11 de mayo de 2018

“Dios nos ama, elige y envía a proclamar el evangelio a los creyentes de antes y ahora olvidados, como a los que nunca recibieron el mensaje de Jesús”.


La oración con la que se inicia la Eucaristía de este domingo dirigida a Dios, ruega continuar de nuestra parte la celebración de estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, con la finalidad de prolongar en la vida el misterio de fe que recordamos.

Es decir, que concluido el tiempo pascual en la fiesta próxima de Pentecostés, en el que afirmamos nuestra fe en Cristo resucitado,  hemos de continuar  viviendo la vida nueva recibida.
Los textos bíblicos de este día nos permiten remontarnos al designio divino sobre nosotros que consistió en haber sido amados y por lo tanto elegidos, para vivir como hijos adoptivos de Dios, condición ésta alcanzada por la muerte y resurrección del Señor.
Y así, dice la Escritura (I Jn. 4, 7-10) que el amor de Dios por nosotros “no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero” y prueba de ello fue que “envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados”.
A su vez, este amor de Dios se prolonga cuando amamos a todos los hijos adoptivos de Dios, manifestando esto que hemos nacido  de Él y por lo tanto lo conocemos, afirma san Juan.
En nuestros días comprobamos cuántas personas no han nacido de Dios o lo han abandonado por el pecado en el que viven, o directamente no lo han conocido en plenitud porque  no les interesa.
Y así, advertimos entre  nosotros asesinatos, violencia, odio hacia los niños por nacer, despilfarro, falta de solidaridad, espíritu de codicia, desmanejo de la cosa pública, culto a la vagancia o a vivir a costa de los demás, desprecio por la vida y fama del prójimo, cultivo de la mentira y el engaño, en fin, una larga lista de actitudes y formas de pensar que proceden del desconocimiento o desprecio de Dios  y que afectan directamente al mismo ser humano, su imagen.
A su vez este amor divino por nosotros incluye que fuimos elegidos por Dios, tomando nuevamente Él la iniciativa, tal como lo recuerda san Juan (15, 9-17): “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero”.
Ésta elección tiene su origen en el amor divino, y una meta que es hacer difusivo ese mismo amor por medio de las buenas obras de santidad de vida, lo cual nos une de tal manera a Jesús que ya no nos llama servidores sino amigos, amistad esta que se consolida si hacemos lo que Él nos manda por medio de los mandamientos.
Los mandamientos, cabe recordar, no significa vivir esclavos de Dios, como si no fuéramos capaces de pensar por nosotros mismos, sino por el contrario, consolidar la libertad que se nos dio al ser creados buscando vivir no según el modelo esclavizante de este mundo, sino de acuerdo a la dignidad de hijos de Dios con la que fuimos creados.
El amor al prójimo, por otra parte, al que nos convoca el Señor, se manifiesta profundamente cuando buscamos que nuestros hermanos se encuentren con Dios, sin distinción de raza o religión alguna.
Hermoso ejemplo el que meditamos hoy en los Hechos de los Apóstoles (10, 25-26.34-36.43-48) cuando Pedro enviado por Dios consolida al centurión Cornelio en su deseo de salvación y de adherirse a la fe cristiana, advirtiendo la voluntad de Dios diciendo “comprendo que Dios no hace acepción de personas, y que en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a Él”, acontecimiento éste que es bendecido desde lo alto cuando “el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban la Palabra”….”maravillados al ver que el Espíritu Santo era derramado también sobre los paganos”.
El sentirnos enviados para dar fruto, pues, se perfecciona cuando llevamos el evangelio a todos, ya sea a los creyentes de antes pero ahora olvidados, como a los que nunca recibieron a Jesús.
En estas personas será suficiente para una propicia evangelización el advertir si hay campo abonado, o sea, si llevadas por el temor del Señor, buscan agradarle en todo en verdad, justicia y caridad.
En este sentido debemos renunciar a cierto pensamiento presente en la Iglesia de nuestros días por el que se discurre que hemos de dejar a cada uno consolidado en su religión o en el error.
Ciertamente debe ser respetada siempre la libertad religiosa que implica, como enseña el concilio Vaticano II, ausencia de toda coacción física o moral para que alguien se haga cristiano, pero nada impide que testimoniemos la verdad sobre Cristo, dejando a cada uno con su decisión final.
Incluso allegarnos a los que buscan al Señor pero no ven con claridad todavía el camino, como aconteció cuando Felipe evangelizó, enviado por Dios, al ministro de la reina Candace.
Jesús mismo, respetando la libertad de Saulo, sin embargo le pegó una buena sacudida, y el que sería apóstol de los gentiles respondió con generosidad al llamado que se le hacía.
No pocas veces el ser humano espera que alguien le acerque el evangelio, quedando frustrada su buena disposición si nos quedamos tranquilos bajo el pretexto de  respetar al otro sin testimoniar la fe.
Queridos hermanos: sintiéndonos amados y elegidos por Dios, marcados por su amistad y viviendo sus mandamientos, llevemos con alegría el mensaje del resucitado a toda persona de buena voluntad y por lo tanto deseosa de vivir una existencia nueva.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo VI  de Pascua. Ciclo “B”. 06 de mayo de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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