1 de julio de 2017

“Prefiriéndolo a Jesús por encima de todo otro amor, cantemos hoy el amor del Señor, para alabarlo en la eternidad cuando seamos llamados”.


En el evangelio del día, Jesús abriendo su corazón de Buen Pastor nos habla de las condiciones necesarias para seguirlo como discípulos suyos (Mt. 10, 37-42).
Y así, en primer lugar nos recuerda que “el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.
Esto nos hace ver que el Señor quiere ocupar un lugar privilegiado en nuestra existencia, por encima de cualquier otro amor por legítimo que este pueda ser.
Sucede con frecuencia que vivimos acelerados, ocupados siempre por muchos compromisos de trabajo, de familia, de vida social, pero poco nos dedicamos a las cosas del Señor, como si no existiera más que en las buenas intenciones sin ocupar lugar en el diario caminar.
Por otra parte, no pocas personas para no contrariar a su familia o amigos dejan de comprometerse con Jesús, o lo hacen ocultamente, por miedo a dar testimonio de su fe, especialmente en una cultura como la de nuestros días que coquetea con lo “religiosamente correcto”, es decir, la indiferencia cristiana.
Cuando el amor a Cristo y el servicio al Evangelio, en cambio, ocupan el primer lugar en nuestra vida, se entiende que la exhortación evangélica no insta a prescindir de los lazos más sagrados de la familia, sino que sólo  destaca el orden de los valores que reclama en primer lugar la vivencia del primero de los mandamientos que refiere al amor a Dios sobre todo lo existente y sobre todos los afectos, incluso más sagrados de la persona humana.
Quien es capaz de realizar grandes sacrificios en bien de sus seres queridos ha de estar dispuesto también, y en primer lugar, a grandes sacrificios por la gloria del nombre de Dios y su manifestación concreta en el mundo.
Al respecto comprobamos que con frecuencia pueden más los amores más pequeños que el amor a Cristo, incluso cuando sería una forma de respuesta a la verdad de que solamente Él entregó su vida por nuestra salvación.
De hecho, continuamente el corazón humano está ante la disyuntiva de amar con preferencia a Jesús por encima de todo, reconociéndolo ante la sociedad como reflexionamos el domingo pasado, o darle la espalda esperando mejores tiempos.
No pocas veces y más en nuestros días, el que se dice creyente prescinde de la misa dominical y de cualquier otra manera de santificar el día del Señor, porque prefiere esparcimientos, vida campestre o deportes, como si estas realidades por sí solas y con el olvido del Creador, le permitieran avanzar hacia la vida eterna.
En las opciones más importantes de la vida, como noviazgo, matrimonio y familia, vida laboral y amistades, sucede con frecuencia que el creyente se deja iluminar por los criterios del mundo y no por los del evangelio, mostrando que su corazón opta más fácilmente por los “amores fugaces” que por el amor a Cristo, con el olvido de cantar eternamente el amor del Señor (salmo 88).
Siguiendo en esta línea de condiciones del seguimiento de su persona y reconociendo lo exigente de su pedido, Jesús continúa diciendo enfáticamente “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
Se trata de tomar la cruz del Señor aunque signifique soportar la burla de los que no creen o  huyen de toda mortificación porque piensan que la persona sólo existe para el disfrute y el goce y, todo dolor es visto como broma macabra de la vida.
Ante un mundo marcado por la corrupción de todo tipo, tomar la cruz del Señor es asumir la transparencia en las relaciones humanas y la honestidad de las costumbres en el ámbito social, político y económico.
El seguidor de Cristo asume la cruz de la verdad y del bien, enfrentando así la premisa de que sólo progresan la  mentira y la maldad, y conociéndose profundamente a la luz del evangelio, toma la cruz de sus debilidades con ánimo de superarse siempre en el camino de la vida.
Tomar la cruz del Señor  es perder la vida  de la comodidad y seguridades mundanas, por seguirlo, mientras que quien sólo piensa en sí mismo, dándose todos los gustos, “encuentra la vida” que pierde por falta de amor.
El apóstol san Pablo (Rom. 6, 3-4.8-11) recuerda en el texto proclamado, que por el bautismo fuimos sepultados en la muerte de Cristo muriendo al pecado para  resucitar con Él a una vida nueva, recordando que “si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”, siendo el asumir la cruz de cada día la manera concreta de vivir con el Señor orientándonos a existir siempre para Dios.
Después de señalar las condiciones necesarias en el seguimiento de su Persona, Jesús promete  premiar la actitud de quienes reciben a sus enviados, tal como se evidencia en el Antiguo Testamento en el texto proclamado hoy (2 Reyes 4, 8-11.14-16ª), cuando el profeta Eliseo recibido tan cordialmente por la mujer  sunamita, le promete un hijo como recompensa por su caridad.
A cada uno de los bautizados interpela hoy Jesús, esperando  una respuesta plena de amor como el salmo: “Cantaré eternamente el amor del Señor” (salmo 88). 
Seguidores de Jesús, prefiriéndolo a Él por encima de todo otro amor y siendo capaces de llevar la cruz de la entrega al igual que lo hiciera en el calvario, estaremos cantando ya desde ahora el amor del Señor, para seguir alabándolo en la gloria del Paraíso cuando seamos llamados.
¡Qué hermoso poder saborear la promesa divina “Mi amor se mantendrá eternamente, mi fidelidad está afianzada en el cielo”!
Queridos hermanos, pidamos al Señor sea realidad en nosotros, si somos fieles, lo que recordaba el salmo (88) “¡Feliz el pueblo que sabe aclamarte! Ellos caminarán a la luz de tu rostro; se alegrarán sin cesar en tu Nombre, serán exaltados a causa de tu justicia".


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo decimotercero durante el año Ciclo “A”. 02 de julio de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







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