1 de septiembre de 2019

“El Señor nos da ejemplo de humildad, y estando con nosotros, nos muestra cómo ha de ser la vida del seguidor de su persona”.





Continuamente encontramos en el evangelio un ideal de vida al que se nos invita a elegir, diferente al que con frecuencia llevamos en el trajinar de cada día, diferente al ideal que apetecemos en nuestro corazón.
Precisamente los textos bíblicos de este domingo nos hablan de la necesidad de la humildad, virtud muy apreciada por el Señor. Esta humildad se coloca en contraposición de la vanidad, de la búsqueda de los primeros lugares (Lc. 14, 1.7-14), del creernos más de lo que somos.
La persona humana tiene la tentación permanente de vivir de la figuración, de alcanzar los primeros puestos, de triunfar incluso abajando a otros si considera esto necesario
¡Cómo nos gusta ser considerados, aplaudidos, reconocidos en la sociedad, en el trabajo, en la familia, creyendo que somos superiores a los demás o por lo menos que podemos superarlos a todos!
Y por el contrario, cómo nos duele cuando somos rechazados o no somos tenidos en cuenta, cuando nuestras cualidades pasan desapercibidas para los demás, que quizás tienen una apreciación distinta a la nuestra acerca de lo que verdaderamente somos y nos perciben como  personas comunes que no se destacan en cosa alguna.
No pocas veces los demás ven nuestra desesperación por figurar y aparentar, lo cual origina sonrisas despreciativas.
¡Qué distinto es todo esto si lo comparamos con el espíritu del evangelio que está presente para que cada persona logre descubrirlo!
¿Por qué? Es que el evangelio nos plantea un estilo de vida que se caracteriza por el seguimiento de Cristo si queremos avanzar hacia la perfección, teniendo a su vez los mismos sentimientos suyos.
Y Cristo se caracterizó por la humildad, por la sencillez, por la vida oculta y sin aspavientos, asumiendo un comportamiento que pasa por la pequeñez cuando como Hijo de Dios se hizo hombre, entrando así a la historia humana asumiendo todo lo humano menos el pecado.
Al respecto dice el apóstol san Pablo (Fil. 2, 6-09) que “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Como vemos, el Señor nos da ejemplo de lo que significa la humildad, y es esta actitud la que le permite estar con nosotros y mostrarnos cómo debe desarrollarse la vida cotidiana del seguidor de su persona.
Se cubrió de miserias para rescatarnos a su vez de toda desdicha que nos acecha a lo largo de la vida en este mundo.
Humildad proviene de “humus”, tierra, y describe la condición del hombre, que nada es ante Dios, porque las cualidades que posee  provienen de su gratuidad, y delante de los hombres imposible alardear de perfección porque conocemos y saben de nuestros límites.
No es propio de la humildad considerarnos inútiles, sino saber ubicarnos en medio de nuestra relación con Dios y los hermanos, conscientes que dependemos del Señor y que como Él,  hemos de ser servidores de los demás.
La misma Sagrada Escritura (Eclo. 3, 17-18.20.28-29) nos recuerda que el humilde es amado por Dios, más aún, “Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor”, resultando a su vez “amado por los que agradan a Dios”. Mientras que por el contrario “no hay remedio para el mal del orgulloso, porque una planta maligna ha echado raíces en él”.
El orgulloso, además, resulta rechazado por Dios y despreciado por los hombres, que no soportan su vanidad y continua vanagloria.
La vida del humilde, como la de los santos, por ejemplo, nos resulta agradable y atractiva para seguir, mientras la actitud del soberbio es siempre destemplada y produce instantáneo rechazo.
El primer puesto que hemos de buscar y pretender en la vida, no es la consideración de la gente para recibir su efímero aplauso, sino desear el agrado del Señor al contemplar que buscamos seguir sus pasos.
La meta de nuestra vida ha de ser como señala la carta a los Hebreos (12, 18-19.22-24), por medio de la humildad, acercarnos a Dios continuamente, participar por tanto de “una fiesta solemne”, la del banquete celestial, encontrándonos con “la asamblea de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo”, con “Jesús, el mediador de la Nueva Alianza”.
El camino de la humildad, por otra parte, conduce siempre a la elevación del ser humano, siguiendo los pasos de Cristo, de allí que san Pablo, en el texto a los filipenses citado (2, 9-11) señala que “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.
Y del hombre se dice que “todo el que se humilla será elevado”, verdad que se manifiesta cuando en el banquete de las bodas eternas se nos diga “Amigo, acércate más”.
Queridos hermanos pidamos la gracia abundante de la bondad del Señor, para que imitándolo a Él en su humildad, podamos no sólo dar gloria a Dios, sino servir también con sencillez a nuestros hermanos más débiles, a aquellos que no pueden retribuir nuestra generosidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXII durante el año. Ciclo C. 01 de septiembre de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com


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