25 de mayo de 2017

“Es preferible sufrir haciendo el bien, si ésta es la voluntad de Dios”, como fruto del amor e identificación con Cristo”

Cantábamos en el salmo interleccional (65) “Todo el mundo cante la gloria de Dios, Aleluya, Aleluya” expresando así el gozo de estar celebrando a Cristo resucitado.
De allí que en la primera oración de esta misa pedíamos a Dios “continuar celebrando con intenso fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, de manera que prolonguemos en nuestra vida el misterio de fe que recordamos”.
A la muerte de Cristo, en efecto, la actualizamos al  proclamar sus enseñanzas y la necesidad de adherirnos a su persona, con la consiguiente persecución que tal vez sobreviene  a causa del Evangelio.
De hecho el apóstol Pedro (I Pt. 3, 15-18) al respecto nos dice enfáticamente que “estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen”, haciéndolo “con suavidad y respeto, y con tranquilidad de conciencia”.
Por otra parte, vivimos la resurrección del Salvador, cuando transformados interiormente por ella, nos orientamos a la Vida Eterna.
Por lo tanto, nos encontramos así con “un ya”, al participar cada día de la cruz de Cristo, y anunciamos “un todavía no” cuando aspiramos a vivir con Cristo resucitado, siendo esta la esperanza que nos colma y permite afianzarnos más y más en el compromiso de por vida con el Señor.
Tenemos experiencia a menudo de la indiferencia, la persecución, el olvido y la maledicencia  por parte de los enemigos de la fe, que no soportan la verdad del evangelio y desprecian la presencia de Jesús.
De allí que el apóstol nos diga que “es preferible sufrir haciendo el bien, si ésta es la voluntad de Dios, que haciendo el mal”, ya que lo primero es fruto del amor al Maestro, y nos identificamos más con su realidad de crucificado, mientras que lo segundo es efecto de la maldad personal.
La actitud del creyente, por otra parte, producirá vergüenza en los injustos detractores al comportarnos como servidores de Cristo, al dar testimonio con seguridad de la fe que alimenta nuestra vida cotidiana.
Estamos llamados a no dejar de “estar en salida” de nosotros mismos, para encontrarnos con el mundo de hoy, con sus dificultades e indiferencias ante Dios, para proclamar el evangelio, tal como lo hiciera el diácono Felipe (Hechos 8, 5-8.14-17), a los samaritanos,  a pesar de las persecuciones suscitadas después del martirio de Esteban.
El poder del Señor estaba con Felipe, manifestándose en la curación de los enfermos, la expulsión de demonios de los poseídos, logrando un sinnúmero de conversiones y bautismos, colmándolos de alegría.
Posteriormente los apóstoles conocedores de que los samaritanos no habían recibido el Espíritu Santo, envían a Pedro y Juan para que por la imposición de manos lo entregaran a los nuevos bautizados.
Toda esta experiencia espiritual tanto de los samaritanos como de cualquier creyente fiel, se incrementa con una unión más estrecha a Jesús profundizada en el cumplimiento de sus mandamientos, prolongación del amor personal para  con Él (Jn. 14, 15-21).
El amor a Jesús se manifiesta más en las obras que en las palabras, de allí la importancia de vivir a fondo los mandamientos que no “coaccionan” a nadie sino que liberan el corazón de los hombres al mostrarles el camino de la verdad a vivir en cada momento.
Por el contrario, la inobservancia de algún mandamiento, no pocas veces aleja al creyente de la Iglesia y de la comunión con Cristo, por la crisis que se plantea en su interior, junto con la debilidad que no se quiere o no se puede vencer, con el esfuerzo propio y ayuda de la gracia.
Sin embargo, nuestro compromiso debe ir más allá del mandamiento, para alcanzar a la misma Persona del Hijo de Dios hecho hombre, ya que el pecado en realidad, es más un abandono de la unión con Cristo, que el quebranto de una ley conocida, incluso como muy importante.
Para continuar con esta adhesión a Cristo es necesario a su vez, recibir el don del Espíritu Santo, el “otro” Paráclito que enviará el Padre a petición de Cristo, que como “primer” Paráclito vuelve junto a quien lo envió.
Paráclito es el “abogado” que sale siempre a nuestro favor, el “que consuela” al creyente en medio de sus limitaciones y quebrantos, es “el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, -dice el Señor- lo conocen, porque Él permanece con ustedes y estará en ustedes”.
Acontece que “el mundo no lo conoce ni recibe” porque no pocas veces, hasta los mismos creyentes dejamos de lado la acción del Espíritu para ir detrás de “las constelaciones”, los “imanes”, el “tarot”, las “pirámides” y cuanta cosa rara pulula por la sociedad. Se confía más en una “energía” o “fuerza” que anda suelta en el ambiente, que en la acción divina y personal del Espíritu del Amor que existe entre el Padre y el Hijo.
Queridos hermanos: vayamos  al encuentro de Cristo, pidiéndole nos ayude con su gracia para que como Él y el Espíritu Santo, nos hagamos presentes en el mundo, prolongando en la sociedad la misión de ser también  paráclitos de los creyentes y los que aún no lo son.
Ser “paráclitos” será no sólo cuando “abogamos” e intercedemos por los demás, sino también cuando consolamos a tantas personas heridas y quebradas en su interior a causa del pecado, de la incomprensión de los demás o la soledad que arrincona y paraliza.
Supliquemos que la comunión del Cuerpo del Señor nos nutra y permita ser los defensores que lleven al Espíritu de la Verdad a todos.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VI° domingo de Pascua. 21  de mayo de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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