22 de mayo de 2018

“Con docilidad y, convocados como hijos, dejémonos conducir por el Espíritu, para proclamar y vivir las maravillas de Dios”.




 Celebramos este domingo la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia, presente en la persona de María Santísima y los apóstoles de Jesús.

El Espíritu Santo de Dios continuará y confirmará todo lo que Jesús nos ha enseñado. El Señor, por lo tanto, estará presente con nosotros hasta el fin de los tiempos, no sólo por medio de su Presencia viva en la Eucaristía, sino también  por la acción del Espíritu del Padre y del Hijo que se derrama en nuestros corazones con la abundancia de los dones divinos.
El Espíritu Santo no sólo acude a transformar el corazón del  creyente que se dispone  dócilmente a vivir de un modo nuevo, sino también a la Iglesia toda.
En la primera lectura de la misa de la Vigilia (Gén. 11, 1-9) proclamada ayer por la tarde, reflexionamos sobre la torre que los hombres quisieron levantar hasta el cielo para perpetuar su nombre, es decir, pretendían alcanzar al mismo Dios, por lo que éste  confunde la lengua común con la que hablaban, y ya sin poder entenderse cesan en su pecaminoso empeño.
Desde ese momento, el hecho se conoce con el nombre de  Babel, porque allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres.
El acontecimiento muestra que cada vez que el hombre pone el acento en sí mismo, en su egoísmo, en su afán de poder, prescindiendo de Dios en su vida, y sólo confiando en lo pasajero y temporal, culmina ocasionando dispersión, separación de unos y otros, rompiendo con la unidad humana esperada por el Creador que nos ha hecho a su imagen y semejanza.
 
Contrastando con este símbolo de la desunión y dispersión, el libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11) menciona que judíos de la diáspora, es decir, que habitaban en diferentes regiones y hablaban distintos idiomas, estaban en Jerusalén celebrando la fiesta judía de Pentecostés, recordando la alianza con Dios en el monte Sinaí.
En este marco concreto de celebración, asisten al cambio operado en los apóstoles, que comienzan a hablar en distintas lenguas, de manera que todos entienden la manifestación del Espíritu Santo y así exclaman: “todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.
El Espíritu de Dios, pues unifica a todas las personas, las cuales a pesar de la diferencia de lenguas, escuchan en su propio idioma las maravillas de Dios.
Mientras el pecado de Babel, dispersa, destruye, e inutiliza la comunión humana, porque el hombre está centrado en sí mismo, la acción del Espíritu une los corazones diversos en común oración y alabanza, ya que cada uno ha salido de sí mismo para centrarse únicamente en la alabanza  continua a Dios.
 
El apóstol san Pablo en el texto que hemos proclamado en esta misa (Gál. 5, 16-25), insiste en señalar la diversidad de actitudes posibles en el ser humano, ya según el criterio de Babel, ya según el criterio del Espíritu: diciéndonos: “déjense conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne”.
En el lenguaje paulino, el término “carne” significa todo tipo de pecado que domina al hombre, como aconteciera en el evento de Babel, mientras que “espíritu” designa la vigencia del Espíritu divino en los corazones, como ocurriera en Pentecostés.
La visión de san Pablo describe que el interior del hombre se convierte en un campo de batalla en el que “la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren”.
 
Ante esta realidad de dos fuerzas en pugna en el corazón, cada uno deberá optar libremente por seguir sumido en la esclavitud del pecado o transformarse bajo la acción del Espíritu de Dios, con la consecuencia que ello trae para la existencia, según se elija, ya que obrar el mal impide, enseña san Pablo, poseer el Reino de Dios, mientras la realización del bien hace innecesaria la Ley, porque es el Espíritu quien conduce gozosamente a la salvación final.
 
Para ayudarnos a entender cuáles son las obras de la carne, el apóstol nos deja una larga lista de acciones, a saber, “fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismo, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza”.
Para este modo de vivir, a su vez,  la Ley de Dios es necesaria para que advierta “¡no vayas por este camino!”, “¡no peques alejándote de Dios y sus mandamientos!”, “¡este camino lleva a la perdición!”.
Por el contrario, las obras y frutos del Espíritu son: “amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia,” vivencias éstas que son propias de “los que pertenecen a Cristo Jesús” ya que “han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos”, siendo realidad la expresión “Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por él”.
Todo esto nos debe llevar a esperar y suplicar el don del Espíritu Santo para que continúe en nosotros la obra comenzada por Jesús,  de testimonio de Él  (Jn. 15, 26-27; 16, 12-15), para que nosotros hagamos lo mismo en medio de la sociedad en la que estamos insertos.
El Espíritu de la verdad enviado por el Hijo desde el Padre, nos hará conocer toda la verdad ya recibida del Señor, y nos fortalecerá para llevarla valientemente y sin miedo alguno a todos los hombres.
Hermanos: abramos, pues, nuestro corazón dócilmente, para que el Espíritu nos guíe conforme a la voluntad divina y atento a nuestra dignidad de hijos adoptivos suyos y convocados a una vida de plenitud, proclamemos y vivamos las maravillas de Dios.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de Pentecostés. 20 de mayo de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
































No hay comentarios: