22 de diciembre de 2017

“El Señor no quiso para sí una casa construida por David, sino que eligió a María como morada de Jesús”.

Estamos llegando ya al final de este tiempo de preparación a la Navidad.
Los textos bíblicos de la liturgia del IV domingo de Adviento nos hacen vivir por adelantado el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
En el 2do libro de Samuel (7, 1-5.8b-12.14ª.16) se describe la preocupación del rey David por construir una casa a Dios, pero recibe por el profeta Natán el anuncio de que el Señor mismo será quien edificará una casa, es decir, una dinastía perdurable para David.
La promesa del Señor se hace sentir solemne: “Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia, y tu trono durará por siempre”.
Y estas palabras, a su vez, se hacen realidad cuando el ángel anuncia a María que Jesús recibirá de Dios el trono de David su padre.
La presencia histórica de Jesús, Dios hecho hombre, hace que el Reino davídico permanezca por siempre, porque Cristo inaugura un reino eterno.
Si Dios no quiso para sí una casa construida por David, eligió sin embargo a María como morada de Jesús.
Si el reino de David estaba destinado a terminar en el tiempo, se prolonga sin embargo, en aquel rey de reyes nacido de una humilde mujer.
Para las grandes misiones en medio del mundo y de la Iglesia, Dios elige a los humildes, como lo hizo con Juan Bautista y María santísima.
El corazón más alejado de Dios es el del soberbio, el del autosuficiente, el de quien se cree mayor que todos y por eso autorizado de hacer su antojo.
El corazón cercano al Señor, en cambio, es el del humilde, el del que se reconoce necesitado de Dios. Por eso María, está en primer lugar como protagonista única en la gestación del misterio de la Encarnación.
María por su humildad, seguramente no se destacaría entre los suyos, y su decisión de permanecer virgen, si conocida,  hubiera resultado incomprensible, ya que  la maternidad era signo de la bendición divina, mientras que la esterilidad es señal de opresión y desgracia.
Dios, en cambio, considera esta decisión de María de permanecer virgen, como el motivo más profundo para elegirla como Madre de su Hijo.
En efecto, sólo quien vive la virginidad, comprende la grandeza de la entrega total, como en este caso, a Dios y su voluntad, disponiéndose a colaborar en la realización  del misterio de la Encarnación, fruto de la omnipotencia divina, haciendo que María, Virgen y Madre, mereciera ser bendita entre todas las mujeres.
La vocación a la maternidad divina es algo muy noble y santo para María, sin embargo, no teme en responder con sencillez, porque sabe que quien comenzó esa obra en ella, la llevará felizmente a término.
María ha encontrado “gracia” ante Dios, dice el evangelio (Lc. 1, 26-38), es decir, es digna de agrado, no por ser simpática, o actual,  o por tener cultura o profesión, o por ser una rica heredera o poseer grandes cualidades, sino por ser santa, buscando siempre encontrar y vivir la voluntad de Dios.
María es la criatura más perfecta salida de manos de Dios, y fue elegida en previsión de su plenitud de gracia, y mientras el hombre común se preocupa por comprobarlo todo, el Señor se manifiesta a Ella por medio del misterio, de lo que no se puede demostrar, a lo cual responde  creyendo.
Dios  manifiesta su predilección por quien ha comprendido que su cuerpo debe ser templo del Espíritu Santo y está dispuesta a vivirlo como don desinteresado a la divinidad que la ha llamado a vocación tan grande, de allí que se declare servidora del Señor por siempre.
Mientras nosotros muchas veces no aceptamos la ley de Dios, aunque el mismo Jesús diga que el cumplimiento de los mandamientos es el signo más preclaro del amor hacia Él, María dice “hágase en mí tu palabra”; mientras queremos ser independientes de Dios, Ella señala “soy la servidora del Señor”; mientras para el mundo de hoy nada vale la palabra empeñada, la Virgen se compromete para siempre con su dócil respuesta; mientras nosotros poco le dedicamos a Dios, Ella vive en diálogo continuo con su Creador y su Hijo Jesús.
Hoy, como ayer, y como seguramente mañana, el ejemplo de una humilde joven nos interpela y cuestiona nuestra nuestro diario existir.
María nos enseña que nuestra debilidad es fuerza de Dios; que la humildad dilata la capacidad de amar siendo  hacedora de grandes cosas; que nuestra palabra dada y asumida sigue teniendo valor, de manera que hemos de seguir siendo fieles al bautismo recibido ya que con Jesús todo lo podemos.
En la vida de la Virgen María encontramos siempre las mejores páginas de una existencia entregada libremente al Creador.
El misterio de la encarnación del Hijo de Dios fue mantenido en secreto “desde la eternidad y que ahora se ha manifestado”, nos afirma san Pablo (Rom. 16, 25-27), por medio del anuncio del ángel a María, para alcanzar toda la humanidad la salvación prometida desde antiguo.
La llegada del Mesías es una invitación a la fe en su persona, una esperanza firme de que somos y seremos salvados del pecado y del mal, es una muestra del amor inmenso que Dios siempre nos ha brindado.
Jesús quiere venir a plantar su casa en cada uno de nosotros, y como sabe que nos cuesta aceptarlo, nos da el ejemplo de su Madre para que veamos lo que Él hace  con las almas dispuestas a lo que es pleno, bello y duradero.
María nos prepara el camino, nos conduce de la mano hacia lo que es digno de alabanza.
Hermas: vayamos con Ella al encuentro de su Hijo Dios y Hombre que nos espera siempre en cada momento de nuestra vida y que nuestra respuesta sea como la de María, un eterno sí a lo que disponga la Providencia.

Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo 4to de Adviento, ciclo “B”. 24 de diciembre de 2017.






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