21 de enero de 2019

Dios otorga el vino nuevo de la gracia y de los diversos dones, para trabajar cada uno por el bien de la Iglesia peregrina hoy entre nosotros.


Ya hemos dejado atrás el tiempo litúrgico de Navidad en el que se nos ha manifestado la salvación en la venida en carne del Hijo de Dios.

Celebramos el domingo pasado el momento de su bautismo, ya adulto, por el que santificaba las aguas dándoles el poder de borrar los pecados en nuestra alma por el sacramento del bautismo y, e iniciaba además  su misión entre nosotros.
En la liturgia de este domingo, segundo del tiempo llamado “durante el año”, en el que meditamos los misterios de la vida pública de Jesús,  contemplamos el primer signo que realiza en unas bodas, al cambiar el agua en vino (Jn. 2, 1-11).
Ante el hecho del “signo” o milagro, diremos que aparece la misericordia de Dios para con estos esposos y la familia que festeja, lo cual es cierto.
Se nos ocurrirá quizás pensar que María Santísima con su ternura de madre y de mujer intercede ante las necesidades de sus hijos, lo cual es verdad también.
O razonamos también que el milagro apunta a afirmar a los discípulos en su fe  y adhesión a la persona y vida de Jesús, lo cual es cierto.
Sin embargo, todas estas respuestas no entran de lleno en el corazón del relato evangélico que se despliega en la liturgia de este domingo.
Ya que, ¿Cuál es el centro de interés? El vino del banquete de Bodas, que es imagen de lo nuevo que Jesús  trae a la humanidad sumergida en el pecado y necesitada de Él.
Desde los tiempos de los profetas, la venida del Salvador  se anunciaba con la alegría de las Bodas, porque la presencia del Hijo de Dios hecho hombre alejaba la tristeza del pecado, trayendo la alegría de la gracia.
De allí que Jesús comience a anunciar un cambio en la historia del hombre, en medio de las Bodas, signo del desposorio del Salvador con la humanidad toda por el sacramento del bautismo, al que se le aplican los méritos de su pasión y muerte.
A su vez, los discípulos están con  Él porque son los “amigos del esposo” como lo fuera y señala en una oportunidad Juan Bautista (Jn. 3, 22-30), y también lo menciona  el mismo Jesús (Mc. 2, 18-20).
El signo utilizado para anunciar la nueva existencia humana  con la venida de Cristo será la conversión del agua en vino.
En el texto bíblico meditamos que el vino es obtenido partiendo del agua, no un agua cualquiera, sino la que cupiera en seis tinajas de cien litros cada una y  que utilizaban los judíos para sus purificaciones religiosas.
El agua aquí, pues, es la religión judía, antigua, que termina dando lugar a la religión interior que Cristo quiere establecer,  significada por el vino.
El agua es la humanidad envejecida por el pecado, el vino es el hombre renovado por la venida del Espíritu.
El agua es la vida sin gusto, sin aroma, sin color alguno, que muchas veces constituye la característica del hombre común, pero que por la acción divina se transforma en una vida con gusto, sabor y colorido como el vino de la gracia.
El agua es la naturaleza humana a quien Isaías (62, 1-5) llama “abandonada” o “devastada”, ciertamente por la infidelidad recurrente para con el Dios de la Alianza, pero a la que Dios mismo por su misericordia transforma en una raza de hombres, llamada “favorita” o “desposada”, porque Cristo al hacerse hombre se ha desposado, se ha unido a todos los que formamos parte de su Iglesia, esposa santa, nueva Jerusalén, llamada a la gloria del encuentro definitivo con Dios, para cambiarnos en el vino nuevo de la gracia, de la alegría y de la sabiduría.
Con este milagro, Cristo desea que comprendamos que Él viene a transformarnos, a renovarnos interiormente si a ello nos disponemos siempre, para lo que es necesario dejarlo hacer como aconseja su Madre y madre nuestra “hagan lo que Él les diga.
Procurar firmemente salir del agua, de la rutina, de la flojedad, es una decisión que reclama siempre el Señor para hacernos participar de su vida.
Con sólo reflexionar sinceramente acerca de nuestra vida cotidiana advertimos la necesidad de ser mejores, nos damos cuenta que nuestra fe católica pasa por el mínimo esfuerzo, por la rendición ante lo más fácil, que la pereza espiritual es lo recurrente y habitual en el caminar diario.
Quizás no somos malos del todo, pero tampoco aspiramos a ser mejores.
No somos delincuentes, pero somos mediocres; no hablamos contra Dios pero tampoco damos testimonio de Él en medio de la sociedad.
Puede ser también que habitualmente no estemos en pecado grave, pero tampoco seduce  demasiado el camino estrecho que conduce a la santidad.
No hacemos el mal, pero tampoco nos agotamos en la realización del bien, demasiado ocupados en nuestras cosas, en nuestros negocios y preocupaciones de cada día, morando sólo en lo presente.
En cambio, si nos dejamos transformar por Cristo, podremos participar de la alegría de las Bodas, de la fiesta de la Eucaristía en la que nos unimos con Jesús que se entrega totalmente a nosotros para darnos vida.
A su vez, renovados por dentro, lejos de una vida tibia, podremos aspirar a la existencia nueva de los dones que nos otorga gratuitamente el Espíritu Santo (I Cor. 12, 4-11) para la edificación de la Iglesia.
El Espíritu Santo es quien nos otorga el vino nuevo de la gracia, de los diversos dones, concedidos para trabajar todos por el bien  de la Iglesia presente en el mundo, en la diócesis, en la parroquia de cada uno.
Dones y cualidades espirituales que nos hacen vivir de antemano la riqueza propia de un Dios generoso que entrega lo mejor de sí a quienes nos mantenemos fieles a su nombre y a sus designios de salvación.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 2° domingo durante el año, ciclo “C”, 20 de enero   de 2019. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-







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