de la carne humana por la que se presenta al mundo el Hijo de Dios, conduce a advertir que el verdadero poder no está en las fuerzas de este mundo, ni en aquello en que se apoya vanamente el ser humano, sino en la gracia de Dios que es capaz de convertir el corazón humano y transformar lo creado como lo anuncia el profeta Isaías (9, 1-6): “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: “[Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la Paz]”.
Si el hombre herido por el pecado de los orígenes, liberado por la salvación que trae Jesús, responde con fe y la voluntad firme de hacer siempre la voluntad de Dios, en espera de la bienaventuranza final, será posible construir un mundo nuevo sobre las cenizas de tanta maldad, corrupción y soberbia humana.
Si la sociedad de nuestros días parece no haber recibido salvación alguna, si la indiferencia de Dios existente crece más y más, y si el olvido de los demás seres humanos es moneda corriente en medio de los pueblos de la tierra, es porque, aún teniendo los dones que nos ofrece en su misericordia el Salvador, no hemos sabido responder a tanta bondad con actitudes acordes a nuestra condición de hijos adoptivos de Dios.
De allí que olvidándose de Dios y sus hermanos, languidece el hombre sumergido en el egoísmo, sin vivir la felicidad plena, sin atinar a descubrir la causa de tanta tristeza presente en el corazón humano.
Hermanos: pidamos al Padre gozar en el cielo la luz que recibimos en la Navidad, suplicando  “la gracia de una vida santa y llegar así a la perfecta comunión con Él” (oración después de la comunión misa de la noche).


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Domingo de Navidad. 25 de Diciembre  de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




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