11 de julio de 2017

“Poseer el Espíritu de Cristo es dejarnos conducir por Él en la pequeñez y humildad a ejemplo suyo, encontrando la grandeza humana”.


Nos dice Jesús en el evangelio “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt. 11, 25-30).
Nosotros como hijos adoptivos de Dios por el bautismo, estamos llamados a encontrarnos con el Padre, para lo cual el mismo Jesús nos devela el misterio trinitario, encontrando el ser humano su plenitud en el conocimiento de la intimidad divina, sediento siempre en este mundo cuando no logra ya en germen esta grandeza de vida, que se perfecciona después de la muerte.
Para alcanzar todo esto es necesario conocer en profundidad al Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, sabiendo que si bien “nadie conoce al Hijo sino el Padre”, podemos seguir su camino cuando asumiendo  la naturaleza humana en la Encarnación, ingresa  a la historia humana.
En ese momento se hizo pequeño dejando de lado la dignidad divina, ya que “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz"(Fil. 2, 6-8).
El profeta Zacarías (9, 9-10) nos adelanta en el Antiguo Testamento la venida del Rey Mesías para encontrarse con su pueblo, montado humildemente sobre  un asno,  estableciendo la paz y la justicia en las naciones, dejando de lado todo signo de prepotencia y de dominio, de modo que “su dominio se extenderá de un mar hasta el otro, y desde el Río hasta los confines de la tierra” haciéndose realidad que  “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2, 9-11).
Pero la Venida del Salvador al encuentro de la humanidad es infecunda si el ser humano, con humildad y reconociendo su nada, no se abre a la gracia y misericordia de Dios, sino que permanece firme en la soberbia, como en el principio, pecando  por querer ser  Dios.
Esto nos hace caer en la cuenta de la importancia que reviste el poseer el espíritu de Cristo, como lo proclama el apóstol Pablo (Rom. 8), ya que “el que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo”.
En el texto aparece la oposición entre  la carne y el Espíritu de Cristo, aunque de hecho siempre en la historia de la salvación es patente que la carne lucha contra el espíritu y éste contra la carne.
No es meramente el espíritu el ámbito espiritual de la persona, sino que se trata del “Espíritu de aquél que resucitó a Jesús” de manera que si éste habita en nosotros, “el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes”.
El apóstol parte del hecho de que la humanidad  recibe los frutos de la redención, de la muerte y resurrección de Cristo, siempre que sea  fiel, o sea, viviendo en el Espíritu de Cristo para la gloria del Padre.
Encontramos una síntesis de esta verdad cuando al comienzo de esta misa  pedíamos a Dios nos conceda una santa alegría, ya que por la humillación de su Hijo había sido elevada la humanidad caída de manera que “liberados de la servidumbre del pecado, alcancemos la felicidad que no tiene fin”.
Poseer el Espíritu de Cristo es dejarnos conducir por Él en la pequeñez  y humildad a ejemplo suyo, encontrando la grandeza humana.
Estamos acostumbrados a percibir el aparente triunfo del poder, de la riqueza, del placer, del espíritu mundano, perdiendo de vista la fuerza y poder de la pequeñez propia de los discípulos, que predica Jesús.
La humildad y pequeñez de Cristo y del cristiano es lo que en realidad atrae y convierte los corazones orientándolos hacia el bien, ya que contienen la fuerza y el poder de la cruz y de la resurrección, mientras que el espíritu soberbio y autosuficiente, la carne en fin, “atrae” la concupiscencia humana para el mal, pero termina siendo repelida ya que conduce inevitablemente a la tristeza del alma y al fracaso.
Un ejemplo clarísimo lo tenemos en la figura del filisteo Goliat que confiando en su fuerza y poderío desafía a Dios y a Israel antes de entrar en batalla, siendo vencido por la pequeñez y sencillez de David que descansando sólo en la fuerza divina, lo voltea con un hondazo y le corta la cabeza después (cf. I Sam. 17).
Precisamente en el Evangelio (Mt. 11, 25-30), Jesús alaba al Padre que ha ocultado la sabiduría divina a los sabios y prudentes según el mundo, como Goliat, y la manifestó a los pequeños, como a David.
Por ello es necesario no dejarnos seducir por la tentación de ser sabios y prudentes según el mundo, de los cuales hay muchos, pensando que con la autosuficiencia o el poder que da la política, el dinero, la fama o el placer, podemos atropellar a todos y vencer cualquier obstáculo que se presente al capricho o a los planes de aparente grandeza.
Vivir según la sabiduría de los poderes mundanos impide conocer el espíritu de Jesús, ya que como recuerda Pablo el que es del pecado, de la carne, no posee el Espíritu de Cristo el Salvador.
Pertenecer al grupo de “los pequeños”, según el evangelio, o “del resto” o “anawim” en el antiguo testamento,  significa reconocer que todo bien es dado de lo alto para la gloria de Dios y engrandecimiento de cada uno de nosotros como hijos amados del Padre.
Esta pertenencia a “los pequeños”, al “resto” o “anawim”, hace que nos animemos a escuchar y practicar la invitación de Jesús: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” para presentarle nuestras miserias, limitaciones, carencias y pecados, para ser salvados desde lo profundo de nuestro interior, y así fortalecidos llevar al mundo el testimonio de la salvación que hemos recibido y que nadie puede descartar para sí si  lo busca sinceramente al Señor.
No buscar horizontes que no pueden aliviar ni responder las inquietudes más lacerantes, sino al Señor, que hace ver que su yugo, la ley divina, aunque exigente no es pesada, sino libera el corazón de la esclavitud, porque es la ley del amor a Dios y al prójimo.
Hermanos: La Eucaristía de cada domingo por medio del pan de la Palabra divina y del Cuerpo y Sangre del Señor nutre nuestra vida en el caminar por este mundo, haciéndonos grandes por la vivencia de la fe, esperanza y caridad.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo decimocuarto durante el año Ciclo “A”. 09 de julio de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com








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