14 de enero de 2017

“El intento del hombre de salvarse por sí mismo es irrealizable, si carece de la presencia del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


Los textos bíblicos de la Liturgia de la Palabra de este domingo, centran su atención en la figura de Cristo llamado por san Juan “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29-34).
Sabiendo del deseo de ustedes, feligreses que quieren crecer en la fe, ahondando en la Palabra de Dios, los invito a que reflexionemos sobre el significado de esta afirmación.
En primer lugar, ¿qué significa que Cristo es el Cordero de Dios? 
Nos remitimos para ello, a la profecía de Isaías (49, 3-6) que refiere a la figura del Siervo de Yahvé,  identificado con diversos personajes: el pueblo de Israel, el profeta o el mismo rey Ciro como libertador de los judíos desterrados en Babilonia. 
Ahora bien,  como ninguno reúne los requisitos necesarios para ser reconocido como hombre elegido por Dios, íntegro en su fe al que se le ha confiado una misión universal, la tipificación conduce al mismo Jesús.
De hecho el mismo profeta pone en boca del Señor “Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob y hacer volver a los sobrevivientes de Israel; Yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra”.
En el texto del evangelio proclamado, a su vez, comprendemos que la promesa del profeta se ha hecho realidad, de manera que el Siervo de Yahvé se identifica con quien es llamado por Juan Bautista el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que a su vez  ilumina a todos los pueblos de la tierra llamando a la fe y por lo tanto a la redención.
El  testimonio de Juan, asegura a su vez, que Jesús es hombre, diciendo que “después de mi viene un hombre que me precede”, que es Dios “porque existía antes que yo”,  que como hombre sufre el martirio de la Cruz y es llamado “Cordero de Dios”, y como Dios “quita los pecados del mundo”.
¿De dónde surge la denominación de que Cristo es el Cordero de Dios, tal como lo expresamos al levantar el pan y el vino consagrados en la misa?
Ciertamente nos remonta al Antiguo Testamento cuando el pueblo de Israel selló la alianza con Dios por medio de la sangre  derramada del cordero pascual y, cada año perpetuaban la liberación de Egipto comiendo en familia el Cordero pascual ofrecido.
Pero todo esto fue figura, sombra imperfecta de lo que sucedería en el futuro, cuando Cristo fuera inmolado en la Cruz por nuestra salvación.
Con la muerte y resurrección de Jesús comienza la nueva Pascua, el paso de la muerte a la vida. Ya no es la sangre del cordero la que sella la alianza Nueva con Dios, sino la sangre de la Humanidad de Cristo, el nuevo Cordero Pascual, que permanentemente se hace presente en el sacramento de la Eucaristía, y se ofrece como alimento a los que creen y están revestidos de la gracia santificante.
En el Antiguo Testamento, los judíos eran rociados con la sangre del Cordero a fin de purificarse de los pecados, nosotros, en cambio, somos limpios por la sangre derramada de Cristo, el nuevo Cordero de Dios.
El cordero-animal fue reemplazado por el Cordero-persona; la figura, se hizo realidad en Jesús, Hijo de Dios hecho hombre.
En segundo lugar, ¿qué significa que quita el pecado del mundo?
Hoy, la humanidad gime sumergida en el pecado y no sale de ese abismo porque cree con suficiencia que el pecado no existe, que es un invento de la Iglesia Católica, que sólo es suficiente tener fe como enseña mentirosamente Lutero, hoy lamentablemente exaltado y llamado “testigo de la fe” cuando sólo lo es del error.
La conciencia humana, exaltada engañosamente también, como “creadora de la verdad”, ya no distingue muchas veces entre la verdad y el error, y permanece sin inmutarse ante las atrocidades que coexisten con nosotros. 
El pecado es confundido deliberadamente para quitar culpas personales como “error”, el que hace el mal suscita la aprobación propia del que es “vivo”, que está en onda con un tipo de vida sin Dios.
Sin fe que reconozca al Dios verdadero, al de la Alianza de la Cruz, es imposible conocer que el pecado es el rechazo del hombre a  la soberanía divina sobre todo lo creado. 
La mentalidad moderna piensa erróneamente, que el hombre con sus solas fuerzas, puede sobreponerse a cualquier acontecimiento por negativo que sea, incluso vencer sus propios límites, olvidando que la advertencia de Cristo que dice “sin mí nada pueden hacer” (Jn. 15) es una verdad que hace ver que los intentos humanos de valerse la criatura por sí misma, es una utopía al faltar el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
No seremos buenos o mejores meramente por el esfuerzo humano, sino que fundamentalmente necesitamos primero la presencia de la Gracia divina, que suscita y transforma las iniciativas personales.
En tercer lugar, el Cordero de Dios quita los pecados de cada uno de nosotros.
Y esto es así, porque como indica Juan Bautista, Jesús, sobre quien descendió el Espíritu, permaneciendo en Él, “es el que bautiza en el Espíritu Santo”, constituyéndonos en hijos adoptivos del Padre.
En efecto, sólo el Cordero de Dios purifica nuestro interior de tantas mediocridades, subterfugios para hacer el mal y tinieblas personales, librándonos del pecado  por el bautismo y la reconciliación.
El sacramento de la confesión posibilita la acción misma del Cordero de Dios en el corazón de cada penitente, perdonando los pecados reconocidos, y rechazados, con la disposición de comenzar una existencia nueva.  
En relación con este sacramento, a su vez, hemos de  rechazar el engaño luterano de que sólo basta pedir perdón a Dios, sin necesidad del sacramento, porque, ¿estamos seguros de alcanzar el perdón  de este modo?
El sacramento de la reconciliación nos libra de nuestras deshonestidades, enriquecimientos ilícitos, injusticias, apegos a lo que no sea Dios, nos limpia de los deseos de vivir de apariencias, de nuestras envidias y egoísmos, de nuestras ofensas continuas y repetidas a la Persona de Cristo presente en la Eucaristía o en nuestro prójimo, en fin de toda maldad.
Dejándonos transformar de ese modo por Jesús,  será realidad en nuestra vida lo que enseña san Pablo (I Cor. 1, 1-3) “a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto con todos aquéllos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, señor de ellos y nuestro”.
Quiera Dios, que por nuestra santidad de vida llegue a nosotros la gracia y la paz que proceden de Dios Nuestro Padre.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 2do domingo durante el año. Ciclo “A”. 15 de enero de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.





































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