12 de mayo de 2018

“Convocado el hombre a ascender con Cristo a la cima de la santidad, profundiza, sin embargo, por su pecado, la sima de la maldad".



Los Hechos de los apóstoles (1,1-11) describen que Jesús asciende al cielo “después de haber dado, por medio del Espíritu Santo, sus últimas instrucciones a los Apóstoles que había elegido”.

 En el día de hoy, nosotros también miramos a las alturas, desde la fe que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, para celebrar el regreso glorioso de Jesús con su humanidad, para encontrarse con el Padre. No obstante su retorno, confiadamente pedimos “que él permanezca siempre con nosotros en la tierra y nosotros merezcamos vivir con él en el cielo” (o.c. misa de la vigilia).Tenemos la certeza, pues, que Jesús sigue con nosotros por medio de su Espíritu y que a su vez estamos llamados a la gloria de la que Él ya goza eternamente.
La ascensión del Señor refiere a la concreción de la promesa cuando afirmaba “me voy a prepararles un lugar en el cielo”, asegurando su retorno para conducirnos a la gloria, una vez  cumplido lo establecido por la Providencia.
Y así, desde la ascensión de Jesús,  la naturaleza humana  asumida, reina desde el cielo habiendo sido rescatada de sus miserias y glorificada está junto al Padre en la persona del Verbo Encarnado.
Pensar en Jesucristo resucitado, pues, es afirmar que con Él vencimos al pecado que nos esclavizaba y a la muerte eterna, afirmar su ascensión es asegurar que la vida eterna es nuestro destino último.
El apóstol san Pablo (Ef. 1, 17-23) al respecto, recuerda que la vida eterna, fin último de la vida terrenal, es “la esperanza a la que (hemos) han sido llamados”, es la gloria recibida en herencia si vivimos en santidad de vida.
Como los discípulos mirando a lo alto ven cómo el Señor asciende, así también nuestra mirada debe estar puesta en el cielo, en lo alto de la eternidad que nos espera, no para evadirnos de las responsabilidades que nos cabe a cada uno en este mundo, sino para dirigirnos hacia la sociedad en la que estamos insertos, incluso al mundo entero si fuera necesario, cómo intrépidos defensores de la fe, predicando el mensaje de Cristo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea se condenará” (Mc. 16, 15-20).
Quien más tenga puesta su esperanza en el cielo, nuestro fin, es el que más se preocupa por vivir las responsabilidades que Dios le ha encomendado, ya que sabe con certeza que ese es el camino.
Cuando se   elige vivir con coherencia la realidad de lo que es el ser humano, es decir, que  nuestra vida tiene su sentido pleno en la eterna felicidad, resulta necesario realizar lo que nos encomienda la voluntad de Dios.
Sintetizando estos pensamientos podríamos decir que sólo se es ciudadano de este mundo, si ya desde ahora, asumiendo su precariedad, comenzamos a ser ciudadanos de la gloria celestial que se va develando paulatinamente, y que reclama seguir la voluntad de la Providencia en cada momento de la vida.
El apóstol de los gentiles (Ef. 1, 17-23) afirma de Cristo que el Padre “lo hizo sentar a su derecha en el cielo elevándolo por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación, y de cualquier otra dignidad que pueda mencionarse tanto en este mundo como en el futuro”.
La entronización de Cristo por encima de todo, no sólo le pertenece en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre, ya que mereció por derecho de conquista ser elevado por encima de todo lo que existe, porque entregó generosamente su cuerpo y vida a la muerte en cruz para luego resucitando, manifestarnos su victoria sobre el pecado y la muerte eterna.
Cristo, por lo tanto, elevado junto al Padre, nos convoca a colocarlo a Él en primer lugar en nuestra vida, despojándonos de aquellos dioses falsos que gobiernan muchas veces nuestro devenir, como lo es la cultura sin Dios, el dinero, el placer, la gloria mundana, que no sólo ignoran al verdadero Dios, sino que lo combaten y tratan de apartarnos a nosotros del verdadero fin.
En nuestros días, en Argentina, se debate si se entroniza o no el asesinato legal de los niños por nacer, queriendo como país rendir culto al dios Baal, sinónimo de adoración al espíritu del mal.
De esta manera se pretende sumar  así su vigencia a otros dioses como el de la moda, de los propios criterios, de la frivolidad, de la sociedad de consumo, de manera que en lugar de ascender con Cristo, se nos invita a profundizar la sima de maldad y degradación en la que estamos insertos, sufriendo ya desde ahora las consecuencias de tanto mal  consentido o permitido por todos.
El reclamo que nos hace hoy el Señor es que sepamos despojarnos de lo que nos aleja de su persona e impide vivir la misión que nos encomienda, que es precisamente proclamar al mundo que por su ascensión estamos convocados a elevarnos a las alturas de la santidad.
Aunque esto parece a simple vista algo difícil, saber que está presente la promesa de que estará junto a  la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Queridos hermanos: como fruto de este misterio de la ascensión, pidamos tres gracias, a saber, que reine en nuestros corazones prometiendo nosotros, a su vez, docilidad frente a lo que nos pide.
Imploremos, en segundo lugar, que ya que se anticipó con él en el cielo la humanidad, nos ayude a conseguir la vida eterna.
Y, por último, que para la tarea que nos espera, no nos deje solos, tal como lo prometió a toda la Iglesia en la persona de sus apóstoles.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Ascensión del Señor. Ciclo “B”. 13 de mayo de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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