23 de febrero de 2019

“Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes”



Desde que tenemos uso de razón tenemos experiencia de una realidad de capital importancia en nuestra vida, el amor a nuestros semejantes más cercanos.

 Se trata del amor natural como acto de la libre voluntad por el que queremos y buscamos el bien de las personas a las que estamos unidos por lazos especiales de amistad o de cercanía. Hablamos así del amor paternal o filial, el fraternal o de amistad.
Es frecuente, a su vez, que estemos tentados a odiar a quienes nos hacen mal. El ojo por ojo (Mt. 5, 38) se repite no pocas veces en la vida del hombre como si fuera lo que corresponde en las relaciones humanas de todos los días.
Sin embargo, toda esa perspectiva mundana, propia de los incrédulos, ha dejado de tener peso en la vida de los bautizados, o por lo menos así debería ser, si en realidad queremos seguir los pasos del Padre del cielo.
Jesús viene a superar la mentalidad mezquina que existe en el ser humano, por la que está dispuesto siempre a devolver con la misma moneda lo que recibe en su vida cotidiana.
No pocas veces tenemos la idea de un Dios que ama a los buenos y desprecia a los malos, que premia a los unos y castiga a los segundos.
Es verdad que la Sagrada Escritura certifica este modo de pensar, incluso con palabras muy duras se encuentran expresiones de cómo Dios aniquila a los malvados y exalta a los buenos.
Sin embargo, hemos de distinguir en Dios entre su ser y su obrar.
Dios es infinitamente bueno, y quiere sólo el bien para los hombres, sus hijos predilectos, haciendo salir el sol sobre buenos y malos, llover sobre unos y otros (cf. Mt. 5), ejerciendo su misericordia cuando se lo busca con humildad, aunque seamos grandes pecadores.
De hecho si Dios no nos quisiera no existiríamos, de manera que al darnos el ser, y sabiendo de nuestras respuestas, Él nos ama desde antes de la creación del mundo como afirma san Pablo.
El mismo Jesús nos enseña que hemos de ser perfectos como el Padre es perfecto (Mt. 5), exhortándonos a tener presente esta verdad y ponerla en práctica, aún en medio de las limitaciones humanas.
El amor que ha de vivir el cristiano, imitando al Padre y a Jesús, se visualiza especialmente en el amor a los enemigos como destaca el evangelio de este domingo (Lc. 6, 27-38), para lo cual es necesario recibir gracia especial de lo alto para superar el estrecho horizonte del amor natural e ingresar en la vivencia del amor sobrenatural.
Ya en el Antiguo Testamento (I Sm. 26,2.7-9.12-14.22-23) encontramos la vivencia del perdón y la misericordia ejercida por David cuando Saúl, que lo perseguía a muerte, estaba indefenso y a sus pies.
La transformación que se ha concretado en nosotros por medio del misterio pascual del bautismo que hemos recibido, lo explica muy bien el apóstol san Pablo (I Cor. 15, 45-49) cuando dice que el primer hombre Adán es creado como un ser viviente, un ser natural, y con él todos nosotros, pero que fuimos revestidos del ser espiritual que es Cristo, de allí que “no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural, lo espiritual viene después”.
Es decir que fuimos creados según el orden natural pero hemos sido elevados al orden sobrenatural, o sea, “de la misma manera   que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial”.
Esto nos hace caer en la cuenta que como bautizados no debemos vivir como personas según el orden natural, sino que transformados por la gracia, estamos orientados a llevar una existencia sobrenatural que permite vencer toda mezquindad y amar a todos, especialmente a los enemigos,  a los que nos persiguen, a los que buscan nuestro daño.
Mientras vivimos en este mundo, toda persona, a pesar de sus pecados, es amada por Dios, y Él espera siempre la conversión para ejercer en abundancia su misericordia, por la que cada uno puede recomenzar una existencia nueva viviendo en amistad con Dios.
De la misma manera, cada uno de los bautizados hemos de amar según ama el Señor, venciendo toda repulsión o deseo de venganza, ya que la misma pertenece sólo a Dios, rezando por quienes nos hacen mal ya que no son felices aunque lo parezcan, disponiendo de esa manera nuestro corazón para recibir también el perdón por nuestras faltas y llegar algún día a la perfección.
Así como Saúl fue respetado en su vida por ser “el ungido” del Señor, así también debemos mirar a todos como “ungidos del Señor” ya que lo somos,  sea por el sacramento del bautismo o simplemente por haber sido creados por Dios.
Descripción hermosa de la bondad divina la encontramos en el salmo interleccional (102, 1-4.8.10.12-13) que exalta su misericordia y su poder sanante de toda miseria humana.
Ahora bien, nuestro obrar según el modo divino, se ciñe siempre a la vida terrenal, de allí que en el orden de la perfección hemos de evitar toda condenación o juicio definitivo acerca de las personas, porque nadie conoce el interior  de los demás, no correspondiéndonos delimitar el  grado de culpabilidad o de fidelidad a Dios.
En cambio, respecto al obrar divino, si bien siempre es de amor y de misericordia para con todos, tiene un límite bien preciso la definición del futuro de cada persona, de manera que es el momento de la muerte donde se juega la felicidad o desgracia eterna.
Queridos hermanos: humildemente pidamos siempre la gracia necesaria para vivir el amor al prójimo con un corazón renovado y según el sentir divino, procurando de ese modo la salvación de todos.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el VII domingo durante el año, ciclo “C”. 24 de febrero de 2019.-http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-




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