18 de junio de 2017

La Eucaristía, al unirnos a Cristo permite pregustar los goces del cielo, ya que la plenitud del hombre consiste en la vida divina participada.



La Iglesia celebra la Eucaristía cada día del año, la ofrece a Dios en sacrificio de alabanza, la entrega como alimento a los fieles debidamente preparados y la conserva en los tabernáculos para que Cristo presente bajo las especies de pan y vino sea el centro y el sostén de su vida. 

Por eso la solemnidad de hoy no es tanto el recuerdo de la institución de este sacramento, cuanto la celebración de un misterio siempre vivo y actual.
En el Deuteronomio (8, 2-3.14b-16ª) comprobamos cómo Dios cuida de su pueblo que camina en el desierto hacia la tierra prometida y, lo alimenta con el maná fortaleciéndolo así en medio de las pruebas con que tropezaba en el peregrinar hacia el cumplimiento de las promesas.
Este maná era sólo una pálida figura anticipada de otro alimento, el del Cuerpo y Sangre del Señor que nos sostiene en este mundo mientras peregrinamos “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” hacia la tierra prometida del cielo.
Ahora bien, los alimentados por este manjar particular en el Antiguo Testamento murieron, mientras que quienes nos nutrimos con el Señor en este mundo nos preparamos para la gloria de la eternidad.
La liturgia de la Iglesia, en la primera oración de esta misa, suplica que alcancemos con este alimento el fruto de la redención, para lo cual hemos de venerar siempre los sagrados misterios que celebramos,  y permanecer hambrientos de esta comida temporal que a su vez se orienta a lo eterno, dejando de lado todo lo que impide recibirla.
El ser humano es capaz de mover todos los obstáculos que se le presentan  para alcanzar alimento cuando no lo posee, pues bien, así debería obrar cuando se trata de alcanzar el alimento del pan de vida, de manera que sea primera nuestra adhesión a Cristo y no al pecado que  nos impide recibirlo y participar de su misma vida de santidad.
En el texto del evangelio (Jn. 6, 51-58) Jesús anuncia que Él es el nuevo “maná” bajado del cielo y que quien se alimenta con su Cuerpo y Sangre  vivirá eternamente, ya que como alimento no lleva a la muerte sino a la Vida, aunque haya que pasar por la muerte temporal.
Cristo al prometer la Vida Eterna a quien se alimenta con Él asegura lo contrario para quien no lo busca con sincero corazón
De hecho el mismo Señor destaca que nada se logra sin la unión con Él, como el sarmiento nada puede sin la unión a la vid (Jn. 15), ya que en el orden sobrenatural de la gracia, alcanzamos todo sólo por la comunión con Jesús, mientras que el pecado impide  el mérito.
Al comulgar, logramos con el Señor una intimidad perfecta  porque “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él”.
Al compartir el sacramento en estado de gracia, le entregamos a Jesús nuestras debilidades, limitaciones y pobrezas para que las transforme, y de Él recibimos su vida divina, su gracia y la posibilidad de poder alcanzar lo que deseaba san Pablo transformarnos en “otros Cristos”.
La recepción de este sacramento al unirnos a Cristo nos permite pregustar los goces del cielo, ya que la vida plena del hombre consiste en la vida divina participada, que incoadamente comenzamos ya a percibir mientras peregrinamos por este mundo.
Si la fragilidad del alimento terrenal nos hace tambalear en el sentido último de la vida, la comida del Cuerpo del Señor nos afirma en la promesa de la comunión plena en la vida eterna.
Esta unión plena con el Señor exige previamente nuestra purificación interior, alejados de todo pecado mortal por el sacramento del perdón.
Pero la Eucaristía, a su vez, es origen de unidad entre los hermanos, porque formamos un solo cuerpo místico, el de la Iglesia, los que comulgamos con el Cuerpo Salvador. Precisamente la oración sobre las ofrendas de la liturgia de hoy, reclama de Dios el don de la paz y de la unidad, significados en los dones de pan y vino que serán alimento para los creyentes que ansían unirse al Señor y a sus hermanos.
Hermanos: la Iglesia exhorta a sus hijos a la participación activa y fiel del sacrificio de la Misa cada domingo. 
Los fundamentos de esta exigencia los encontramos en lo que estamos considerando, y así, porque la misa es el sacrificio renovado de Cristo que se ofrece al Padre por nosotros, debemos participar de ella; porque la misa nos entrega el Cuerpo del Señor y su Sangre gloriosa, hemos de recibirlos con limpieza de corazón, sin pecado mortal; porque la misa une a los cristianos en el Cuerpo del Señor, ofrecemos juntos el sacrificio de Cristo; porque el domingo es el día del Señor resucitado, hemos de consagrárselo por medio de la ofrenda de su sacrificio.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Ciclo “A”. 18 de junio de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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