10 de febrero de 2019

“Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril, aunque no he sido yo quien ha obrado, sino la gracia de Dios que está conmigo”.

El profeta Isaías (6, 1-2ª.3-8) es llamado por Dios para una misión especial, la de recordar al pueblo judío que debe vivir fiel a la Alianza del Sinaí y preparar a todos para recibir en el futuro al Mesías Salvador.
Isaías se siente indigno para esta misión de profeta que sobrepasa además sus capacidades y fuerzas, recordando que “soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros”.
La respuesta del Señor no se hace esperar, lo purifica de sus pecados y lo fortifica con su gracia, manifestando su deseo al decir “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”. Ya elevado por el don divino responde entonces Isaías diciendo “¡Aquí estoy; envíame!”.
El apóstol san Pablo (I Cor. 15, 1-11) vive el mismo proceso interior. Sabe que fue pecador, perseguidor de la Iglesia, pero que a pesar de ello Jesús lo llama para ser su apóstol entre los paganos predicando el evangelio incansablemente.
Esta nueva misión  es posible no por medio de sus fuerzas, que nada pueden, sino por la gracia con la que es revestido, de allí que reconoce abiertamente “por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí, sino que yo he trabajado mas que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”.
En el texto del evangelio (Lc. 5, 1-11) encontramos la figura de Simón Pedro, también débil, temeroso, atado al conocimiento humano, dudando ante el pedido del Señor de navegar mar adentro después que nada habían pescado por la noche en vela. Sin embargo concluye obedeciendo y la pesca es abundante.
Simón, ante este hecho se confiesa pecador y será la gracia divina la que lo transformará haciéndole ver que sólo será un fiel instrumento si se deja guiar y conducir por la gracia divina, de manera que Jesús le dirá “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”.
Las historias de vida  de Isaías, Pablo y Pedro, son idénticas, aunque separadas por el tiempo, ya que Isaías pertenece al Antiguo Testamento, Simón Pedro al Nuevo y Pablo al tiempo de la Iglesia, después de la resurrección de Cristo.
Los tres son pecadores y están enfrascados en lo suyo, y son sacados de esas situaciones por la acción sanadora de un Dios que salva y los convoca para misiones bien concretas en un momento histórico determinado.
Los tres están ante Dios reconociéndose poca cosa y proclamando que es la gracia divina la que los transforma y reviste de una dignidad nueva.
Los tres responden generosamente al Señor, abrumados por la misericordia y bondad divinas que los ha constituido nuevas creaturas.
Dios los ha elegido para que sean instrumentos suyos y quede claro que es el don divino de la gracia el que obra en cada uno, haciéndolos capaces de realizar aquello que no podrían de hecho a causa de su pequeñez.
Elige el buen Dios lo despreciable de este mundo para confundir al que se tiene por sabio, de un pecador saca un apóstol, de un ignorante extrae un sabio.
Los ejemplos que ellos nos dejan deben ser imitados por cada uno de nosotros, como lo fue a lo largo de la historia de la salvación.
Muchos ignoran todavía el mensaje de Jesús y no conocen su atrayente persona, otros  sólo han escuchado  alguna referencia a Él, no pocos nada quieren saber de Cristo y la verdad que transmite a todo hombre de buena voluntad porque se sienten cómodos en su estado de vida.
A todo ese mundo, muchas veces esquivo, estamos llamados y enviados nosotros bautizados del siglo 21, impulsados a las periferias de la vida.
Si como Isaías, Pablo o Simón nos sentimos con miedo, apesadumbrados por el pecado, con la sensación y veracidad de nuestra inutilidad congénita, hemos de dirigirnos a Jesús para que nos cure interiormente, nos revista con su gracia y nos transforme en instrumentos dóciles en sus manos, de modo que evangelicemos como lo hacía san Pablo por medio del kerigma o anuncio salvador.
Y así, en este sentido recuerda el apóstol que “Les he transmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura”.
¡Cómo cambiaría nuestra comunidad si cada uno llevara la Palabra de Dios a un amigo, a un vecino o familiar que todavía no conoce a Cristo!
Gracias al influjo del Espíritu Santo, hoy, muchas parroquias a pesar del abandono de no pocos fieles, se ven bendecidas  por el surgimiento de vocaciones laicales que desean  hacer conocer a Cristo en el medio en el que cada uno está inserto,  no pocas veces incluso en ámbitos hostiles.
En nuestros días, la Iglesia es perseguida desde dentro por los fieles que viven contrariamente al Evangelio, y por fuera por tantos que odian la verdad y no soportan que se les mencione su mala vida.
Esta realidad no nos debe apagar en el ímpetu misionero, sino seguir proclamando el evangelio oportuna e inoportunamente, reconociendo que a pesar de nuestra pequeñez, es la fuerza divina la que trabaja en nuestro interior haciéndonos valientes misioneros ante el mundo.
Pidamos al Señor que siempre digamos confiadamente a pesar de los peligros que nos rodean, “Señor, aquí estoy, envíame”.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el V° domingo durante el año, ciclo “C”. 10 de febrero de 2019.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-

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